Ombrofobia

Caribe Imaginado

Hace unos meses descubrí que padezco de ombrofobia; eso me dijo el psicólogo. Con ironía le comenté: “Yo no tengo problemas con los hombres; ninguno de los que he conocido me provoca fobia. Es más, que nos haríamos sin los hombres.”

Cuando el médico escuchó mis palabras aguantó la risa y me preguntó si sabía el significado de la palabra ombrofobia. Le contesté que ombro me sonaba a hombre y fobia significaba temor. El psicólogo me aclaró que la ombrofobia es tener un miedo incontrolable a mojarse con la lluvia. Al escucharlo, me quedé pensativa y le mencioné: “Pero cómo puede ser eso posible. De niña me fascinaba correr en la lluvia.”

Entonces, dialogando con el doctor supe, que desarrollé la ombrofobia, cuando me mudé a vivir a la montaña donde llueve a diario. Al principio traté de tolerarla, pero la lluvia constante se tornó en un fastidio. Tener que levantarse bajo un fuerte aguacero, para salir del hogar antes de las seis de la mañana, resulta un martirio. Cuando mis amistades me dicen que aman la lluvia echo chispas por los ojos. Que a uno le guste la lluvia es aceptable; sin embargo, que donde vives caiga un diluvio todos los días, llega a tornarse en una situación insoportable.

En el preciso momento en que me mudé a la montaña la lluvia dejó de gustarme. Ahora, al oscurecerse el cielo y los aguaceros comienzan a caer, siento pánico de solo imaginar que puedo mojarme. Para llegar a mi casa tengo que cruzar dos quebradas que se convierten en ríos acaudalados con los fuertes aguaceros. Óiganlo bien, no soporto mojarme porque soy un ser de luz; me gusta que mi ropa y zapatos estén secos. Es horrible sentirse empapado y que no haya una toalla para secarse. Una mañana de lluvia estrepitosa, en que conducía hacia mi trabajo por la carretera PR-123, me encontré con un accidente terrible. Un camión que se había quedado sin frenos impactó el vehículo en el que viajaban dos jóvenes, que cayeron por un risco. Me bajé del carro porque la vía estaba intransitable. Recuerdo que la lluvia caía sobre todo mi cuerpo. Lo peor de todo fue observar los cuerpos sin vida de los dos muchachos. Desde ese terrible momento, cada vez que llueve de madrugada, me pongo ansiosa y no quiero guiar. Me espanta caer por un precipicio y gritar sin que nadie pueda escucharme. Eso fue lo que les sucedió a esos pobres adolescentes; estuvieron más de doce horas esperando porque alguien pudiera rescatarlos. Cuatro hombres cargaban los cuerpos en dos camillas, mientras el agua se escurría por sus dedos inertes. Para mí, fue traumático presenciar toda la escena que parecía sacada de un cuento de horror. Aunque han pasado muchos años de ese terrible suceso, lo rememoro cada vez que llueve.

Así pues, para completar mis males, pesares y angustias, ahora se sumó la ombrofobia. Por lo menos, me alegra saber que el término no tiene nada que ver con los hombres.