50 desastres de Grey

Caribe Imaginado

Andy Warhol dijo alguna vez que todo lo que él sabía del amor lo había aprendido en las películas. Por suerte, supongo que ya no es así.

Si no la vieron, tienen que verla. Si la vieron, lo que diré ya lo saben. No mala, malísima. No sé si estoy en condiciones de explicar por qué. Tampoco leí el libro, o sea que mi comentario es sobre la película. En principio sólo diría que cualquier spot pornográfico real de Sasha Grey tiene más argumento que este best seller hollywoodense. No digo más sexo, lo que es obvio, digo más argumento.

Nos tratan de idiotas, eso es lo que pasa. Lo que rápidamente me di cuenta es que los productores de la película son unos estafadores: no leyeron ni un solo libro de pornografía sobre la sumisión y el dominio, el tema central de la película, si lo central de la película fuera el sexo. Si no fuera el sexo el tema central, estaríamos frente a una nueva versión de la Cenicienta que encuentra a su príncipe multimillonario: “¿Cuál de todos estos autos es el tuyo?”, le pregunta ella, cándida. Y él responde: “Todos”, con la superioridad de los que no tienen que dar explicaciones. En más de una ocasión hablan del amor como aquel sentimiento que cambia a las personas: “Tú me estás cambiando”. ¿En qué siglo vive esta gente? Cuando ella se gradúa, ¿qué le regala él? ¡Exacto! Un auto 0 km rojo. Ella tuvo el privilegio de ser la primera mujer que no sólo le presentó a su madre sino a la que había llevado en su helicóptero. Ella se horroriza porque él había tenido sexo con quince mujeres antes de conocerla —dicho sea de paso, como ya se imaginarán, ella era de lo más normal, jovial y virgen a los veintipico de años (era la última mujer virgen que quedaba en EEUU).

Todos estas frases huecas no le ganan a la mordedura del labio que ella repite todo el tiempo como para hacerse la inocente y la atractiva; o a la obsesión de él para que ella firme un supuesto contrato por el que se dona como propiedad a sus designios maléficos, mientras es el personaje más bueno y comprensivo que vi en el cine en muchos años. Los pezones erectos de ella parecían agrandados con el mismo método que utiliza la publicidad para los envases de yogurt. Hasta un chico de diez años que frecuentó alguna película porno advierte el engaño. Cuando él agarra la fusta y le pega, me dieron ganas de buscar al carilindo y violarlo hasta hacerlo sangrar. Dirán: envidia. Celos. Frustración. ¡Seguro! Todo el tiempo se disculpa: te pegaré hasta donde tú quieras. No sucederá nada que tú no quieras. Ni advertían las contradicciones del argumento.

Señoras y señores: debemos negarnos a que nos traten como idiotas. Fui solo, a la noche, como en otras épocas iban los pornógrafos a los cines XXX. No digo que en mi fantasía no estaba masturbarme. Pero lo que uno veía ahí escena tras escena no sólo era imposible que te excitara; si te excitaba eso, lo digo científicamente: si eso te excitaba, ¡tenés problemas serios de sexualidad! La cámara no enfocaba más allá de la cintura. Y cuando tenían sexo (otra parte en la que me destornillé de asco fue cuando ella le dice que quiere hacer el amor y él le responde: “Yo no hago el amor. Yo cojo. Cojo duro”, con una cara de tierno que compite con la de John Holmes; sólo la cara compite), la cámara en picado enfocaba a un hombre que se la pasaba moviendo los omóplatos, como si estuviera nadando en los juegos olímpicos.

En fin, otra colonización cultural burda. Lo único rescatable era la cara de él, que desde algunos ángulos me hacía acordar a Sergio +a. Era imposible creerle una palabra a un chabón multimillonario que (no) se enamora de una pelirroja que trabaja en una ferretería, que es distinto porque de chico fue pobre y que ahora tiene atorado el resorte de la espontaneidad.