El salón de anatomía

Crítica literaria
Typography
  • Smaller Small Medium Big Bigger
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

La primera vez que visité el salón de anatomía fue dos semanas después de haber iniciado el curso de disección del cuerpo humano. De primera intención, no fui aceptado para estudiar medicina. Sin embargo, tampoco me habían rechazado. Mi promedio general de la universidad apenas era de 2.75 y ese era el más bajo, ya que competía con otros que habían solicitado con 3.50, que a su vez era considerado un índice bajito para un estudiante de medicina. Recuerdo que hubo quienes me dijeron que yo era un atrevido. Les contesté que mi promedio no era alto porque, como electivas, tomé las materias más difíciles que se enseñaban en la universidad: química física, ecuaciones diferenciales, física atómica, física nuclear, embriología, histología, trigonometría y cálculo 1,2,3. Al mismo tiempo, combinaba electivas con las clases regulares para cumplir con el Bachillerato en Química.

Eso les impresionó mucho y que mi nota del examen de admisión fuera buena. No me rechazaron y me pusieron en una lista de alternos. Estos eran estudiantes sustitutos por si alguno de los admitidos se rajaba. Yo era el número nueve y como no sabía si me llamarían, solicité al programa de tecnología médica que se estudiaba en el mismo edificio.

Pasó la primera semana de clases y cinco de los futuros médicos se rajaron cuando vieron un cadáver. Decidieron estudiar otras cosas y algunos se inclinaron por las leyes, la ingeniería, la arquitectura. Tres fueron aceptados en escuelas estadounidenses. Ya se habían marchado ocho y yo era el noveno. La segunda semana acababa y debía coger el primer examen de tecnología médica. A su vez, los de medicina tomarían el primer examen de anatomía. La mañana del viernes de la segunda semana de clases, fui a desayunar temprano y me senté con varios

amigos de medicina que habían estudiado conmigo en Ciencia Naturales. Escuché que uno le comentó a otro: “se enteraron que fulano se enfermó del corazón y tiene que abandonar la escuela para someterse a un tratamiento especial”. De primera intención, no reaccioné, pero antes de terminar mi taza de café se me prendió el bombillo. Le pregunté a un amigo del alma, hoy el Dr. Rivas: “Estoy de alterno para medicina y escuché que un compañero va a dejar la escuela, tú crees que sería prudente que suba al decanato a preguntar qué va a suceder con ese espacio”. Él me contestó: “No lo pienses dos veces”.

Subí con mariposas en el estómago y entré a la oficina. Intenté hablar con una secretaria que estaba haciendo una llamada telefónica y me indicó que no podía atenderme. Sin embargo, hablé con otra que amablemente me preguntó: “Cómo lo puedo ayudar”. Nervioso, con las manos temblándome, le mencioné: “Me enteré que un estudiante de medicina va a dejar la escuela por cuestiones de salud ya que debe someterse a un tratamiento. Como estoy en la lista de medicina, quisiera saber si tengo alguna oportunidad”. Acto seguido me preguntó mi nombre y riéndose le comentó a la otra secretaria: “Lo estábamos llamando”. Ese fue uno de los momentos más felices de mi vida, tal vez superado por el momento en que recibí el diploma de Doctor en Medicina. Cuando el Dr. Pfiefer me llevó al salón donde estaban los demás estudiantes de medicina ocupé el asiento del alumno que se había marchado. Allí no disimulé mi alegría y mis amigos celebraron conmigo.

Las dos primeras clases, ya como estudiante de medicina, fueron microanatomía y anatomía gruesa que consiste en la disección de un cadáver. Éramos sesenta estudiantes y veinte cuerpos; nos tocó un cuerpo por cada tres estudiantes. Cuando entré al salón, mis compañeros estaban acomodados en fila en su mesa de

disección con los instrumentos al lado. El olor a formalina impregnaba el lugar y se pegaba a toda nuestra ropa. El primer día que entré al salón exploré cuerpo por cuerpo y los miré de pies a cabeza. Quedé impactado con la expresión de diecinueve rostros porque eran de horror como si su encuentro con la muerte hubiese sido algo terrible. El temor se apoderó de mí aunque lo disimulé. Había uno con una sonrisa en su cara de felicidad que era envidiable. Al contemplarlo pensé que morirse era un placer, una alegría. Quizás se burlaba de la muerte, como diciéndole: “Pendeja a mí tú no me asustas”. Desde ese momento, decidí que quiero tener ese rostro de alegría al morir. Cuando me enfermo, cojo un espejo y practico la sonrisa, por si acaso.