¿Para qué mejorar la colonia? […para después abolirla]

Cultura

(San Juan, 10:00 a.m.) Desde la invasión en 1898, la pregunta repetida ha sido: ¿cómo abolir la colonia?  Pero primero fue la duda. No era posible que la gran nación, baluarte de libertad y democracia,  viniera aquí a imponer su bota militar. Luego, la esperanza. Muy pronto seremos parte del concierto federativo de una república de repúblicas o una nación libre bajo su amable amparo.  Hostos no descartaba la anexión, luego de una asamblea constituyente y la consulta del pueblo. Barbosa añoraba la inmediata anexión sin discrimen racial. De Diego pidió la independencia con enmienda Platt o protectorado, como Cuba.  Muñoz Rivera deseaba cualquier estatus bajo su liderato. Fue don Rosendo Matienzo Cintrón en 1904 quien dio la respuesta contundente: “con las armas”. A su llamado, se unió el joven Luis Llorens Torres.
Temprano, a partir de 1901, el  Tribunal Supremo federal confirmó el control irrestricto del territorio. Es la doctrina vigente. El archipiélago  fue legítimamente conquistado. Todas las potencias lo hacen. No se quejen. Los habitantes gozan de algunos derechos fundamentales. Pero aclaran que no es parte de la nación, solo nos pertenece. No pidan tanto. Miren que es un pueblo de otra cultura, costumbres distintas y muy mal educado para comprender nuestras instituciones democráticas. Por eso no está incorporado. Por eso el Congreso lo gobierna sin promesas, ni obligaciones.
Las primeras décadas del siglo 20 fueron de consternación, protestas escrupulosas y esperanzas pacientes. Eran tiempos de mogollas, de raras coaliciones y pauperismo.  Mientras, nos quitaban todo o casi todo: la autonomía, la moneda, el mercado, la tierra, la bandera, los trenes, los libros, los cultivos, los gallos, La salud, las medicinas, las aguas, las montañas, los cielos y la marcha propia. Impusieron la forma de limpiar las chimeneas caseras, si algunas, y sus decretos. Pero no pudieron, aunque lo intentaron, quitarnos el idioma y la terquedad de ser nosotros mismos. Aún ellos son ellos y nosotros somos nosotros.
Los gobernadores norteamericanos advertían, apenas se bajaban del vapor surto en la bahía, que nadie osara decir, ante sus plenipotenciarias presencias, la palabra independencia.  Manifestaban, con el brillo de sus dentaduras, el enorme placer de ver a los niños en las escuelas saludar en inglés criollo a la bandera y celebrar las fiestas épicas de su nación.
Todo parecía suceder adecuadamente hasta que llegó don Pedro Albizu Campos. En 1925, desde una tribuna en la plaza de armas, lo cambio todo. El  tono de cordial protesta del nacionalismo pausado culminó aquella tarde memorable en el viejo San Juan. En adelante, el discurso patriótico diría las cosas por sus verdaderos nombres. A la dominación extranjera, don Pedro llamó tiranía y barbarie.
El choque entre las dos fuerzas desiguales era inevitable. Por un lado, el clamor libertario. El derecho a la independencia es inaplazable e incuestionable. Del otro lado, el imperio.
El titulo imperial sobre el territorio es irrevocable. La dominación se explica, amén del motivo económico, en la noción dilatada de la seguridad nacional. Desde 1812, Estados Unidos de Norteamérica concibe al mar Caribe como su patio trasero. Considera esta extensa frontera su zona más vulnerable.  Y por eso no arriesga su control absoluto e influencia total en esta parte del mundo.  Por eso no tolera ningún desafío, ni de aquí, ni de allá, ni de Cuba o Venezuela, ni de México o Nicaragua, ni de Alemania o Rusia. La gran guerra en Europa se acercaba inminente. Había que aplastar cualquier reto en el territorio caribeño.
El año 1937 determinó el resto de nuestra historia. Ese año EE.UU. demostró todo lo que podía torcer para mantener la colonia. Albizu fue encarcelado no por sus actos sino por sus palabras.  El castigo fue también un aviso patibulario. Cero tolerancias. Más vale la sumisión que la rebeldía. Luis Muñoz Marín entendió el mensaje. Tuvo entonces su anunciación angelical. Confirmó cuál era la mejor y única respuesta a aquella pregunta recurrente: eludirla. “El status no está en issue”.
Ungido por su abolengo, el dominio del idioma inglés y sus amigos en Washington, Muñoz Marín entró predestinado al escenario público. Se convirtió en su padre. Recuperó la clave de las buenas relaciones con la metrópoli. Solo le pides lo posible. Regresó al camino de la complacencia. Aprendió que el reto al imperio se paga con la cárcel, el ostracismo o la muerte. Vio lo conveniente de jugar el juego. Al fin y al cabo, todo es cuestión de matices del lenguaje. La colonia es un convenio de unión permanente. La patria es entelequia. El mercado, la moneda y la defensa no son impuestos, sino compartidos.
Todo marcharía bien, si fuera cierto. La patria exige su verdadero nombre. Después de la Segunda Guerra Mundial, el colonialismo perdió su legalidad precaria, si alguna vez la tuvo. La ola descolonizadora creo nuevas repúblicas por todos los rincones del planeta.  Ninguna pidió regresar al antiguo régimen. En la ONU se aprobaron en 1960 dos resoluciones que exigían la descolonización total.
Los tiempos le sugieren a Muñoz que podía pedir un poco más de lo posible. En 1959, junto a don Antonio Fernós Isern y el congresista Murray, don Luis se atrevió a rogarle al Congreso la culminación del ELA. Pidió el pleno gobierno propio, la inaplicabilidad de leyes federales y el control de la inmigración, del correo, de la sanidad marítima y de las aduanas. Reclamó la aclaración y definición precisa del convenio de asociación permanente. El Congreso rechazó con escarnios el ilusionado proyecto. Ellos ostentan, sin disimulos, la soberanía.
La pregunta acuciante es por qué Muñoz se conformó con el desprecio y se abstuvo de requerir el apoyo de su pueblo. Hubiera podido convocar la continuación de la  asamblea constituyente. No lo hizo. Se hubiera revelado públicamente la falsedad del ELA. Nunca hubo pacto alguno. El ELA es la concesión mezquina de un poco de gobierno local, un pasito muy corto después de 1898.
La respuesta es que las colonias no se mejoran. Se disfrazan o se toleran. Se retan o se ignoran. Solo terminan luego de reclamos extraordinarios. Los imperios son muy celosos con sus posesiones. Lo que con la guerra se gana, solo con la guerra se pierde.
Sin embargo, siempre nos queda la esperanza. Hay controles que pueden reducirse y espacios que permiten alguna flexibilidad. Es posible reducir las limitaciones que imponen las leyes de cabotaje, las cuales aumentan exageradamente el costo de las mercancías importadas y exportadas. Sería entonces posible que Puerto Rico pueda participar en tratados comerciales en el mar Caribe  o crear puertos de libre mercado.  Es posible la mayor protección a las industrias nativas, si la isla fuera liberada un poco de las restricciones del comercio interestatal. Se trata de medidas de autonomía aduanera, necesarias en estos tristes tiempos para nuestro desarrollo económico.
El mero experimento de pedir tales reformas al Congreso sería provocador. Digo, si queremos realmente abolir, a la larga, la colonia.