Julio Cortázar, siempre recordado [sobre todo cuando jugamos a la rayuela]

Cultura

(San Juan, 1:00 p.m.) El pasado 26 de agosto, se cumplieron 106 años del natalicio de Julio Cortázar, recuerdo la ocasión en que recorrí el cementerio de Montparnasse buscando su tumba que me costó mucho trabajo encontrar por no estar en una calle principal, como me había ocurrido con la tumba de Edith Piaf en Pere Lachaise. Recorrí las tumbas de Sartre, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Charles Baudelaire, Samuel Becket, Eugene Ionesco y César Vallejo pero no encontraba el sitio en que yacen los restos del autor de Rayuela junto a su adorada Carol Dunlop. Finalmente la encontré con la imagen de un cronopio sobre su lápida. Es una de esas tumbas donde los visitantes aman dejar huellas de su visita, ya se trate de dibujos de rayuelas, copas de vino o billetes de metro con dibujos.

Cees Nooteban, en “Tumbas de poetas y pensadores”, nos recuerda que “Quien le siguiera un poco la pista sabía que, antes de la muerte anunciada de su amiga Carol Dunlop en 1982, había emprendido con ella un largo viaje en automóvil, por la Autoroute du Soleil, de París a Marsella, en una especie de caravana Volkswagen que habían bautizado con el nombre de Fafnir. Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella. En la portada, un grupo de árboles de un verde chillón y una enorme señal azul con la P de parking, en la cuarta de cubierta los dos, delgados y serios. Ella está detrás de él, la mano derecha en su izquierda, la izquierda apoyada en el hombro izquierdo de él. El escritor está sentado en una silla de rafia y lleva un jersey de cuello alto, nuevo o recién planchado. Los dos miran hacia el objetivo de mi amigo Carlos Freire, un fotógrafo brasileño. Osita se llama ella en el libro, en el cual se cuenta dónde durmieron, dónde comieron, lo que comieron, hasta dónde llegaron, con quiénes se encontraron. El propio Cortázar se llama Lobo. Fue un viaje a la muerte, pero en las fotos esto no se percibe en absoluto. Aquí está él en un bosque, en uno de esos sorprendentes lugares de descanso, sentado en una elevación del terreno y escribiendo a máquina; ella, comiéndose dos helados, de frambuesa y pistacho, lo pone al lado. En la última foto del libro se les ve a los dos después de su llegada, "agotados, pero vencedores".

"Era -escribe Cortázar al final- un juego para una Osita y un Lobo, y lo fue durante treinta y tres maravillosos días." Sigue luego un epílogo de diciembre de 1982: "Lector, tal vez ya lo sabes: Julio, el Lobo, termina y ordena solo este libro, que fue vivido y escrito por la Osita y por él como un pianista toca una sonata, las manos unidas en una sola búsqueda de ritmo y melodía". Cuenta que, a su regreso, volvieron a su "vida militante" y viajaron a Nicaragua para tomar parte en la lucha de "ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad". Después volvieron a París, llenos de proyectos, se propusieron terminar el libro y ceder los derechos de autor al pueblo de Nicaragua. Dos meses después, ella partió para un viaje "donde yo no podía ya acompañarla, y el 2 de noviembre se me fue de entre las manos como un hilito de agua, sin aceptar que los demonios dijeran la última palabra, ella que tanto los había desafiado y combatido en estas páginas". En la última página aparece un tierno dibujo de una calle en las nubes, un autobús Volkswagen con alas y más arriba, en marcha hacia el sol y hacia las regiones celestiales superiores, algo que debe de ser un ángel.”

Ahora lo acompaña en Montparnasse, Carlos Fuentes, que decidió ser enterrado allí junto a sus hijos.

Algún día –Covid mediante- volveré a Montparnasse a la tumba de este maravilloso escritor cuyos libros ameritan ser releídos a menudo.