[Charleston en] “El terremoto de Charleston” de José Martí

Cultura

(San Juan, 9:00 a.m.) Un devastador terremoto sacudió la ciudad de Charleston un 31 de agosto de 1886 a las 9:50 PM, dejando unos sesenta fallecidos, casi el 80% de los edificios damnificados, los cables, represas y rieles del tren destruidos, y miles de pobladores sin viviendas.  Entre los fallecidos había un cubano habanero, José E. Ramos, de 74 años, residente de la calle Meeting, que llevaba 40 años en el país. 

Considerado uno de los más destructivos en la zona, mi interés por “El terremoto de Charleston” de José Martí, publicada en “La Nación” (Argentina), un mes y medio después (14 y 15 de octubre de 1886), es el resultado de una larga seducción por el tema, retroalimentada por mi actual residencia en la ciudad.  Su lectura en un curso de literatura hispanoamericana dejó una primera impactante imagen de Charleston. Luego, el contacto en un seminario graduado con “El terremoto de Lisboa” de Voltaire, sobre el Gran Terremoto de 1755, ocurrido un 1ero de noviembre, Día de Todos los Santos, acrecentó la curiosidad por aprender más sobre la naturaleza de los desastres, sus efectos e implicaciones éticas, sociales y políticas. A la nación de navegantes, un terremoto la privaba del rico legado de bibliotecas, palacios, arquitectura manuelina, así como de mapas y secretos de navegación que el país sigilosamente guardaba, marcando el fin de una era y el inicio de la ciudad de amplias avenidas y moderna que conocemos hoy.  Voltaire y Martí, en dos siglos distintos, singularizaban un sismo, su capacidad destructiva y su impacto global en dos ciudades: Lisboa y Charleston.  Ninguno había visitado las ciudades cuya destrucción inscribían literariamente. Y para algunos estudiosos, el inicio del periodismo en las Américas estaba vinculado a la impresión de una noticia, en forma de hojas volantes, como era  costumbre, por el primer tipógrafo en las Indias, Juan Pablos, en casa de Juan Cromberger, impresor, México, sobre  un terremoto ocurrido en septiembre de 1541 en el Reino de Nueva España: “La Relación del espantable terremoto que agora nuevamente ha acontecido en la ciudad de Guatimala es cosa de grande admiración y de grande exemplo para que todos nos comendemos de nuestros pecados y estemos aprescibidos para cuando dios fuerere servudi de nos llamar”.  

Residir en Charleston, ciudad puerto, puente comercial y cultural en una zona sísmica, bajo el nivel del mar y de regulares anuncios de tormentas, huracanes, tornados, es revivir la anticipación, la zozobra, o en el peor de los casos, padecer el sufrimiento de estragos, humanos y materiales.  El síndrome remite a los sentimientos vertidos en la popular plena “Temporal”.   De catástrofes y calamidades, naturales o humanos, empezando por el gran diluvio, y su lamentable legado de muertes, enfermedades, desplazamientos y sufrimientos, está constituida la historia, nutriendo el arte y la literatura.      

No es extraño que Martí escribiera sobre el terremoto de Charleston.  Su producción evidencia esa preocupación por los desastres, como las nevadas (” Invierno norteamericano”, “Nueva York bajo la nieve”), desbordamientos (“Las inundaciones de Ohio”, “Inundación en Francia y Alemania”) e incendios, en los bosques y en la ciudad.  Su crónica ameritaría enmarcarse en la tradición de literatura sobre fenómenos naturales que han alterado, modificado y marcado un antes y después, una literatura llamada de desastres o calamidades, que en el siglo dieciocho se denominaba catastrofismo.   Cada país comparte un repertorio de desastres que la imaginación inscribe para rememorar y dejar constancia de lo ocurrido, entender el cómo, detallar las consecuencias, y buscar explicación al porqué. En Chile, tal vez el país más sísmico del continente americano, el primer poeta chileno, don Pedro de Oña, en 1609 envió al Virrey del Perú la descripción de uno en su poema, Temblor de Lima. La recién experiencia post huracán “María” en Puerto Rico es buen ejemplo de la amplia, y variada producción creativa articulada en diversas disciplinas.    

Esta crónica, anterior a la consolidación del pensamiento maduro de Martí sobre el pasado, presente y futuro de los pueblos hispanoamericanos de “Nuestra América” (1891), y “Mi raza” (1893), ha suscitado críticas en torno al rol del corresponsal y testigo ocular de los hechos, sus fuentes, la representatividad de la población negra, entre muchos temas.  Ha posicionado Charleston y Carolina del Sur como centros académicos importantes en los estudios martianos.  Desde la Universidad de Carolina del Sur (Columbia), el Dr. Jorge Camacho, autor de importantes libros sobre Martí, en “Miedo negro, poder blanco en la Cuba colonial” (2015) estudia las intersecciones entre raza, el discurso cientificista de herencia de la época, y las ideas uniformistas de Emerson, mientras que en el College of Charleston, el Dr. Jorge Marbán, ya fallecido, examinó la prosa periodística de Martí.  Fue defensor de la integridad y prestigio del “venerado” Martí, acusado de plagio por el crítico, Dr. Robert Gerardi, quien, en 1982, advertía de ciertos errores fácticos sobre la ciudad, privilegiaba al “News and Courier” de Charleston como su fuente principal y cuestionaba su postura como testigo ocular cuando no conocía Martí la ciudad. Mientras algunos especulaban sobre posibles rotativos neoyorkinos como fuentes, el historiador Richard Cote, que residía en Charleston, avanzaba la teoría de que tal vez los cónsules de la Argentina en Charleston, Motte Alston Pringle o el de España, Nicanor López Chacón, pudieron haberle telegrafiado la noticia puesto que Martí había sido cónsul de Uruguay y de la Argentina en Nueva York. Sin embargo, el mismo Martí acredita en 1890 los reportajes que Henry Grady, amigo y columnista que admiraba mucho, publicara en el New York World del 1 al 9 de septiembre de 1886 como una de sus fuentes,  

Charleston goza de celebridad como una ciudad acogedora, destino histórico para los interesados en la guerra civil, las plantaciones de arroz, entrada al comercio de esclavos, pero también como centro turístico, gastronómico, de casamientos, recreación y entretenimiento. Un rasgo de la silueta paisajista de la “Ciudad santa” es la aparición de torres o campanarios de iglesias, que hoy compiten con los modernos hoteles, las terrazas bar, condominios y los paseos por el mercado central que reciben a los turistas y nuevos pobladores.  Uno de sus más antiguos templos, el metodista y episcopal Emanuel, en la central calle de Calhoun, fue cede de una masacre en la que nueve feligreses fueron tiroteados por un joven blanco el 17 de junio de 2015, disipándose momentáneamente la proyección de la ciudad de gentil convivencia sureña, de las artes, de anuales festivales, que poco a poco abre espacios a la diversidad étnica que la va ocupando.  

¿Qué cartografía de Charleston y que peculiaridades de sus habitantes capta e inscribe para el público lector hispano de fin de siglo diecinueve a través de sus fuentes?  Martí, empieza dibujando un apretado cuadro que singulariza los lugares icónicos que tradicionalmente asociamos a la ciudad. Luego, como en una caja china, las miradas y experiencias de otros (afroamericanos y socorristas) amplían desde sus miradas la visión de los habitantes y los daños, manifestando a su vez las relaciones entre los diversos grupos.  

La crónica es un cuadro intenso de observaciones, impresiones y dramatizaciones sorprendentes y metafóricas, infusas de sentencias, aforismos.  El comienzo, un gancho tan enérgico como asombroso, inquietante como cautivador, seduce al lector rápidamente: “Un terremoto ha destrozado la ciudad de Charleston: Ruina es hoy lo que ayer era flor”.  Las secuencias, terremoto-destrucción-ruina, y antítesis, muerte-vida, ruina-flor, como planos de una película, visualizan, alertan y advierten filosóficamente no solo sobre la fragilidad de la vida, sino de todo proyecto.

Primero focaliza un antes armónico, de equilibrio y un después de destrucción y caos. Segundo, detalla las consecuencias materiales, emocionales y psíquicas en la ciudad y población, seguido, tercero, de una reflexión sobre la causalidad, y cuarto, y final, celebra la vuelta a cierta normalidad, con esperanza y alegría, simbolizada en las risas de dos recién nacidos gemelos que comparten con su madre en medio de la desolación. 

Dentro de ese cuadro de devastación Martí inscribe cinco imágenes distintivas, que continúan todavía hoy asociándose al imaginario de la ciudad: “ciudad de acogida”, “pueblo apacible”, “lánguida concordia”, “poca ciencia e imaginación ardiente”, y de “jubileo religioso” 

En la configuración citadina Martí presta atención a su ubicación y periferia, áreas de influencia, posición, su planificación urbanística y la población. La describe panorámicamente elevándose del “agua arenosa de sus ríos” como un “cesto de frutas”, que se extiende en pueblos lindos, rodeados de bosques de magnolias, de naranjo y jardines. Su importancia histórica-económica la proyecta en el simbolismo de los lugares e instituciones que selecciona. Privilegiar el puerto es distinguir su importancia estratégica en el comercio internacional. A este “pueblo de buques”, que recibía y exportaba “algodón para Europa e India”, del que se omite su rol en el comercio de esclavos, le suma  el halago de haber recibido “con bondad a los viajeros infortunados de la barca Puig”, atributo por buen tiempo incomprensible, pero que ilustra el estilo amplificador de Martí para comunicarse con un público lector específico, que muestra  su profundo conocimiento de los asuntos políticos del continente americano y que le permite intercalar una denuncia de la falta de libertad de expresión y política, por ejemplo, en el Uruguay de 1875.  Ricardo Hernández Otero y Diego del Pozo (2019) aclaran la enigmática alusión, señalando que se trataba de un barco mercante catalán, comprado por el gobierno uruguayo (Transporte Nacional Puig) en calidad de buque de guerra para deportar a unos quince ciudadanos liberales, entre ellos políticos y directores de periódicos, críticos del entonces gobierno uruguayo para “sepultarlos en el fondo de un barco y lanzarlos en las aguas de Cuba”. Al negársele entrada a Cuba, siguen a Charleston, donde a los forzados viajeros se les recibe y proveen las condiciones para regresar.  Entre los infortunados estaba Agustín de Vedia, sobrino político del fundador de “La Nación” en Argentina, y por lo tanto primo de Bartolomé Mitre Y Vedia, director del periódico cuando Martí escribe sobre el terremoto.  

Gracias a Martí, la primera gran distinción para la ciudad es de reconocimiento por su condición de puerto hospitalario y de acogida a los afligidos políticos latinoamericanos, promocionando Charleston como destino de libertad, acogida, y de solidaridad para con los perseguidos.  

Los otros lugares son emblemáticos: el fuerte Sumter, por la guerra civil; la calle King por su comercio; la de Meeting, por sus hoteles lujosos.  Aprecia la arquitectura colonial.  Subraya su tropicalismo al señalar que “no se caen las hojas de los árboles”; que se mira al “mar desde los colgadizos vestidos de enredaderas”, que las calles “van derechas a los dos ríos”, y está formada por “residencias bellas”. La configuración de viviendas las distingue de las del norte por no estar pegadas “hombro con hombro” sino a distancia, contribuyendo a “la poesía y decoro de la vida”.  Dentro de esa representación destaca la buena disposición de la mano de obra de color.  La ornamentación que embellece las barandas apunta, es el resultado del trabajo matutino de “negras risueñas”.  Estima la existencia de una convivencia, endeble, pero armónica como otro rasgo definitorio de la ciudad.  Asegura que después de la guerra civil los blancos y negros viven en “lánguida concordia”.

La ciudad se representa, lógica y cuidadosamente maquillada, como un centro moderno, que goza de desarrollo, comercio, riqueza, técnica, trabajo, arte, poesía, belleza, todos estándares de una ciudad floreciente, próspera y progresista.   Pero esta visión de “ciudad apacible”, de “lánguida concordia”, bella, floreciente y armónica, posible modelo urbano de exportación, la descompone el terremoto: “Ocho millones de pesos rodaron en polvo en veinticinco segundos”.  Todo es ruina material (“las torres están por tierra”; “las casas son unas ruinas”). Toda “majestad”, grandeza, autoridad y superioridad sobre otros, rueda por el suelo.  Los pilares de la modernidad técnica y del progreso (ferrocarril, locomotoras) son devorados.  El cementerio cobra preeminencia.  El desastre introduce sus primeras consecuencias notables en la población, el horror, y la irracionalidad: “Se nota en todas las caras…que acaban de ver la muerte: la razón flota en jirones en torno a muchos rostros”.  Esa impactante imagen surrealista remite al espanto, terror y miedo de la gente. Las escenas que se suceden son muchas, conmovedoras y retratan las acciones desesperadas por escapar, huir, o sobrevivir.  

Los próximos calificativos asignados a la ciudad atemperan la inicial seducción de los lectores cosmopolitas y progresistas bonaerenses su puerto hospitalario, y pueblo de armónica convivencia y tranquilidad: “país de poca ciencia e imaginación ardiente” y “ciudad de jubileo religioso”.  Ambos captan la centralidad de la religión en la cultura sureña.  Martí remarca el cuantioso número de “gente devota” y la presencia excesiva de iglesias de diversas denominaciones, que en la visión positivista y progresista de la época se asocian a la falta de una formación científica. Los habitantes buscan en sus creencias explicación, resignación, o salvación.  Mientras Martí se muestra más empático con manifestaciones religiosas no eurocéntricas, aprovecha para desenmascarar la hipocresía, por ejemplo, de los pastores, a quienes tilda de “necios” por incendiar a la muchedumbre campesina con mensajes de ira.  Caricaturiza a aquellos que basan sus creencias en el castigo o miedo de Dios antes que el amor: el masón que sale despavorido de su iniciación, con el mandil todavía agarrado a la cintura o del indio cheroqui que venía de pegar a su mujer, y ante el temblor, se arrodilla jurando que jamás la volverá a maltratar. 

Ciudad de jubileo religioso” capta las pluri manifestaciones, rituales y expresiones religiosas, dando relieve a las del canto, los himnos, gritos, clamores, bailes y delirios.  Si la ausencia del negro en la visión idealizada de la ciudad es notable, después del terremoto ocupan primera plana.  Son los afroamericanos los que lideran la huida a los bosques, a donde los blancos le siguen. Son los que proveen liderazgo espiritual.  Martí avala sus contribuciones, dándoles superioridad moral.  Los describe como de gran “bondad nativa”, “varonil bravura”, lealtad, que en sus “pasiones” exhiben claridad, tenacidad, intensidad, que viven en íntima comunión con la naturaleza y en su manera de ser y pensar muestran algo de “sobrenatural y maravilloso”.   Su bondad y humildad le ennoblecen.  Denuncia que solo “los malvados” desfiguran su personalidad. Ni la esclavitud puede apagar el espíritu de una raza “heredado de su sangre”. Son la “raza comprimida” conectándoles con el África de sus antepasados.   Establece que “Trae cada raza al mundo su mandato, y hay que dejar la vía libre a cada raza.” Sus “lamentosos himnos” y “terribles danzas” son herencias ancestrales.   Y Martí, que los tipifica de acuerdo con las teorías de la herencia del momento, muestra respeto por sus manifestaciones religiosas, signadas por la espontaneidad y naturalidad, que se suman a su identificación con la Biblia y la imagen de un Jesús azotado y manso como ellos.  

El terremoto iguala y hermana. El espanto, el sufrimiento, y muerte acercan y unen a los hombres de orígenes y razas distintas, rompiendo las barreras de clase y raza: “blancos y negros en torno a la negra, cantan, levantan las manos al cielo”.  Los negros y sus antiguos señores duermen bajo la misma lona, o en tiendas improvisadas y comen del mismo “pan de lástima”. En el enfrentamiento con la adversidad y en la lucha por la sobrevivencia, afloran la solidaridad, la hermandad, coexistencia, generosidad y resiliencia como valores ejemplares.    

 Al ocuparse de la causalidad del “sacudimiento de la tierra” Martí, uno de los primeros en explicar los conceptos de réplica, deslizamiento interior de las placas tectónicas, y falla interior de la tierra, se deslinda de explicaciones religiosas. En su representación de la destrucción, no hay juicios, recriminaciones, ni intervenciones divinas ni mágicas, sino una declaración fría y calculada de que los terremotos, con todo su espantoso legado de dolores, “no son más que el ajuste del suelo visible… indispensable para el equilibrio de la creación”. La ciudad apacible, de lánguida concordia, de acogida, de innumerables templos y de una población heterogénea se esfuma y resucita porque en los desastres “Así sencillamente, tragando hombres y arrebatando sus casas como arrebata hojas el viento” se manifiesta “la majestad que conviene a los actos de creación y dolor de la Naturaleza”.