Nancy Debs o la tenacidad de la fragilidad

Crítica literaria
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altEl pensamiento… [e]s una expedición al silencio.

- Byung-Chul Han

La presencia de Raymond Carver se hace patente desde la primera oración de la primera página del primer cuento. De ahí en adelante, atraviesa el umbral de la cotidianidad que es todo menos pasajera e inconsecuente, y se convierte en un ejercicio de exploración sobre la tenacidad de la fragilidad y la fugacidad de la resiliencia. La fragilidad de las cosas (Isla Negra, 2018, Mención de Honor del Certamen de PEN de Puerto Rico Internacional 2017) de la escritora puertorriqueña Nancy Debs, es una colección de cuentos ensamblados mediante una brevedad premeditada, cargada de sorprendentes giros y códigos significantes, con una mirada no por sutil menos escalofriante de nuestra inhumanidad que dormita en nuestra memoria colectiva.

Regalándonos el privilegio de la visión de palco de la proverbial mosca en la pared (“como si mis ojos fueran un panal y cada hueco… fuese un ojo” – “La mosca”, pág. 15), Debs invita a incursionar en un mosaico de realidades (como esos folletos de turismo donde el planeta está conformado por pequeñas fotos de lugares disímiles y distantes) que atraviesa fronteras, clases sociales, protagonismos y anonimatos. Sus personajes exhiben, sin alardes ni pudores, la callada exuberancia de la pequeña victoria personal y la más asombrosa indiferencia ante la tragedia.

La vida de los personajes de estos veintitrés cuentos discurre paralelamente a la del lector y la voz narrativa se convierte en una ventana a un mundo en el cual cada relato parece ser un segmento de un corto metraje que se quedó en el cuarto de edición. La autora, con la paciencia de un monje medieval, parece haber rescatado cada pedazo de celuloide y los ha colocado en un álbum que documenta algunas de las emociones que más desafían nuestras preconcepciones sobre la naturaleza de ser humano.

Entre la aséptica indiferencia ante la muerte en “El club de lectura”, y la mordaz autocrítica de “#todossomoslacomay” y “Continuidad en las necrópolis”, el lector descubre que no está leyendo tanto cuentos imaginarios, como viñetas de sucesos ocultos ante la vista de todos los que no se hayan detenido a mirar, a escuchar, a descubrirse en los episodios de esa cotidianidad. “Raymond Carver narra lo que está sobre la línea; a los lectores nos toca encontrar la porción del témpano sumergida en el agua- “dice la autora a través del narrador en “El club de la lectura” y, alertado sobre la fórmula, concluye el lector.

“La mosca”, “Lección oportuna”, “Rigor Mortis”, “Los archivos de la muertos”, “Solución extrema” y “Barcelona” nos pasean frente a un catálogo de juegos mortuorios en los que los protagonistas sucumben a su mortalidad como quien se rinde ante un antagonista al que no le reconocen el poder de aniquilar una vida que ya se ha decidido carece de valor. El amor perdido resulta ser una especie de condena inescapable que los personajes han aceptado y solo anticipan la transición. Los niveles de consciencia de su propia desolación que parece escapar a los personajes provocan en el lector una especie de complicidad voyerista con la autora. Lejos de sentir alguna emoción de temor, pena o asco, al anticipar los fatídicos desenlaces, el lector termina mirando cada desenlace con el mismo distanciado desafecto con que se anticipa la conclusión de una película de la cual se conoce el final. En contrapartida al dolor o a la euforia que suele asociarse con el rito de pasaje, la muerte llega como el hecho fríamente natural, histórica y literariamente asociado con el golpe de guadaña que cercena cuerpos calientes y mentes despiertas por igual. La helada y, curiosamente, nostálgica soledad es la única vida más allá de la muerte. En “Conversación entre poetas muertos”, sin embargo, con fina ironía desnuda un prejuicio que parece ser tan imperecedero como la muerte misma y que, en “1938”, testimonia los inicios de la inmortalidad de la poeta en, tal vez, el más desechable de los medios: el periódico de ayer.

“El proveedor” un micro-cuento que obliga a releerlo hasta desatar el nudo en la garganta es la narración más conmovedora de la colección. La sutileza de la acción, que hace recordar a “Aurorita y sus muñecas” de Rosa Margarita Hernández, es un ejemplar ejercicio de concisión y discreción, Debs nos transporta a un mundo tan ajeno a nuestra cotidianidad aparte de los medios de comunicación masiva, que podría imaginarse en un campo de concentración nazi, un puerto de trasbordo en las costas de África o un puesto de frontera en Chiapas o Haití. El contraste entre la miseria humana y la solidaridad no requieren muchas palabras… solo basta con la imagen de una pequeña mano extendida, imaginada, sublimada en la memoria como una especie de reducción de esa fragilidad y solidaridad que denuncia sus opuestos.

En “Juan 811”, la autora reconstruye uno de los pasajes más conocidos de la Biblia. El breve pasaje de anticipable desenlace, no desprovisto de una ironía con visos de trampa emocional, presenta a una protagonista que se nos parece tanto, que podría ser cualquiera de nosotros. Si el lector cede a la curiosidad de buscar la referencia no podrá ignorar la tentación misógina con que se tentó al “hijo del hombre” en el Huerto de los Olivos. Con este ejercicio de provocación a buscar los orígenes de los mitos y su trascendencia en el presente, Debs pone en vigor la máxima de Carver de invitar “a los lectores [a] encontrar la porción del témpano sumergida en el agua” de la cotidianidad.

Hay tres cuentos que no podemos explorar como quien ve pasar un tren y se debate si va vacío o repleto de seres atormentados o felices de vuelta de sus más grandes temores. En “Todas las casas la casa” e “Hipoxia” la autora descorre las cortinas del pudor y revela una intimidad para la cual no se suele estar preparado. Nos obliga a mirar la miseria y el dolor desde la primera fila, como observadores partícipes incapaces de resistir identificarnos con los protagonistas. La orfandad de recursos parcialmente incomprensible para los niños, que aún pueden evadir la intuición de su mala fortuna comprime el pecho y exige desafiar el desapego carveriano y su impasible disección del alma humana. La mirada a otro substrato más de la incomprensible crueldad del Holocausto roba el aliento y fuerza a recobrarlo precisamente para enfrentar los tiempos que vivimos.

La fragilidad de las cosas es un espejo que cuando se reduce la luz permite ver a través a quienes nos miran desde el otro lado del cristal. El testimonio de lo que Debs observa desafía al lector a fijarse, a mirar más allá de las apariencias, a reconocer en el otro no meramente las superficiales semejanzas sino las estremecedoras diferencias que no nos son del todo desconocidas y que nos reta a que no nos resulten indiferentes.

En una carta a su esposa, Martin Heidegger confiesa “Quizá me toca a mí de manera más fuerte e inquietante que a otros [a entrar en lo no transitado] cuando lo presentido largamente ha de ser conducido al círculo de lo decible y, sin embargo, durante mucho tiempo lo dicho tiene que dejarse todavía en la soledad”. Nancy Debs ha escogido atravesar el umbral de la cotidianidad, relatar lo que subyace la realidad inmediata, lo que discurre sin llamar demasiado la atención, cobijado por una invisibilidad aparente, invitándonos a reconocernos en la soledad que compartimos con los que permanecen mudos. Sobrecogidos ante los más variados excesos de crueldad y las más liberadoras expresiones de ternura, nos reconocemos en sus personajes y nos afianzamos al anonimato como antídoto contra los sobresaltos de nuestras contradicciones.