¿Con o Sin Hielo?

Historia


Las noches del trópico filipino comienzan temprano. Y las estrellas, victoriosas sobre las dispersas y opacas bombillas del escondido poblado, adornan la bóveda celeste en un tintineo que pinta, para deleite del desnudo ojo, el claro contorno de la Vía Láctea. La noche que llegamos, luego de 6 horas de carretera desde Manila, junto con las 16 horas que tomó sobrevolar el Pacífico desde Los Ángeles, y las 6 horas anteriores desde Boston, abro finalmente la puerta de la camioneta, deseoso de saludar a los familiares de mi esposa, mientras cargaba al hombro con mi soñoliento hijo de 3 años, el cual abriendo sus ojitos, y cediendo al imantado espectáculo sobre su cabeza, exclama con inesperado asombro, y por primera vez en su vida, “Daddy, the stars”.

Pero la rara belleza de compartir un similar pasatiempo con Los Antiguos, embobados en la tarea de distinguir astros y nebulosas, trae también consigo el agobiante calor de un verano tropical que parece haber olvidado la posibilidad del viento. Rodeadas por interminables e inundados campo de arroz, las casas, en su mayoría de paja y bambú, y una que otra de bloques de cemento con techos de zinc, ofrecen protección al sueño nocturno contra una flora y una fauna atareadas en reclamarlas para la selva. Pero este amparo interior demanda el precio de aumentar el calor nocturnal casi más allá de lo que cualquier ser humano es capaz de aguantar. Es por esto que las noches en el poblado, antes de irse a dormir, se pasan en los balcones o en las afueras conversando, cenando, y en ocasiones especiales, tomando cerveza.

Deseoso de mantener a mis familiares y amigos al otro lado del planeta al tanto de las aventuras veraniegas de la familia, con regularidad publicaba fotos y comentarios en mi página de Facebook. Recién llegada la noche, y al final de un atareado día de trabajo en la siembra, mi suegro, junto con otros familiares y miembros de la vecindad, me invitaron a compartir algunas cervezas con ellos. Ante la imposibilidad de declinar tal oferta, y luego de terminadas varias de ellas, decido colgar en mi muro una foto de la botella de la que bebía, tomada junto al vaso que, lleno de pedazos de hielo, algunos de estos tan grandes que rebasaban el borde en altura, diluían el dorado líquido. Los “likes” no se hicieron esperar. Y los comentarios, simpatizantes en su totalidad de la actividad en la que me embarcaba, eran sazonados por observaciones, demasiadas para mi gusto, y escritas todas por familiares y amigos puertorriqueños, inundadas de cuestionamientos y desagrados por la añadidura del hielo al vaso con cerveza.

El primer comentario que leí reprochando el matrimonio del bloque frío con alcohol, y aun hasta el segundo, no me molestaron mucho. Me hacían recordar mi primer viaje a las Filipinas, hará unos 8 años atrás, en donde yo también, y sin quererlo, alcé un pedazo de ceja cuando me sirvieron mi primer vaso de cerveza con hielo. Recordaba entonces a un amigo de la adolescencia puertorriqueña que me decía que tal mezcla era como beber jabón. Yo nunca había probado cerveza con hielo, y mucho menos jabón, pero por alguna razón esa imagen quedó impresa en mi mente dieciseisañera, convenciendo de alguna manera a las papilas en mi lengua, y manteniendo un recuerdo creado que, 35 años después, brotada en mi boca en medio del archipiélago asiático. Y digo sin quererlo, pues desde joven la fortuna me permitió ver y experimentar otras culturas fuera de la preciada Isla, donde aprendí lo isleño que sin saberlo era, y la necesidad de abrir ojos y mentes a formas diferentes de concebir las cosas, siempre haciendo un esfuerzo consciente por mantener enjaulados los prejuicios contra el otro que nunca parecen abandonarnos. Sin embargo, los cuestionamientos y comentarios despectivos seguían acumulándose, al igual que mi desagrado hacia estos. Decido entonces escribir estas notas, con el propósito de reflexionar porqué, aunque no debería de ser necesario, beber cerveza con hielo es no tan desquiciado como parece.

Vivir en el campo filipino es como regresar al Puerto Rico de los años ‘40, el cual tuve el privilegio de sentir que vivía, en las conversaciones y memorias de mis padres, tíos y abuelos, y que su final, aun sin saberlo al momento, viví como niño que corría y jugaba persiguiendo gallinas en los campos y riachuelos de la finca de mis abuelos en Aguas Buenas, durante los años ’60. Mis padres, nacidos en la montaña, ya se habían mudado para San Juan cuando nacimos yo y mis hermanos. Soy hijo entonces de la transición, de la pérdida definitiva del campo como definición de lo nuestro, y del abrazo de lo moderno como esperanza de un mejor futuro. Pero la ciudad nos traicionó, pues demandando una fe hacia un progreso que no podíamos dejar detener, nos vimos obligados a sustituir la riqueza local que no pudimos mantener, por la prestada que tuvimos que mendigar. Hoy en día, la apuesta social de la que soy oriundo, revienta en nuestras caras con la verdad de que solo fuimos instrumentos del enriquecimiento ajeno, exprimidos hasta la gota final, víctimas de la vieja rueda de trapiche de la cual aún no encontramos como escapar, haciéndonos creer en un irremediable destino de bagazo.

Hoy, en este segundo archipiélago que me adopta, y me brinda la más hermosa de sus flores como compañía por lo que me resta de vida, libero mi vista que, enmarcada por el dintel de mi escueta ventana matutina, se enamora de los verdes campos que se extienden en un lejano beso con la sierra volcánica. En un paisaje aderezado por animales, y descalzos niños que juegan libres de toda preocupación, veo también a los míos, los cuales son mi manera de devolver a esta tierra el cariño recibido. Me levanto y desayuno los frutos de la tierra que toco con mis propias manos, y río junto a una extensa familia que goza y celebra el trabajo de las suyas. Emocionado, e intentando con desespero atrapar la evanescente memoria de mi niñez, les comparto como pienso en lo afortunado y ricos que todos son. Pero de inmediato entiendo que el mismo sueño que hipnotizó a mis padres y abuelos vive en sus rostros, y con simpleza me revelan lo dispuestos que todos estarían de trocar toda esta “pobreza” por la ciudad, la modernidad, un futuro mejor.

Y no es muy difícil soñar con los mundos mejores que otros supuestamente tienen y que la pobreza niega. Pienso en esto mientras batallo con los mosquitos en mi caminata a buscar hielo para las cervezas. Pues resulta que para una comunidad de agricultores que solo reciben ingreso en efectivo una vez al año, luego de la cosecha, la electricidad es un lujo que no todos pueden financiar. Esto hace que la cantidad de neveras capaces de enfriar cervezas sean escasas, haciendo de la empresa de congelar agua para la venta, una mucho más eficaz, que la de poner grandes botellas de cervezas a enfriar. Hacer lo segundo representaría un derroche imperdonable de recursos. Además, si no es hasta recién que llegó la electricidad, y no así el alcohol, ¿de donde se pretende que se haya desarrollado el gusto por beber cerveza fría de la botella? Sólo sociedades como la puertorriqueña, que con rapidez pasmosa han olvidado un pasado tan reciente como aquel que no contaba con energía eléctrica, es capaz del despecho y la incomprensión que se atreven a rayar en la burla, cuando ven un vaso de cerveza filipina con hielo. ¿Acaso los alemanes no recomiendan beber cerveza a temperatura ambiente? Y para los listos que pretendan argumentar que en Alemania hace frío afuera, ¿cuánto frío hacía en el Egipto de las pirámides, en donde la cerveza era parte integral de la cotidianidad? Pero diluir la cerveza filipina es también parte de una estrategia que busca extender la noche, evitando así una temprana despedida inconsciente hacia la cama. Y es que con un porcentaje elevadísimo de alcohol, saliendo de una botella de 500 mililitros –o sea, medio litro- un par de estas Red Horse – Extra Strong son capaces de nublarle la vista al más ducho de los bebedores.

Comprendo entonces que soy privilegiado, pues se me ha dado la oportunidad de degustar, antes de que desaparezca por completo, y por segunda vez en mi existencia, los placeres de una forma de vida en vías de extinción, en donde sus protagonistas y beneficiarios están convencidos de su caducidad, y buscan a toda costa transformarla en lo que piensan es algo mejor. En ocasiones he promovido la conversación, tratando de hacerles ver lo ingenuo de sus aspiraciones, y como su idílica visión de lo que son los Estados Unidos, y su flamante deseo de vivir algún día en América, está lleno de incorrectas premisas que pasan por alto la intensa crisis en la que se encuentra Occidente. Pero sus rostros, ejerciendo la profunda decencia del que desea hacer sentir al visitante como en su casa, demuestran con suavidad, lo inútil de mi prédica. Abandonó entonces mi ajeno discurso, poniendo en el pedestal de la prioridad el disfrute con la familia. Y viendo caer la noche, dejo fluir las cervezas, que con sus gigantescos trozos de hielo sumergidos cuan témpanos en los mares del norte, desatan la alegría que solo vivir en el paraíso puede ofrecer.

Crédito foto Suministrada