La otredad en Lucy, tú qué sabes de Daniel Torres

Crítica literaria
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Esta última entrega, la tercera de la dragalogía del autor, es una acelerada, entretenida y vertiginosa novela que se puede resumir de la siguiente manera: un viaje tragicómico de dragas que se dirigen a esparcir las cenizas de Aurelia, la Draga Madre, en el cementerio del Viejo San Juan; y las intrigas malditas que se suscitan entre ellas antes, durante y después del trayecto.

Fascinante la historia, pero igual de fascinante la construcción de esta. Para lograrlo, el autor hace uso de una piedra angular: un narrador omnisciente en segunda persona que cuenta las vivencias de Lucy, la protagonista y, según descubrimos, la destinataria interna a quien se dirige la historia. Y con esa narradora, se teje todo el relato con una variedad y multiplicidad de hilos conceptuales de los cuales hay una fibra principal que lo atraviesa: la otredad.

Así, desde la frase inicial del relato, “Cuando te montaste con la urna de las cenizas de Aurelia en el Uber…”, en segunda persona, se problematizan las identidades. El lector piensa que se le está hablando directamente y observando a la vez desde algún lugar. Pero, pronto se entera que es a Lucy a quien se le habla. Y entonces, a ella le pasa lo mismo que al lector: se ve sometida al conocimiento omnisciente de la voz narrativa —la que parece que sabe todo lo que aconteció (intrigas, luchas de poder, amoríos, ataques de cuernos, ilusiones y desilusiones)—; y en el entretejido juguetón de ficción y realidad, tiene que ir descubriendo quién es. Se puede decir entonces que Lucy, tú qué sabes es en realidad un viaje mágico de autodescubrimiento en el que protagonista y lector van entrelazados y bifurcados a la vez en los recuerdos y en la nostalgia, luchando por saber quiénes son y qué es lo que verdaderamente saben.

Dice San Pablo en 1 Corintios 13:12: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; más entonces nos veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido”. Inspirado por ese versículo, León Bloy, novelista francés y católico (como mi compueblano Daniel y este servidor, aunque en nuestro caso, desde la periferia queer) dice lo siguiente: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz”.

Luz, Lucy Labios, Lucy Lips: ¡Nadie sabe! Ni tú misma. Ni la narradora misma que te increpa con su Lucy, tú qué sabes; ni tampoco sus lectores, esa sucesiva nube de testigos con sus miradas torcidas de deseos, añoranzas, prejuicios y dolores. Por lo cual, Lucy, será en la hibridez que inexorablemente sigas existiendo tú con tus lectores y sus elusivas identidades.

Habiendo dicho eso, hay algo que sí podría identificar a Lucy, algo que parece certero: que es una guerrera. Y de las mejores, como diría Sun Tzu, porque ella no tiene nada que ver con la guerra, ni con pelear contra otros (contra tanta draga mala, mala, mala); su lucha es interna y su peor enemigo es su propia mente. Y ha sido así desde siempre, desde que se criaba en el Barrio Cañaboncito de Caguas en una familia religiosa “de

mantilla, rosario y misa” que jamás imaginó lo mucho que soñaba su adorado hijo con machos de pelo en pecho.

¿Qué más sabemos, quizás? Que, al dejar atrás su barrio, emprende un viaje que se podría caracterizar de heroína, porque va en busca de sí misma, iniciándose primero en la draguería en El Pájaro Azul y recorriendo después, bajo la tutela de Aurelia, La Gran Madama del Dulce de Coco, el mundo de la noche, de machos bellos y showcitos de dragas. Y en las oscuras y misteriosas experiencias de ese universo, logra redefinirse y desarrolla las fuerzas que necesita para enfrentarse a la vida, para luchar con dientes y uñas en guantes de seda, contra tanta draga mala (la Olvido, la Adela, la Caleba Mefista, la Fusteriana, entre otras), maléficas todas, y con las cuales, a pesar de sus conflictos, de sus bretes y escarceos (entre trajes, tacas y pelucas), finalmente encuentra, en esa Rogativa de Dragas, en los recuerdos de su Madre Aurelia, entre llantos y risas, su lugar en el mundo y la multiplicidad divergente, fragmentada y fascinante que es ella misma.

Ella, esa otra que, parafraseando a Borges, tuvo que idear otras cosas, y así su vida es, a fin de cuentas, una fuga, y todo lo pierde y todo es del olvido, o de la otra, la que va como un ave a la deriva, la que va por el mundo sin razón.