VERANO DE 2018: PUERTO RICO

Crítica literaria
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altComemos sol.

Sol, algunos

tanto más que otros.

Martín Caparrós

… toma este calalú maravilloso…

Luis Palés Matos

I

A casi un año del 20 de septiembre de 2017. Junio. Vuelta a la isla posapocalíptica. Desde el avión, que entra por el noroeste atlántico, ruta de la diáspora, el paisaje, con pocos rectángulos azules sobre los techos, parece una mentira. Toldos tardíos de FEMA. Injuria. Por otro lado, abunda el verde de la naturaleza.

Quedan las heridas, por supuesto; llagas, pus y miles de muertos.

Política tardocolonial. Textualidad vieja. Cláusula territorial —los casos insulares— manufacturada en Harvard a principios del siglo XX. Agotamiento colonial, exacerbado hasta el hueso por el apogeo neoliberal.

 La realidad desborda el sistema.

II 

Del aeropuerto de Isla Verde, Carolina, a Quinta Baldwin, Bayamón (frontera con Guaynabo). En la recta final del tramo, entre Torrimar y Quinta Baldwin, estalla una oposición (¿cienciaficcional?): María (2017) vs la Junta de Control Fiscal (2016). 

¡Tánatos! Denominador común. 

Tensión vial; las intersecciones sin semáforos —junio y julio— promueven inadvertidamente, lo bueno de lo malo, la intersubjetividad pública. Reciprocidad. Eros. Cruces respetuosos de la sociabilidad en jaque (Foucault no era humanista). 

III 

Literatura. A partir de una novela, Simone (2011), la realidad posmariana de la isla sin semáforos interseca con la ficción premariana de la novela de Eduardo Lalo; a quien, en dirección hacia la Avenida Bolívar por la Avenida Fernández Juncos, se le ve pasar, el verano pasado, frente al Café Sidbou, restaurante dominicoarabe.

La dimensión geoculinaria de Simone, entre reposterías y cafeterías, entre restaurantes chinos y fondas criollas, entre la Avenida Ponce de León y la Barbosa, entre Río Piedras, el Viejo San Juan, Santurce, Guaynabo, Fajardo, Naguabo, Barceloneta, Arecibo, San German… ; esa gastrorealidad del pescado frito en Salinas y Cabo Rojo, del Sushi Bar y la heladería del Condado, de pinchos y cervezas, del arroz frito, del fast food, se mete en la realidad del verano posmariano, inundándolo de páginas que transitan por los corredores culinarios de la zona metropolitana, como la Avenida Esmeralda o San Patricio Plaza, tras una pizza con anchoas, egg rolls o un café con tostadas.

Leer, escribir y comer (y también “coger”) se cruzan en Simone: “Li [personaje chino], cuando no había mucha gente en el almuerzo, [ella] consumía grandes cantidades de lectura.” 

III 

Ante la presión literaria que ejerce la novela, el verano reclama su propia carnalidad culinaria; materialidad. No como rechazo a la imantación de Simone, sino como deferencia a su correteo entre restaurantes, fondas, reposterías y cafeterías. 

Puesta en escena. 

Ensayo; tanteo de una microcrónica gastrocéntrica que marque, frente al espejo de la literatura, su recorrido perecedero sobre el papel; entropía. Correteo cómplice con el de Simone y también con el del banquete que ofrece la crítica literaria, el análisis más gastrocéntrico, de Benjamín Torres Caballero: “Para comer en puertorriqueño: La función de la comida en la obra de Edgardo Rodríguez Juliá” (2007).

Análisis en el cual las crónicas fonderas de Rodríguez Juliá y, extrapolando, la ciencia ficción en español, comparten una exclusión equivalente: “la mayoría de los establecimientos donde se vende comida criolla, es decir, platillos del recetario puertorriqueño, no son restaurantes, sino fondas, friquitines y lechoneras, y por ende, escapan a la atención de los críticos, al igual que ciertas formas de literatura popular [como ha sido el caso de la ciencia ficción] pasan inadvertidas para la crítica académica consagrada y ‘seria’” (Torres Caballero). 

IV

Efecto Simone (literatura); de Quinta Baldwin a Piñones por la Avenida Isla Verde. Cruce inevitable con el libro de Torres Caballero, Para llegar a la Isla Verde de Edgardo Rodríguez Juliá (2007). ¡Tensión! Pasando el puente de Boca de Cangrejos, en el primer puesto a la derecha, Nana’s Place, contiguo al parque afrocéntrico tricolor (verde-amarillo-rojo), la ensalada de pulpo, un vasito de plástico de seis dólares, gana siempre. Bien troceado, jamás chicloso; siempre tierno y jugoso, como si fuera pulpa de una fruta carnosa. Ensalada de pulpo a la vinagreta, seguida de una alcapurria de jueyes y dos Medalla.

Nana’s Place; el único lugar en Piñones donde la ensalada de pulpo colinda con la antillanía de Arturo Schomburg, cuyo rostro, dibujado a la entrada del parque tricolor jamaiquino, nos mira cuando entramos. ¡Intersección! Antillanía que, en Arturo Schomburg: su trabajo cultural en el Caribe (2018), Miguel A. Virella Espinosa explora: “Como si fuese una estrella sacada de su órbita por la fuerza del campo gravitacional de otra galaxia, aun a la distancia… Schomburg levantó su antillanismo cultural hispanoparlante desde Nueva York. Antillanismo que demostraba con la búsqueda y promoción del talento cubano, puertorriqueño, haitiano y dominicano.”

V

De Piñones a la Calle McLeary en Ocean Park, el quesito con café de Kasalta supone también el encuentro virtual con Obama, cuya presencia en la panadería (2011), donde se comió un sándwich, ha sido eternizada con una placa por el dueño de Kasalta, para quien Obama era “un hombre encantador, sencillo… tiene un ángel. Sin duda lo tiene, por algo salió presidente.” 

Obama; una ecuación que devino, entre 2016 y 2017, cuerpo con dos cabezas para el archipiélago de Puerto Rico; la cabeza del demonio que nombra la Junta de Control Fiscal por un lado y por el otro, la del ángel liberador que conmuta la pena de Oscar López Rivera. 

Jano.

Entre el quesito y el café, llega otro personaje político a Kasalta; el excomisionado residente en Washington, desplazado por R. Rosselló en las primarias gubernativas, Pedro Pierluisi, cuya presencia, ¿será porque luce un poco hinchado o deformado?, no llama para nada la atención. Nadie se le acerca a saludarlo; él tampoco exige mayor reclamo. Pide comida para llevar como si fuera otro más. ¿Lo reconoce la señora cubana que lo atiende?

Al salir de Kasalta, igual que en un cuento de Yván Silén, sobre la mesa frente a la puerta de entrada y salida, un libro de tapas rosadas, A la mesa con Rubén Darío (2014) de Sergio Ramírez, puesto de culo, muestra el párrafo escrito por Edgardo Rodríguez Juliá, amigo de Sergio Ramírez, en la contratapa, que empieza con esta oración puntual: “A la mesa con Rubén Darío conjunta dos pasiones del poeta nicaragüense: la buena mesa y la crónica literarias.” 

VI 

De Quinta Baldwin a la Cueva del Chicken Inn en Hato Rey, por la Avenida Piñero, en un día opacado por los polvos del Sáhara. Desde el programa radial “Fuego cruzado,” la voz de Ignacio Rivera apuesta críticamente —¡excepción a la regla!— por la anexión total a USA of America. Pasando la Avenida de Diego, una de cuyas esquinas, como tantas otras de la Ponce de León y la Fernández Juncos, está desocupada, aparece a mano izquierda, ¡desde siempre!, la marca indeleble de un pasado que se resiste a la borradura temporal de la postmodernidad; esa casa pintada de blanco con el emblema anaranjado —el del sol— del partido que fundó en los años sesenta Roberto Sánchez Vilella: “Que el pueblo decida.” 

Desde fuera, La Cueva del Chicken Inn parece un restaurante destartalado, hecho de retazos mal puestos. Al entrar, sin embargo, surge otra realidad. Gana por un lado la literalidad; se trata, en efecto, de una cueva (al estilo granadino, según el bloguero Borincano). Por otro lado, desde los murales emblemáticos de la también pizzería del Chicken Inn, se entra de golpe al mundo de lo simbólico.

La primacía y unicidad de la pizza del Chicken Inn —su historia es demasiado conocida— no se cuestiona (no se dirá nada de la conexión con Raúl Juliá); el hecho de que sea la mejor pizza de la isla, tampoco se duda. Lo que sí vale la pena poner sobre la mesa, para una geopolítica de la pizza en las Américas, es esto: por su tamaño, la del Chicken Inn se aleja del modelo emblemático, sobre todo para los boricuas, de la pizza nuevayorquina, acercándose más, mucho más, al canon establecido por la pizza (pequeña) argentina.

Mestizaje. 

Desde lo simbólico, los murales del Chicken Inn, con sus escenas aflamencadas, provocan una colisión literaria (imaginaria) entre dos ensayos del patio; el criollista amulatado de Rodríguez Juliá, Campeche o los diablejos de la melancolía (1986)), y el afrocéntrico de José Luis González, El país de cuatro pisos (1972). 

VII

De Quinta Baldwin a Santurce, la literatura de Eduardo Lalo se cruza en una intersección sin semáforo de la Calle Labra. Esta vez, desde un ensayo breve: “Bayamón era una lluvia de realidad o, aún mejor, era el erotismo de lo que existía, de lo que éramos. Si alguien quería percatarse de la patente condición latinoamericana de Puerto Rico, solo tenía que pasar una tarde en esta ciudad, que por décadas incontables ha votado por alcaldes empeñados en la obtención de la estadidad para Puerto Rico” (“Bayamón,” 2018). 

De la Labra a la Avenida Bolívar por la Fernández Juncos, el ensayo de Lalo se intensifica:

“He aquí el retrato de las ciudades de Puerto Rico [Bayamón] luego de más de una década de depresión económica. Lo que alberga nuestra memoria ya no está. El pasado y el futuro han muerto y solamente perduran las ruinas del presente.”

Entropía tardocolonial. 

En la esquina de la Avenida Bolívar y la Ponce de León, a mano izquierda, la propuesta azul y blanca del Café Sidbou se desborda. Entre la comida árabe y la dominicocaribeña, gana lo criollo (saldo de cuenta sin violencia): ensalada de pulpo un día (tributo a Piñones), el otro, carne guisada con arroz, habichuelas y coditos. 

Sobre una de las mesas, queda un libro que parece acabado de manosear, El gas en fila (2017): “La fila [“kilométrica”] nos reenfocó en lo que somos: boricuas.” Libro que, como primera crónica escrita y fotográfica del huracán María, irradia su propio campo magnético. Testimonio del drama, un torrente intersubjetivo, micropolítico, desatado el 20 de septiembre de 2017: “La fila fue el primer acto de resistencia al embate del huracán que nos azotó. Hablar, conversar, tertuliar, pensar de forma individual y colectiva, se convirtió en el segundo acto de resistencia… El compartir la comida se convirtió en la Isla en un importante acto de resistencia ante los embates del huracán. Realmente hablando, fue la tercera apuesta que hizo el pueblo…” (Daniel Nina). 

VIII 

De Santurce a Quinta Baldwin; retorno a la megalópolis de Lalo: “Quizás desde hace muchos años Bayamón fue una equivocación de San Juan. El pueblo de extenso territorio, cercano y al oeste de la capital, estaba en el camino de su expansión. Era inevitable que las calles y edificaciones de ambas municipalidades se encontraran formando una continuidad de brea y cemento… y al igual ocurrió con Carolina y Guaynabo…” 

En la Avenida Lomas Verdes, al lado de la gasolinera Shell, entre Torrimar y la American Military Academy, la Panadería Lemy, donde hasta hace poco más de un año había un Burger King, aguanta boyantemente el azote de María; lo que hace posible disfrutar hoy del mejor tembleque de la megalópolis. Un postre que, como metáfora que es, hay que añadir al “Menú” (1942) de Luis Palés Matos”: “Mi restorán abierto en el camino / para ti, trashumante peregrino. / Comida limpia y varia / sin truco de epeciosa culinaria.” 

Y ello porque el tembleque de Lemy, a diferencia de los flanes de Rubén Dario que Palés elogia en “Menú,” “El Chef Rubén, cuyos soberbios flanes / delicia son de líricos gurmanes…”; el temblemque de Lemy tiene una virtud sobre todos los demás tembleques de la zona, incluidos el de Kasalta, la Ceiba y El Hipopotamo: la textura de una natilla. 

Pronto, la ecuación de la panadería Lemy se impone: sándwich cubano con jugo de piña Lotus, tembleque y café. 

IX 

De Quinta Baldwin a la Plaza del Mercado de Río Piedras; el cruce con Simone se repite, siempre con diferencia: “¿Cuántos años cruzando Río Piedras entre la plaza del mercado y las librerías? Hoy me fijo en la calle Monseñor Torres que nace a la entrada de la plaza, más allá de los vendedores de lotería y los quincalleros que erigen sus tiendas cada mañana, en el hormiguero de tamaño humano (por eso su crudeza, su extraordinaria carga de realidad) que es Río Piedras.” 

De la Avenida Lomas Verdes a Río Piedras, trazo largo, pasando frente a la Universidad Interamericana por la #1 y entrando al casco de la ciudad desde la #3; la novela de Lalo vuelve a incidir en la realidad del verano: “La inoperancia de las alcantarillas de Río Piedras era notoria. Al sentarme al volante, no tomé el camino más corto por la avenida Gándara, sino que permanecí en esas calles, haciendo un recorrido por el corral de autobuses, la Plaza del Mercado, la de la Convalecencia, por sólo ver cómo era la ciudad bajo la lluvia.” 

Almuerzo. Lo fortuito acontece frente al Colegio la Milagrosa de la Calle José de Diego: un estacionamiento disponible cerca de la Plaza del Mercado, desde el que se puede correr, sin mojarse mucho, para entrar a la Plaza por el banco e ir directamente al puesto de cocos fríos: condición sine que non para almorzar en la Plaza del Mercado. El recorrido entre los puestos de comida para seleccionar el plato del mediodía es más bien un hábito, que poco puede contener la imantación —siempre se impone— hacia el puesto que vende la serenata de bacalao con yuca, batatas, guineítos y papas. 

Cornucopia. 

X

De Quinta Baldwin a Fajardo por la #66. Pulsión hacia Julia de Burgos (desde el cementerio de Carolina). De Fajardo a Guayama por la #3, como en uno de los artículos de Rafael Rodríguez Cruz: “La verdadera gran inversión de capital industrial, sin embargo, ocurrió en las afueras de Guayama, en el área de la laguna de Jobos y Pozuelo. Nos referimos a la llegada de la Phillips Corporation y el inicio de la fase de predominio de las industrias químicas y petroquímicas transnacionales en el sureste.” O la novela de Marta Aponte Alsina, PR 3 Aguirre (2018): “¿Y los perniles, preguntaban los cazadores. Eso es de nosotros, lo de ustedes son las patas, para el sancocho, les contestaban.”

De Guayama a Cidra; en la Lechonera Los Amigos, al pie de la subida a Guavate, el mejor pernil con arroz y habichuelas acontece frente a una Medalla.

XI

De Quinta Baldwin al Viejo San Juan, en El Hamburger de la Avenida Muñoz Rivera, frente al Atlántico oscuro de la noche, boca de lobo, la textura de la hamburguesa boricua testimonia, otra vez, su marca de identidad. Criollización; saber y sabor.

De El Hamburger a Willie’s Pincho, en la frontera entre Guayabo y Bayamón; a un paso de Quinta Baldwin.

XII

Distancia; ruptura.

Entre la novela de Lalo, Simone, renuente a inscribir la puertorriqueñidad en un contexto tantas veces musical y melómano, y la realidad del verano en sus postrimerías, 11 de agosto, se abre a una grieta coyuntural. En el Centro de Servicios Municipales de Isla Verde, el 14to Festival del Jazz Internacional de Carolina, “Jazz entre amigos,” irrumpe.

Deleite que habría que describir en términos culinarios: ¡un banquete!