De arena

Caribe Imaginado

Un reloj no hace otra cosa que contar;

con fiabilidad, con precisión, pero ciegamente.

Antes de que aparezca la necesidad de un reloj

tiene primero que haber algo que requiera

ser contado.


Jo Ellen Barnett

en “El péndulo del tiempo”

Ver un mundo en un grano de arena

William Blake


Aquel lunes, Jasón Rivera, doctor en psicología social, recibió de su amigo, ex diplomático colombiano con residencia exclusiva en Londres, un antiquísimo artefacto perteneciente a cierto arqueólogo británico, destacado por sus descubrimientos de la era de Akenatón en Egipto.

El paquete llegó con una nota en la que su amigo transcribía una leyenda que giraba en torno al obsequio, un vetusto reloj de arena que marcaba doce horas. Según las líneas garabateadas por Rafael Cartagena (el nombrado amigo), la tradición oral popular comentaba que todo aquel que se atreviese a retar el ritmo marcado por aquellos granos extraídos del desierto egipcio, podría poner en peligro el ritmo propio de su existencia. Recomendaba, además, que se activara el funcionamiento del artefacto en el preciso fragmento de segundo con el que comenzaba la media noche. Como comentario final, Cartagena añadía que todo aquello eran puras patrañas, meras supersticiones de gente que, de haber vivido en una latitud diferente, como la región británica, habrían sido los mismos que creyeron en duendes y gnomos.

El doctor Jasón Rivera del Colón -que gustaba oírse nombrar con el segundo apellido, pues esgrimía la tesis de que era más sonoro aquello de terminar con sílaba aguda- aunque sí era algo supersticioso(por lo que había días en que no osaba caminar por debajo de una escalera), decidió no prestar demasiada atención al hálito legendario que acompañaba el regalo recibido. Todo lo contrario, aquello lo tomó como si de un juego se tratara. Por tal motivo, su atrevimiento lo impulsó a lanzar a viva voz el prohibido reto hacia aquel reloj. Hecho similar asumió hacía unos meses, cuando fue el único de un grupo de escritores e investigadores que culminó el rito de beber la sangre de una paloma acabada de sacrificar en el pueblo de Guayama, con el fin de convertirse en santero. Fue por eso por lo que, observando detenidamente el reloj, contó cada segundo del minuto once cincuenta y nueve de la noche. Y lo viró justo a las doce, mientras apostaba a que, con una agenda repleta de tareas continuas, estaría allí para cuando el último grano iniciara su ruta por obra y gracia de la ley de gravedad:

-Cuando el último de los mohicanos esté cayendo, lo enviaré de vuelta, como centinela de un nuevo ciclo que comienza- prometió al mismo tiempo que se acurrucaba en la cama.

A las cinco de la mañana lo despertó la alarma de su celular. Jasón, autómata, se dirigió al baño. Frente al espejo, se observó sin espejuelos: los ojos con capilares rojos, su cara hinchada, y, mientras se cepillaba los dientes, murmuraba la agenda de clases como para que no se le olvidara. Desayunó lo de siempre: unas tostadas, tocineta, dos huevos sancochados con mucha sal y su ración diaria de cafeína sin la cual -reconocía- no podía funcionar.

A las 6:30 ya se encontraba en la parada. La pequeña guagua estaba repleta. Tuvo que hacer malabares para sentarse en el asiento trasero. Como era la costumbre, allí se enteraría de lo que la “gentuza pueblerina” (así llamaba a los otros pasajeros) comentaba en esos días. En aquel momento, las primeras planas de los periódicos las ocupaban fotos de trabajadores del servicio público, que caminaban por las calles en protesta por el anuncio gubernamental de que habría despidos masivos. Durante el trayecto, el conductor encendió la radio, y los comentarios en respaldo a las manifestaciones obreras no se hicieron esperar.

Después de pasar tres pueblos y sendas congestiones vehiculares, la pequeña pisicorre se aproximó a las inmediaciones de la Universidad en Río Piedras. Con dos minutos a su favor para cruzar el museo, pasar frente a la biblioteca general, cortar trecho por el centro de estudiantes y subir y bajar escaleras de diversas facultades, Jasón llegó a las ocho en punto para iniciar su primera clase.

Durante ese periodo mañanero utilizaría su voz de manera continua para ofrecer una conferencia sobre testimonio oral a estudiantes matriculados en el curso de Gerontología. A las 9:30 recibía a los de Ciencias Sociales y a las 11:00 iniciaba su hora de oficina “sin oficina”, porque en aquel campus se estaba haciendo una zafra de edificios enfermos, habitados por una cepa invencible de hongos. La estructura que albergaba la oficina del doctor Rivera del Colón había sido una de las primeras clausuradas, situación que lo movió a recibir a sus estudiantes, casi de forma religiosa, bajo la amable sombra de una ceiba centenaria que engalanaba el patio central de la institución.

Debajo del árbol, contestó las interrogantes de los que no entendieron las instrucciones que impartió para la redacción de una monografía sobre los conceptos de globalización, nacionalidad y etnia. Ya para el mediodía, Rivera del Colón ofrecía la última clase del día en esa universidad, por lo que a la una de la tarde encaminaba su ruta, vía tren urbano, hacia el consultorio de un reconocido cardiólogo de la capital. Desde hacía algún tiempo, Jasón venía sintiendo una intensa presión en la caja del pecho, acompañada de fuertes punzadas que ubicaba en la parte inferior izquierda del pulmón, y de un acelerado tamborileo del corazón que, según él, le resecaba la boca. Era entonces que comenzaba a pensar en lo peor.

-Jasón- le dijo el anciano cardiólogo-, tú y yo nos conocemos desde hace bastante tiempo, y desde la primera vez te advertí que debías hacer cambios sustanciales en tu estilo de vida.

-Sí, lo sé, doctor, pero por ahora no puedo hacer nada; sabe que hasta que no me den la per…

-No estamos hablando solamente de eso. ¿Cómo esta tú dieta? ¿Estás ingiriendo alimentos bajos en grasa? ¿Estás sacando tiempo para ejercitarte? Me parece que no. Estos resultados que tengo aquí indican que tu colesterol está por las nubes. No podemos seguir así.

-Esta bien, doctor, veré lo que hago.

-Y quiero que esta misma semana te realices estos exámenes.

Rivera del Colón salió de la oficina sin decir palabra. Pensaba en el alto costo de las pruebas de laboratorio, de una cubierta médica que él mismo se sufragaba con dificultad. Ya eran las 3:30 y tenía que estar a las 4:00 en otra universidad, en la que enseñaba un curso graduado de Psicología. Al menos podía trasladarse caminando, porque no se hallaba muy lejos de la Universidad de La Inmaculada Misericordia.

Frente a su propio salón se topó con un piquete realizado por una entidad de universitarios pentecostales que objetaban sus métodos de enseñanza. El malestar de los autonombrados “Justicieros Celestiales” se vio motivado, en particular, porque en una de sus clases Rivera del Colón llevó a un espiritista para que conferenciara acerca de los menesteres propios de su oficio. En esta ocasión, al profesor no le quedó más remedio que entrar escoltado por oficiales de seguridad, entre gritos y epítetos como: “¡Hijo de Satanás!” y “¡Enviado del demonio!”. Lo cierto es que, durante la hora y media que duró la jornada, apenas pudo controlar la ansiedad, y se prometió que no volvería a diseñar una clase variada y atractiva. Él, que intentaba ampliar los conocimientos de los estudiantes sacándolos fuera del campus para que conocieran comunidades aledañas y diversos museos, que se esmeraba en animarlos para que hicieran informes mediante escenificaciones teatrales o video; “de ahora en adelante”, se dijo, “me dejaré llevar por el monótono currículo departamental”. Lo mejor es que se queden brutos, concluyó.

Terminada la clase, salió con cierto sigilo; le tranquilizaba que los alborotosos lucían más tranquilos. Sin embargo, no supo quién le lanzó un tomate cuando abordaba el autobús que lo llevaría a la antigua ciudad. Le costó mucho seguir adelante. Tuvo que morderse la lengua para no lanzar improperios. Mientras limpiaba los residuos de tomate en su cabello con un pañuelo, juró encontrar solución a sus continuos dilemas. Primero tenía que aprender a conducir: “¡este miedo pendejo hacia la carretera tiene que terminar!”. En segundo lugar, durante la reunión a la que estaba por llegar, debía convencer a su compadre, (quien había sido promovido a un puesto ejecutivo de una agencia gubernamental) para que moviera sus influencias y lo nombraran, de una vez y por todas, a un puesto permanente como profesor de la universidad del Estado.

Con su compadre desahogó la rabia acumulada:

-¡Jaramillo!, y ¿para qué me jodí haciendo una maestría? Tú mismo fuiste testigo de los tres años que necesité para terminar la tesis. Como si eso fuera poco, tuve que sacar de donde no tenía para ir a Madrid y doctorarme; bien sabes que aquello fue totalmente alucinante. ¿Y todo eso para qué, Jaramillo? Para nada. Pa’ venir acá y pasarme 18 años sin permanencia alguna, en medio de un sistema viciado de favoritismos a la hora de conceder plazas. ¡Coño, mano! Está fuerte tener que coger desempleo todos los veranos y las Navidades con un doctorado encima y mis años de experiencia. ¿Dónde carajo está la cultura de mérito en este país?

Su compadre lo escuchaba con paciencia y se cuidaba, además, de mantener distancia, ya que la fogosidad con la que Jasón se expresaba provocaba un salpique copioso de saliva.

-Toma las cosas con calma, Jasón. Has tenido un día malo. Calma. Vamos, respira, infla el abdomen, como lo haría un bebé. Calma. Tú me conoces. Sabes del compromiso que tengo contigo... Tranquilo, que no te fallaré.

Concluido el encuentro, Rivera del Colón sintió cómo le sonaban las tripas. De la misma forma estrepitosa como había articulado sus pensamientos, cenó una orden de comida china. Aquel arroz frito con pepper steak no demoró en dejarse sentir; sus eructos esporádicos y pedos explosivos eran perceptibles a metros de distancia. Eran las ocho de la noche cuando llamó a su casa para notificarle a su madre que ya iba de camino.

-¿Alguien me llamó, mamá?

-Sí, te llamó Elías, el de la Asociación de Educadores. Dijo que, si era posible, te comunicaras con él esta misma noche.

Así lo hizo. Tras breves minutos de conversación llegaba Elías en su volki con Benigno, un amigo en común que estaba sumido en una profunda depresión, a quien encontró con la mirada triste y movimientos corporales lentos. Según Elías, tropezó con él en medio de una avenida.

-Mira, Elías, lo único que se me ocurre es que lo llevemos a donde Alberto, porque mi especialidad no es psicología clínica. Yo entiendo que, si alguien puede ayudarlo, es Alberto, que es psiquiatra y que ha tenido la certeza, a mi modo de ver, de trascender un poco más y prepararse en psicoanálisis. Voy a llamarlo ahora mismo para ver si nos puede recibir, pero sabes que eso depende de su disponibilidad.

Alberto contestó el llamado de Jasón y recibió a Benigno en su propio consultorio en Cataño. Una hora después, tranquilo por haber cumplido con la encomienda pero cansado, Rivera del Colón le pidió a Elías que lo llevara, al menos, al terminal de lanchas de ese pueblo costero; sabía que, como esa apenas comenzada primera sesión no sería breve, no podía solicitar más.

Cuando la vetusta lancha de dos pisos despegaba del muelle, Jasón se vio forzado a brincar con todas sus fuerzas. Los empleados del servicio de puertos lo pudieron agarrar de la camisa e impidir que cayera al mar. Ya sentado, apenas podía tragar, sensación que se agudizaba cada vez que miraba el tropel de números en una pantalla digital instalada en una pared central. A las 9:49 de la noche, la ruidosa embarcación accedía al otro lado de la bahía, y salió disparado. Por más que corrió no logró dar con el escenario deseado. A esa altura de la noche sólo quedaba un autobús y esa ruta, que no era la suya lo dejaría bastante retirado de su hogar. Pero era la única alternativa disponible.

Aliviado, llegó a su residencia a las 11:37, después de haber caminado lo más ligero que pudo, por temor a la alta incidencia criminal. El regocijo, sin embargo, fue breve. Con la mirada cansada observó que su perro ladraba desde la marquesina con collar en boca, para que lo sacara de paseo, costumbre impostergable para Rivera del Colón. No había quien lo hiciera desistir de cumplir con Demetrio, aún a esas horas. Absorto en aquel ritual autoimpuesto, dejó el bulto en el sillón más cercano. Sacó una bolsa de plástico de un cesto en el balcón (para recoger los “obsequios biológicos” dejados por Demetrio). Le puso el collar y se dejó llevar. Ya se aproximaban a la esquina cuando Jasón escuchó que eran las 11:56 en el radio de un vecino. Y en el acto recordó el reto lanzado.

No le quedó otra que arrastrar a su perro, que había divisado a una perra sata y se resistía gruñendo. Llegó jadeando con el can en brazos. Apenas cerró el portón, un reflujo con sabor a peppersteak transitó por la boca. Se llevó de por medio muebles, sillas, mesas y lámparas. En vano trató de contener las náuseas. Un torrente se le acumulaba. De golpe abrió la puerta de su cuarto. El reloj turbio se multiplicaba. Su propio vómito lo mareaba. Una sed quemante azotó la garganta y el último grano de arena comenzaba a caer.