El mensaje de Roche

Crítica literaria
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altPero el título [You Have to See in Blue] lleva implícito el mensaje: por atezada que

sea la piel, la cultura, la autoridad y la ley son

las del ‘demonio de ojos azules,’ como lo habría llamado Malcom X.

Lucy R. Lipard

I Festival de Cine Internacional, Toledo, Ohio

Al final del documental salvadoreño de Tatiana Huezo, El lugar más pequeño (2012) —sobre la refundación de una comunidad rural, Cinquera, llevada a cabo por un grupo de campesinos que regresa a reconstituirla después de una guerra civil de 12 años (1980-92) que la dejó devastada—; al final, para cerrar con broche de oro el documental, escuchamos lo que dice una madre, que se ha quedado sola, sobre la hija de quince años que perdió en la guerra civil salvadoreña.

Algo que, por la manera en que enlaza lo humano con la naturaleza, no puede sino parecernos poético, como si fuera una cita del libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh (1550): “Maestro Gigante Relámpago es el primero. Huella del Relámpago es el segundo. Esplendor del Relámpago es el tercero: estos tres son los Espíritus del Cielo.”

Dice la madre salvadoreña herida, en un momento de muerte, pero ahora reconectada con el espíritu de su hija, dice ella que su hija guerrillera muerta, porque se ha convertido en luz para su madre, puede muy bien volver a Cinquera transformada en una de las muchas luciérnagas que inundan la noche del poblado, “el lugar más pequeño,” al noreste de El Salvador, “el pulgarcito de América.”

Tras un final poético como ese, desde la voz hermosa de una madre conectada con el espíritu de su hija, me llega un mensaje de texto de mi madre desde Puerto Rico: “murió Arnaldo Roche.”

II Reculo

La noticia me sacude.

Sábado, diecisiete de noviembre (hacia el final volveré a escribir esta fecha, pero con números). A las tres y media de la tarde, recibo en Toledo el mensaje de Roche, fallecido ese sábado tempranísimo en la mañana, algunas horas antes de que El Post Antillano publicara un ensayo, “Cartografía afroboricua: bibliofilia y negritud,” en el que trazo una relación entre el bibliófilo Arturo Alfonso Schomburg, el poeta Víctor Hernández Cruz y el artista Arnaldo Roche Rabell.

Roche muere el día en que se publica el artículo. Pero hay más (como se verá en la parte X).

III Primer contacto

En los años noventa, después de haber leído la literatura del cubano Severo Sarduy y como consecuencia de haberme contagiado el fervor por la pintura de Wifredo Lam que Sarduy referenciaba en su proyecto sobre el “neobarroco de la revolución,” Roche, tras haber ganado un premio importante, “Award in the Visual Arts 10, New York, NY (1990),” aparece cada vez más en las lecturas de arte latinoamericano a las que me había acostumbrado el diálogo con la obra de Sarduy.

Sobre todo, el cuadro emblemático de Roche, You Have to See in Blue (1986), me lo empiezo a encontrar en todos lados, como en la revista Latin American Art, en la carátula de la novela de Mayra Montero, Del rojo de tu sombra (1993), en la de la novela de Alejo Carpentier, Los pasos perdidos (1998); en el libro de Enrique García Gutiérrez, Arnaldo Roche. Los primeros diez años (1993), en el cual, clave, demasiado clave para mi comprensión del Roche que se hacía cada vez más grande, el crítico de arte se refiere a tres dimensiones medulares de este temprano universo rocheano: la “Odisea del Hombre-Isla,” “El iconógrafo: Jacob y el Ángel” y “El simulacro: Eros y Tánatos.”

Como si fueran pocos encuentros a lo largo de los años noventa, tan pronto empieza el nuevo milenio me doy de frente con Roche en una librería de Barcelona: El humor y la rabia. Cinco pintores contemporáneos de Estados Unidos (Fundació Caixa Catalunya, 2001).

IV Azul pintado de negro: Azabache (1989)

De los años noventa al principio del nuevo milenio (2003), me acostumbré a ver en You Have to See in Blue (1986) la síntesis de lo mejor que traía el huracán político de Roche sobre cuestiones etnorraciales.

Disfruté todas las veces que ese autorretrato racializado, rostro negro con ojos azules y dos helechos verdes sobre la frente, me invitaba a ver la modernidad, la historia de Puerto Rico, la de Estados Unidos, como un trámite asimétrico entre lo blanco y lo negro.

Disfruté por eso la crítica a la colonialidad del ser y del saber que planteaba el cuadro más famoso de Roche, You Have to See in Blue, el cual puse al centro de los muchos y cambiantes autorretratos que pueblan el torrente egocentrado, demasiado egocentrado, de Roche.

En alguna ocasión enlacé You Have to See in Blue con Las Twines (1998), instalación de Pepón Osorio.

En 2003, la imantación hacia el autorretrato emblemático de Roche sufrió un giro inesperado. De haber ocupado el centro de la pintura rocheana, You Have to See in Blue pasó a orbitar alrededor de otro autorretrato, Azabache (1989), el cual nunca había visto antes de leer, en el verano de 2003, el libro de Robert Carleton Hobbs: Arnaldo Roche-Rabell: The Uncommonwealth (1997).

Desde entonces, sin la mediación del helecho verde, a calzón quitado, rostro negro sobre fondo blanco y ojos azules, Azabache imanta para mí, ahora convertido en “ojo del huracán,” la crítica anticolonial y decolonial que exudan los autorretratos antirracistas de Roche.

¿Son siempre los últimos los primeros?

V KánSer

Muerte: cáncer de pulmón.

¿Fumaba Roche?

Inevitablemente, el cuento del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, Solo para fumadores (1987), se me tira encima como si fuera una enfermedad (lepra): “Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos.”

Humo.

Un día después de la muerte de Roche, el domingo dieciocho por la mañana, en Radio Isla, Rosanna Cerezo conversa con el Dr. Fernando Cabanillas, oncólogo, sobre su nuevo libro: Concejos de cabecera, prevenir y tratar: alimentos y vitaminas contra el cáncer (2018).

VI Fumar

De 1975 al año 2000 la historia de mi vida se lleva a cabo desde el humo del tabaco. En los cinco últimos años de esa época (1995-2000), la voracidad del vicio traspasó los límites de lo aceptable: cuando fumar mucho se transforma en una manera encubierta de matarse.

Autorretrato.

Del susto, tras una agonía inicial de dos años, entre el año 2000 y el 2017 me quité del cigarrillo, lo que me permitió ver tranquilamente Nicotina (2003), película protagonizada por el mexicano Diego Luna; pensar con miedo ajeno —¡temor a la muerte!— sobre lo mucho que fuma Paco Ignacio Taibo II; y leer La diva nicotina. Historia del tabaco (2003) de Iain Gately.

Al fondo del torbellino desintoxicante que padece el que deja el vicio —una turbulencia que he podido mitigar mediante la lectura de una novela costarricense, D. Juan de los manjares (2012) de Rafael Ángel Herra, en la cual uno de los personajes fuma cigarrillos imaginarios para no volver a fumar—; desde el ojo de ese huracán químico, tres fumadores cubanos giraban alrededor de una imagen contrapuntística del padre del tabaco cubano, Fernando Ortiz: Guillermo Cabrera Infante, Lezama Lima y Fidel Castro. Tres rostros que no me podía sacar de la cabeza, dando vueltas entre volutas, mientras el joven poeta dominicano Frank Báez, “En la Biblia no aparece nadie fumando,” jugaba con fuego:

“Pero qué tal si Dios o los que escribieron la Biblia

se olvidaron de agregar los cigarros

y en realidad todas esas figuras bíblicas

se pasaban el día entero fumando

al igual que en los cincuenta en que se podía fumar

en los aviones y hasta en la televisión.”

VII Espirales

Catastróficamente, a partir del 2017 he reanudado el trato con el tabaco, cuyo consumo, desde este verano (2018), ha ido aumentado significativamente, hasta el punto de volver a comprar cigarrillos con regularidad; lo cual, por supuesto, supone una situación preocupante (volver a fumar a los cincuenta y nueve años no parece una buena idea).

Me busco en los autorretratos de Roche; donde más espantado aparece el sujeto agónico, me veo.

De varios poemarios de Yván Silén llega todavía el humo.

No lo puedo creer: ¡HE VUELTO A FUMAR!

VIII Recuento

La mañana del diecisiete de noviembre en la que murió Roche, mi madre regresaba a su casa del hospital Auxilio Mutuo en Hato Rey, donde había pasado una noche reponiéndose del marcapaso que le implantaron el día anterior. Por la tarde, cuando yo estaba en el Festival de Cine Internacional de Toledo, mi madre me envía un mensaje de texto para decirme que le habían dado el alta. Inmediatamente después, envía otro más breve: “murió Arnaldo Roche.”

Del susto, la llamo por teléfono al final del documental salvadoreño El lugar más pequeño (2003), una película hermosa, delicadamente contrapuntística, que se vale de la fragmentación para multiplicar los pedazos de la pequeñez, lo que la hace grande, y que al final, se abre a la poesía de una madre en diálogo con la naturaleza de Cinquera –lo que hace al documental inmenso—; llamo por teléfono a mi madre con el cigarrillo en la boca, pero contesta mi hermana, y le pregunto de qué murió Roche.

Cáncer de pulmón, responde.

Pienso en el tributo que le rinde la poesía de Víctor Hernández Cruz a los tabaqueros boricuas que, como algunos miembros de su familia, marcaron la primera parte del siglo XX con su cultura de artesanos ilustrados, que, para mantenerse al tanto de lo que acontecía en el mundo de las letras y la política que los rodeaba, contrataban un lector que les leyera durante las horas de trabajo.

IX Comunicación

En esas circunstancias, bajo el efecto de la poesía mesoamericana que acababa de experimentar en el documental El lugar más pequeño, llega el mensaje de Roche.

Las manos me tiemblan.

No es que el artista puertorriqueño de 62 años, de cuya última gran exposición, Azul (2009), comentó Liliana Ramos Collado, “Cada autorretrato de Roche propone una asunción, en cuerpo propio, del terruño, por lo cual la destrucción de la tierra equivale a la destrucción del sujeto y a la enajenación de su vida y propiedad, como si fuera el expolio de los frutos de nuestra tierra” (“Bodegón con Teclado,” 2016); no es que Roche haya muerto para enviarle un mensaje al receptor que hoy lo comparte por escrito en esta crónica, sino que el mensaje de Roche me llega en clave: de una madre que recupera su propia vida a un hijo que, como quien dice, juega con la enfermedad y la muerte.

Tácitamente claro, el mensaje de Roche no podía ser otro: ¡DEJA DE FUMAR!

X ¿Felicidades?

No es un capricho, sino una sincronicidad poética (subterránea o subacuática): el sábado, 17 de noviembre (ahora se verá porqué uso números), cuando se publica en el Post Antillano el ensayo sobre Schomburg, Hernández Cruz y Roche, Arnaldo muere en la madrugada del cumpleaños del que escribe esta relación. Tres en uno: aniversario-muerte-ensayo.

¿Egopolítica de una sorpresa?

XI Recibido

A partir del domingo, dieciocho de noviembre, la puesta en práctica del mensaje de Roche se ha llevado a cabo al pie de la letra. Sin humo. Hoy se cumplen tres semanas.

La tensión que genera el cuerpo que pide nicotina, crispa; los pensamientos que la razón adicta produce para vencer la voluntad de una conciencia anclada en el mensaje de Roche —pensamientos como “Soy una persona esencialmente fumadora: a mí me gusta fumar”— , fracasan.

No cedo.

Esta crónica, me digo con tesón, no terminará como el cuento de Julio Ramón Rybeiro, Solo para fumadores: “Enciendo otro cigarrillo y me digo que ya es hora de poner punto final a este relato…”

Sin humo.

XII Fin

Muerte: cáncer de pulmón.

¿Fumaba Roche?