Aura o las sombras del agua

Creativo

A Aura de Carlos Fuentes

El alma del agua me ha hablado en la sombra.

Amado Nervo

 


En la noche de tus manos visito todos tus sueños.

Alberto Ruy Sánchez

 

“Amor, te ves tan hermoso muerto. Hasta el mundo podría morir en mis manos por ti. Soñándote, todos los sueños y placeres; el milagro de los panes y los peces. La abundancia del placer entre nuestras sábanas de ternuras y calendarios se hizo sangre. Soñaste a mis pies, también a los de ella. No puedo entender por qué una mujer. Esa mujer. Quizá, tu manía de llenar los vacíos y curiosidades. Ahora estás bellamente muerto.

Amado, eras tan ingenuo. Tan una romántico. Ahora pareces un mismo ángel entre mis brazos. Te haría el amor ahora mismo, tu piel aún me enloquece. Esas manos que recorrían mi cuerpo, hasta llegar a mi erección mientras metías la tuya en mí”.

Felipe Montenegro y Pedro Jiménez se hicieron amantes la misma noche que los presentaron en la galería Butterfly de Miramar. Felipe había escrito las reseñas del pintor, Pablo Alcántara, cuya obra se exponía póstumamente. Entre cuchicheos y miradas, Felipe y Pedro comenzaron a deleitarse mutuamente de sus anatomías a través del cava. La gente comentaba cosas como: ¿Sabían que ese artista desapareció hace más de un mes? Qué espanto de cuadros… A mí me gusta esa pintura decadente. No, él murió. No, se suicidó. O fue su ex novio, el pato ese… Felipe podía ver a Pedro, que jugaba a las miradas con él y lo invitó al área del cóctel.

Hablar de espíritus parece estar de moda… Se sonrieron y tomaron juntos una copa de vino, mirándose a los ojos. Felipe notó cómo se le endurecía la entrepierna a Pedro. Llévame a visitar tus sueños, dijo Pedro, tomando la última gota del vino y pasándola por los labios de Felipe. “Mejor te llevo de excursión sobre mi piel y nuestras profundidades”. Salieron por la puerta sin despedirse de nadie. Ambos eran expertos en el arte de escabullirse. La calle estaba desierta, tan sólo una mujer de negro que le entregó una hoja a Felipe. La tomó, la leyó por encima y se rio antes de guardarla en su bolsillo.

A partir de esa noche, el romance entre Felipe y Pedro fue tan intenso y puro como el primer orgasmo. Sus manos se empalmaban para poder entrar con fuerza en el cuerpo del otro. Las lenguas ya conocían el punto exacto de la convulsión. Los sudores acompasados gemían exorcizando toda cotidianidad. Ese exquisito bufet de fluidos marcaba la entrega, el re-morir, finalmente, el descanso.

La segunda noche, Felipe notó dos leves cicatrices en el cuello de Pedro. ¿Una mordida? Ni que fuera un vampiro, se rio. Pensó si serían de su último encuentro con Pablo. ¿Habrá estado con otro? Para no pecar de celoso --que como todo buen amante, lo era-- tampoco preguntó. Suspiró y se recostó sobre el pecho de su hombre.

“Quisiera recordar tu sudor y sangre fundidas en mis manos. Te miré a los ojos y supe que volverías a ella. Estabas irremediablemente condenado. Así como lo estoy yo, como lo estará Felipe”.

Felipe no quería regresar a la casa de Pedro. Estaba ansioso. Últimamente Pedro hablaba dormido. Era viernes santo y las calles estaban abandonadas. Además, habían pronosticado una vaguada. Siempre llueve en Semana Santa, pensó. Se hallaba inminentemente al borde de un ataque de nervios. Necesitaba saber qué había ocurrido con Pablo, el pintor ex amante de su Pedro. Llevaba tres noches soñando con él y con el anuncio de la tal Aura, que le había dado la misteriosa mujer a la salida del Butterfly.

Madame Aura… Interpretación de sueños. Magia. Veinte años de experiencia encontrando espíritus, leyendo el pasado y el futuro, consejos para enamorados. Conmigo recuperarás el amor y la sensualidad eterna… tel.

Aura vivía en una casa antigua de Miramar. Eso era parte de la magia para Felipe. Cuando se disponía a tocar la campana de la entrada, quedó asombrado ante la mujer que abrió la puerta. Aura sólo llevaba un vestido largo blanco de seda, sin ropa interior, que marcaba sus curvas, senos y sutilmente su pubis. No podía tener más de cuarenta años. “Te estaba esperando”. La voz y belleza de esa mujer le conjuraron una inesperada erección.

Felipe no recordaba haber reaccionado así ante un cuerpo femenino, excepto por la amordazada Victoria Abril en un film de Almodóvar. Algo, además, por aquella hermosa maestra de español. Sus compañeros de octavo grado contaban sus sueños y tocamientos pensando en ella. Sin embargo, Felipe sólo la encontraba guapa, algo exótica y divertida. Desde pequeñito quien le gustó fue el papá de su mejor amigo. Luego, ese mejor amigo se convirtió en su primera experiencia. Cuando hicieron el amor en la casita del árbol, Felipe se dio cuenta de que el objeto de su deseo los miraba desde la ventana. No dijo nada. Pudo ver a la distancia el movimiento del hombre, que se masturbaba mientras los observaba. Felipe sonrió. Era deseado por padre e hijo, con él, la loca inmaculada trinidad. Ya no había marcha atrás.

“¿Aura?”, dijo Felipe extendiendo su mano temblorosa hacia la de la mujer. “Entra”, le respondió ella, “no temas mirarme, sabía que llegarías. No temas al deseo. Siquiera a la muerte. Tan sólo témele a los vivos sumergidos en el miedo”. Felipe entró. Seducido por esa voz y la impresionante blancura de su piel, estaba desarmado. La mujer y la casa lo habían desnudado de sus recatos y de la apariencia inmutable que proyectaba siempre ante los extraños. En realidad, ya ni sabía lo que sentía.

Techos altos. Oscuridad. Un salón lleno de estatuas, figuras de porcelana; en especial, el cuadro de una Madonna que le llamó la atención. Su mirada penetrante parecía tener el brillo de ojos verdaderos, fascinante para un estudiante doctoral de Bellas Artes como él.

Aura se descalzó. Comenzó a organizar la mesa de madera: unos cofrecitos, un jarrón de porcelana, una copa de cristal con agua hasta la mitad una luz delicada que aparentaba salir de ésta. Felipe descubrió un tragaluz justo sobre la mesa. Aura estaba sentada a esa mesa. Le pareció que ella era un poco mayor que cuando lo recibió en la puerta. Lo llamaba con la mano. Según él se le acercaba, y la veía más joven.

“Aura, necesito su ayuda. Llevo tres noches soñando lo mismo. Estoy en casa con mi novio Pedro, ambos desnudos. Comemos pescado crudo, no sushi. Literalmente pescado crudo. Me lo da de comer en la boca. Luego hacemos el amor sobre un gran diván. Cuando lo miro de nuevo, ya no es él sino Pablo. Escucho unos susurros en voz de mujer. Me despierto asustado”.

“Sucede que Pablo desapareció hace unos meses. Dicen que se suicidó; otros que sencillamente abandonó a Pedro. Mi hombre es insoportablemente celoso. Uno de sus amigos hasta me dijo que Pablo volvió al clóset, y que lo vieron una noche con una mujer muy bella”.

“Anoche lo volví a soñar. Le conté a Pedro y se puso ansioso. Lo trató de disimular, pero sé cuando mi hombre está mal. Le di leche tibia y se durmió, pero no dormí nada. Recuerdo haber escuchado a Pedro hablar mientras dormía diciendo ‘el sexo y la sangre serán tu condena’”. Felipe dejó de hablar, sus palabras empapaban en lágrimas.

Aura le agarró la mano. Luego ella pasó sus dedos por el borde de la copa, recitándole: “Las voces te llevan a la verdad. Tú también me llevarás a revelar tu misterio o tu perversión. Felipe, tu sueño es la clave para descubrir algo que no puedes entender. Tu memoria aún es insuficiente. Hasta que no lo descubras, no alcanzarás la paz de tus sueños”. Felipe, contestó: “Ayúdame. Te lo suplico”. Aura le besó la frente.

“Gira tu cuerpo desnudo del delito, del agua y sus espíritus. De la muerte virgen. Tan sólo danza el delito del cuerpo, los secretos del hambre eterna. El alma del agua me ha hablado en las sombras”, recitaba Aura.

Felipe sintió la urgencia de desnudarse y danzar, mientras Aura lo ungía con aceites del jarrón de porcelana. Se sentía febril, deseoso. Se atrevió a desvestirla, sorprendido ante sus curvas, sus senos redondos en punta, su vello púbico le hipnotizaba de olores nuevos. Ahora ella lucía hermosamente veinteañera. “El agua del alma te habla de las sombras. Tu cuerpo de agua canta”, susurró Aura ya desnuda. “Soy tu reflejo en el agua”, contestaba él entre gemidos.

Lengua con lengua, piel a piel. Multiorgásmico, Felipe le lamía los senos, le acariciaba las curvas de la cintura, mientras Aura le besaba el cuello y le acariciaba la entrepierna. La piel suave de ella, el aroma a canela, luego a salitre, lo enloquecían. Su pene estaba tan duro que dolía. Ella se lo agarró para meterlo en su vagina, mientras le lamía el cuello. “Soy mucho más de lo que imaginas…”, le susurró Aura.

Su voz había cambiado, pero Felipe estaba excitado y su semen a punto de explotar. Juraba haber escuchado una voz masculina. Se vinieron de gemidos, de piel, fluidos. La fricción le enloquecía. Notó que Aura le mordía el cuello, gritó de placer hasta venirse por esa húmeda y caliente venida. En el momento del vértigo delirante, ella lo giró. Se acostó sobre su espalda. Felipe sentía el pubis de Aura sobre sus nalgas goteándole fluvis en comunión con su semen. El clítoris le acariciaba las nalgas y crecía tanto que comenzó a penetrarle. Felipe gritó de placer.

“Él lo hizo. Tienes que vengarme”. Era la voz y el cuerpo de Pablo sobre él, dentro de él. “Pedro supo que fuiste mi amante. Siempre te amaré, siempre amaremos a Aura. Le pertenecemos”. Felipe sonrió pensando en esa fantasía. Notó que Pablo convulsionaba y se venía en él como aquella noche antes de desaparecer. Nadie sabía que Felipe había tenido algunos encuentros casuales con aquel pintor.

Sintió otra fuerte mordida en el cuello, acompañada de un dolor placentero. Luego, comenzó a sentir de nuevo los senos, la piel suave de Aura deslizándose de su espalda hacia su lado sobre la mesa. Miró hacia el fondo. Creyó ver la figura espectral de Pablo huyendo por el pasillo, atravesando una puerta cerrada.

Rojo intenso, violeta, cobalto, celeste. Eran las gradaciones del destello terminando en blancuzco que salía de la copa de agua. Aura volvió a ponerse su vestido blanco, sonrió asintiendo a Felipe, mientras le extendía el jarrón de porcelana. “Echa siete gotas en su trago favorito. Es agua de vida. Así él te contará sus secretos cuando esté dormido. Regresa aquí durante tres jueves y al cuarto tendrás la revelación que buscas”. Felipe no contestó. Sólo asintió. Estaba relajado en la paz postcoital, también le surgió algo de temor por la extraña metamorfosis que le pareció haber presenciado. Abrió su billetera. Ella le hizo un gesto de que no le cobraría y le amarró al cuello un pañuelo negro de seda.

Felipe la besó suave y salió. De camino, paró a comprar una botella de vino. Recordaba confundido la pasión vivida con Aura, aún con el temblor en las rodillas. Le dolía el cuello, el trasero y el sexo, pero la ansiedad por llegar a Pedro le ayudaba a desenfocarse. ¿Cuál sería el secreto? Juraba haber visto la silueta de Pedro entrando a la habitación cerrada, sin abrir la puerta. No, las putas hormonas, el delirio de la venida.

La mesa estaba servida en casa de Pedro. Había puesto la vajilla fina. Esa que le había regalado su madre antes de morir, creyendo que algún día él tendría mujer y familia. Felipe sonrió ilusionado y entró rápido al baño para asearse. “Es tan romántico y sexi, que podría perdonarle todo”. Champán, frutas, todo un banquete sobre un mantel de satín. Al regresar a la sala, Pedro se le acercó silente, descorchó el espumante y lo besó. Bebieron dos copas. “Eres tan abundante como el milagro de los panes y los peces”, mientras se tocaban, se desvestían, se lamían hasta el último poro de la piel.

“Bébeme amor, hasta la última gota”, dijo Felipe. Según había indicado Aura, le echó el aceite en el vino, luego se puso unos toques sobre el pecho, el cuello, la entrepierna y en la punta del pene. Pedro, goloso, lo devoraba con deleite hasta dormirse poco después de la lechada compartida. Lo mismo sucedió los otros dos jueves siguientes.

“En realidad no planifiqué tu muerte. Me dio tanta rabia cuando te vi con el puto estudiante de arte, por eso planifiqué conquistártelo. Sabía que te encantaba su trasero y, claro, que te escribiera buenas reseñas de tus obras. Pero lo que en realidad me envenenó el alma, fue cuando te vi con ella. La sangre me ardía. Me traicionaste. Ella es perversa, bruja, la misma Lilith. Nos necesita para alimentarse. Tuve que liberar tu sangre, salvar tu alma”.

Felipe se asustó al escuchar a Pedro, que se arrancaba la ropa mientras dormía, hasta lacerarse la piel. Luces azules, moradas, rosáceas, finalmente todo negro. Felipe pensó en la tercera visita a Aura, sus conjuros, sexo, miedo, la fe que tenía en ella, y vertió todo el aceite que quedaba en el tarro sobre el pecho arañado de Pedro. La sangre desapareció; las cicatrices, incluso las del cuello se sellaron. El agua y sus almas se liberaban en el delirio del terror.

“Te vi acostándote también con Felipe, sabes que te había dicho que él sería mío. Nunca pude matarte, siempre vuelves a aparecer. Los vi acostándose a los tres, la puta bruja, a Felipe y a ti, Pablo”. Felipe vomitó al escuchar los balbuceos de Pedro. Corrió a la cocina y buscó un cuchillo.

Una y otra vez acuchilló y desgarró el cuerpo de Pedro. La sangre salía a borbotones. La sábana de satín nacarado, ahora se pintaba de tonalidades de tinto clarete oscureciéndose poco a poco. Pedro ya no respiraba. Observó su rostro, ahora tan tranquilo que aparentaba ser el de un adolescente y deseó besarlo. De repente, escuchó la voz de Aura que lo llamaba. Cuando se volteó, las heridas de Pedro habían sanado. Felipe se vistió y corrió.

Felipe corría, pensaba en la sangre. Corría, las almas en el agua. Corría, la muerte. Corría, Felipe tan sólo corría y corría. La pasión, los celos. Logró llegar a casa de Aura. La puerta se abrió sola. Entró casi desvanecido de su demencial maratón. Observó la sala iluminada de colores. Aura lo esperaba desnuda, extendiéndole una copa. “No hables, tuviste que hacerlo. Bebe, amor, bebe”.

Felipe cerró los ojos y bebió de un trago el agua de la copa. Comenzó a calmarse. Aura, necesito tu ayuda. Abrió los ojos. La luz se había apagado, pero una tenue luminosidad salía bajo aquella puerta que siempre permanecía cerrada. El joven caminó hacia ella. Finalmente pudo ver de cerca aquel cuadro antiguo de una Madonna, que tanto le había impactado.

No puede ser… Demasiado parecida a Aura, quizá cambiaba un poco la nariz, era algo más joven, los ojos verdes, pero el parecido era sorprendente. La firma era ilegible, junto al año 1887. Felipe siguió caminando hacia el cuarto, cada vez más liviano. Abrió la puerta y casi se heló del miedo, cuando vio lo que había en el cuarto.

¡Estás vivo! Pedro estaba allí, bajo una luz morada, con un cuerpo de hombre en posición de La Piedad, mientras repetía: “El mundo podría morir en mis manos por ti. Estás hermoso entre mis brazos, como el agua que escapa del alma hacia la luz”. Felipe intentó tocar en el hombro a Pedro, pero su mano lo atravesaba sin llegar a sentir la piel. Observó que Pedro sonreía y sus colmillos eran más largos de lo usual. Miró al hombre que yacía en los muslos y brazos de Pedro, y se vio a sí mismo, Felipe. Volvió a mirar y se dijo ¡Pablo! No, pensé ver a Pablo, pero ahora se parece a mí, soy yo…

“Mírate, mírame… Volveremos a nuestro origen, a nuestro sueño”. Felipe no entendía nada, tampoco sentía su cuerpo. Volteó hacia Pedro, pero éste se había transformado en estatua de cera, y quien tenía entre los brazos era a sí mismo, Felipe. Buscó con la vista a Aura, su voz salía de un reflejo del espejo o cuadro. No podía definirlo bien en la leve luz. El cuerpo de la mujer se revelaba, vio sangre en sus labios. Felipe, se tocó el cuello, tenía aún las marcas de sus mordidas. Se volteó hacia el espejo y pudo verse.

Felipe se miraba en el espejo. Esos ojos, la nariz, no era él ya, sino Pablo. En la confusión, Aura le susurraba al cuello palabras de amor. La miró. Ella no era Aura, sino la mujer del cuadro, joven, de ojos verdes. Ella lo besó, se besaron. Vio cómo sus colmillos crecían acercándose a él. Amado, volveremos a compartir nuestras almas como fue siempre, en todos nuestros tiempos, le succionó la sangre del cuello, hasta que el hombre se desmayó.

En unos minutos, él abrió los ojos. Trató de soltarse de la mujer, pero un cristal lo detenía. Vio a Aura o a la mujer del cuadro; al otro lado, vio la habitación a través del cristal. Ella le hablaba, pero ya no la entendía bien. “Sácame de aquí”, gritaba el joven golpeando la lámina de vidrio. “Soy Felipe, sácame”.

Al otro lado del espejo, la mujer le tiró un beso. Se secó la sangre de los labios. Luego, ella apagó la luz y le susurró las dulces palabras de su eternidad.

Somos sombras en el agua, en la noche de tus manos visitaré todos tus sueños…