La Permanencia en puerto de Vanessa Droz

Crítica literaria
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alt“La ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes”. Roland Barthes

Con fotos de Doel Vázquez Pérez, en una edición de lujo hecha por la autora, el poemario Permanencia en puerto, de Vanessa Droz, es una auténtica obra de arte del verbo y de la imagen. Este libro se presentó en el Museo de las Américas del Viejo San Juan y se hizo una exposición de las fotografías de Doel Vázquez Pérez con el auspicio de la Universidad Interamericana de Puerto Rico.

Ese puerto en el que permanece la hablante lírica es el de San Juan y la foto de portada con el detalle en rojo sangre de la lancha de pasajeros “La Pinta”, “que surcaba la bahía de San Juan entre Cataño y el Viejo San Juan antes de que fuera decomisada”, encierra el libro como una cobija y un lamento. En tamaño de 9 x 12 pulgadas se contienen en dos partes de espacios públicos y privados (“De la casa y el patio” y “Del puerto y el jardín”) unos 31 poemas y 47 fotografías conformando todo un universo poético y visual. Las fotos a color, y en un blanco y negro impecable, del gran fotógrafo Doel Vázquez Pérez, no ilustran necesariamente los poemas sino que los enmarcan en una dialéctica de verbo e imagen por medio de un proceso semiótico de observación de las líneas, los colores, las formas y lo que conforman, para pasar a la écfrasis, o descripción en palabras de la imagen, que hacen los versos de Vanessa Droz completando, dialogando, corrigiendo, fijando lo visual en la imagen poética. Como pide Barthes en el epígrafe de esta reseña: “la ciudad habla a sus habitantes”, y Vanessa escucha y ejecuta ese tango entre la palabra que se habla y la lente que mira y se regodea en las personas, la flora, la fauna y los objetos de la ciudad amurallada.

La hablante lírica no se casa con nadie y pese al lirismo nerudiano que anuncia el epígrafe del libro (“No me cierren los ojos/ aun después de muerto./ Los necesitaré para aprender,/ para mirar/ y comprender mi muerte”, 2) continúa la observación de la ciudad que había ensayado en su poemario anterior, Las cuatro estaciones: Suite caribeña (2016) que se presentó también en el Museo de las Américas del Viejo San Juan. En Permanencia en puerto hay un tono mucho más visceral contándonos la vida en ese puerto llamado San Juan con sus rincones menos turísticos y más humanos, en una ciudad donde se nace, se vive y se muere en una comunidad sanjuanera que piensa, siente y padece, pero también celebra. El poemario tiene un aire de paseo por las calles y las aceras saliendo de la casa a recorrer el puerto para observarlo y cifrarlo en la palabra. Así lo captó muy bien la gran escritora Ana Lydia Vega en el comentario de contraportada: “De la condensación fotográfica de la realidad y la exposición poética que detona da testimonio espléndido este libro”. Vega lee condensación y exposición como dos dinámicas del texto, y etiqueta muy bien el discurso poético como un “testimonio”.

“Candado”, el poema con el que abre el poemario, habla ya de “los dos mundos” que separan el adentro y el afuera de la casa: “Ese arete en oreja dormida,/ ajorca en atrapado lóbulo que aúlla,/ zarcillo que una deidad violenta/para abrir, blanco y negro dibujado,/ la casa donde el tiempo se detiene,/ donde siempre ha estado detenido” (7). La descripción neobarroca tan propia de la poesía de Droz se aprecia aquí en el verso concentrado de la descripción del candado de la foto (“ajorca en atrapado lóbulo que aúlla”) como si el candado fuera un “arete en oreja dormida”. La realidad se transforma y viaja de la imagen al verbo, de la lente a la palabra para captar cómo se detiene la pupila antes de enfocarse y atrapar unas líneas por medio de lo visual y lo verbal. Y así, a lo largo de todo Permanencia en puerto se dilucida el discurso de la ciudad que es “verdaderamente un lenguaje que habla a sus habitantes”, como pide Barthes.

El poema “Astrágalo para una calle” cuenta la desorientación de un temblor interno o real que ese “hueso del tarso” o “anillo del capitel”, o el astrágalo, la ayuda a mantener el equilibrio: “Juro que la calle se movía/ -pez que salta, danza pájaro que se sumerge-” (22) en medio de la conmoción de una puesta de sol (“Alguien ha ordenado apagar el sol”, 22) en una calle de San Juan, porque el blanco y negro de la foto de Doel Vázquez Pérez capta ese momento en que la luz desaparece. Y “A lo lejos, quizá tu figura/ (tu rostro ensangrentado,/ tu osamenta cabizbaja”) (22) va marcando el efecto en la hablante de esa “figura” cuyos “pies, a contraluz, sueltan sus plumas/ y empañan sus siluetas/ de los otros caminantes de la tarde” (22). El día muere y ella observa las formas que se difuminan en la foto donde los adoquines grises reverberan con los últimos rayos del sol. En un efecto de sci fi, la foto se hace imagen real y se recrea en el poema por medio de la palabra.

Uno de los mejores textos de esta serie es “Ceguera”, que denuncia los conflictos mundiales de Siria, los ultrajes de la iglesia católica, el abuso de los animales, y es una ceguera “en la que caben todas las despedidas, todas las palabras, las ficciones” (42), y las atrocidades (“esa mujer rohingya cuya bebé/ fue arrojada viva a la hoguera”, 42). Son esos “Paisajes tan hermosos que duelen” (43) de los que se habla en medio de la ceguera. Y en la foto de Doel Vázquez Pérez en blanco y negro se disipa una neblina sobre un yermo gris. Otro de los textos más conmovedores es el poema en prosa “Fogón con veladuras” donde la voz poética da testimonio de esos “lugares de mi país [donde] el humo es tintura de homicidios, de tortura, de delitos juveniles, de locura fermentada” (46), y pese a la violencia se vuelve al acto de alimentar: “En algunos fogones de mi país, el humo es señal de alimento y es asunto de domingos” (46). La foto que acompaña los versos presenta el fogón de un chinchorro de barrio en plena actividad con dos cocineras atareadas en la preparación de las frituras y una de ellas lleva una banderita de Puerto Rico en la camiseta, en el medio de la imagen, y los bacalaítos están escurriéndose a la extrema izquierda mientras el envase de mayoketchup con su cuchara reposa en el mostrador a la extrema derecha de la foto. Tres fuegos fatuos al medio y una palmera que se dibuja o se refleja apenas en la ventana abierta del fondo completan esta visión. La hablante lírica ha comenzado el poema llamándonos la atención acerca del acto de escribir: “Hablemos de esa tinta con la que podemos comenzar a escribir en nuestros ojos” (46) haciendo una llamada de atención a todo el proceso de escritura que se ha desarrollado en el libro, mirar y escribir: “esa tinta que vuela con la que podemos escribir si la atrapamos en el aire” (46).

“Soledad de la sal” es un poema en dos partes con una imagen desgarradora de una mujer en una silla de plástico frente al mar en medio de una playa llena de escombros: “Ella sabe de la soledad del mar” (36). La voz poética desglosa las posibilidades de la historia que provoca el hecho de que una mujer se siente a mirar el mar, sola y protegida del sol inclemente del trópico por una sombrilla, acompañada de su mascota (ese “perro que lame sus pies”, 36). La imagen de esta soledad de la sal es patética, pero a la vez reconfortante: “El mar no sabe de estas soledades./ Por eso viene todos los días/ con su sombrilla azul –cielo inerte y sin lluvia,/ cielo sin desembocadura de río-/ y con su galgo venido a menos…” (37). Este texto dialoga con el que da título al libro, “Permanencia en puerto” donde la hablante declara: “Mejor me quedo en puerto/ con la mirada puesta en el mar inexistente,/ con un corazón que no sé dónde colgar/ de tan exhausto/ tan penitente” (35). Como la mujer de “Soledad de la sal”, ella también opta por sentarse a mirar el mar permaneciendo en puerto.

El último poema, “Belleza del azar”, describe los caballitos pintados en una pica de fiesta patronal de pueblo. Y en ese juego se condensa toda la ciudad: “Todo el orbe se reduce/ a esa pequeña pista circular” (48). La foto muestra el movimiento de los caballitos de la pica, el número 12 se le adelanta al número 19, y en un factor de información incompleta no sabemos cuál va a ganar en este juego del azar circular que es la vida misma: “Largas distancias siempre en el mismo sitio” (48). Pero la poeta finalmente queda ensimismada y vencida ante la belleza del juego, los colores y toda la cosmovisión que convoca el azar: “Sujetos están a esa mano que rige las galaxias espirales,/ móviles como entusiasmados derviches ilusionados,/ afanados en su liviandad y su repetición,/ serviles a la vileza del azar, que no deja de ser bello” (49).