Botanocéntrico

Crítica literaria
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Aprovechó el tiempo para descansar y comer un poco

de casabe y guayabas maduras, bajo la sombra de los

árboles.

Hiram Lozada Pérez

 

Desde la agronomía, la literatura de René Marqués, como un relámpago, eflorece. Surge, del teatro, Un niño azul para esa sombra (1958); obra en la cual el árbol, un quenepo macho, padece el utilitarismo hegemónico de la modernidad-colonialidad —que no le perdona al quenepo macho, improductivo, demasiado improductivo, no generar quenepas—. 

La flora en la pintura de Arnaldo Roche-Rabell estalla. Sordo, el Mangle (1977) pictórico de Myrna Báez, una isla, se reafirma en su conectividad. Maelo, el sonero mayor, les canta a las rosas. El Yagrumo (1994) de Nick Quijano genera luz propia.

Llueven islas de magnitud poética en el poemario de Clemente Soto Vélez: Árboles (1955).

 

Entre tantas referencias a las plantas, la literatura de Edgardo Nieves Mieles eyacula flores: “un interminable rosario de rosas en miniatura. Miles. Rosas, más y más rosas. Un verdadero diluvio. Rosas rojas. Obscenamente rojas. Rojas rosas. Rosas rojas. Rosas. Miles y miles” (2012).

 

Del Parto musical (2010) en la pintura de Pablo Mercado —un piano de cola cargado de flora, frente a un azul oscuro y un pianista de verde— se oye un tono verdoso, demasiado clorofílico.


Notas de un teclado que suenan a hojas y frutos del país. Brotes agrosónicos que, más temprano que tarde, convergen con la poesía de Antonio Cabán Vale, El Topo: “Verde luz” (1966).

 

Desde Marruecos, la poesía diaspórica de Victor Hernández Cruz reclama el guayacán, árbol taíno con cuyas ramas su padre, campesino de Aguas Buenas, hacía su instrumento de trabajo, llamado garabato: “lo usaban los jíbaros / para separar la hierba / para meterle machetazos. / Es como un gancho / aspira a ser bastón / se utiliza para alcanzar frutas y aguacates […].

 

Intempestivamente, la poesía cuir de Carlos Vázquez, en “Cornucopia” (2014), inunda la página de agro:

 

mi caña, mi parcha, mi granadal

mi guanábana, mi guayaba, mi

uva playera, mi caimito, mi

cilantrillo, mi jengibre, mi sal

 

tu tamarindo, tu guineo, tu

almendra, tu quenepa, tu pajuil

tu mamey, tu jobo, tu perejil

tu anís, tu orégano, tu laurel, tú

 

aguacate      yo mango     tú habichuela

yo china        tú grosella     yo acerola

tú culantro     yo clavo        tú canela

 

tú mamey tú haba tú carambola

tú limón tú toronja tú ciruela

tú pepinillo    yo       caverna y cola.

 

Los libros, como el poemario de Áurea María Sotomayor, Rizomas (1994), cubren la biblioteca de verde; también la micronovela Los mejores placeres suelen ser verdes (2013) de Edgardo Nieves Mieles, y su micropoemario La felicidad es verde como el mugir de las vacas (2015/18). “Verde que te quiero verde” (1928, García Lorca). Clorofila literaria.

Desde la etnobotánica, con miras a dinamizar la realidad ecológica del archipiélago, María Benedetti rearticula, en Hasta los baños te curan (2007), el conocimiento ancestral de las plantas. Sabiduría que, volcada al molde de la poesía, Luis Pales Matos puso en los platos de su poemario “Menú” (1942) para curar al “peregrino trashumante” con el potens antillano: “tengo setas de nubes remojadas / […] / grandes setas cargadas / con vitamina eléctrica de rayo, / que dan a quien su tónico acumula / la elemental potencia de la mula.”

 

La literatura botaniza; el poemario más importante de la primera parte del siglo XX en la literatura puertorriqueña, Tuntún de pasa y grifería (1937/1950), se estructura según la figura de un árbol con tronco, ramas y flores, pero sin raíces…