En las manos de salvajes

Política

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El colonialismo es una tragedia, una mancha en la historia de la humanidad. El objetivo de este sistema político es abolir las leyes naturales del comercio entre naciones. De esta forma los inversionistas metropolitanos no pagan el justo valor por lar riquezas que extraen del territorio ocupado.

Una colonia es primero y antes que nada, un negocio lucrativo. Lógicamente, el ordenamiento político que la metrópoli permite en su dominio, esté dirigido a proteger ese es¬quema de explotación. Bajo un “orden colonial” puede existir un gobierno local siempre y cuando sus instituciones carezcan del poder para transmutar este arreglo. Esta indigna situación prohíja la miseria y la degeneración social en el pueblo expoliado. Entonces, ¿Por qué siguen existiendo colonias? La respuesta se halla en las diversas aberraciones políticas que permiten prolongar indefinidamente el arrastre de este pesado yugo.

El colonialismo es como una enfermedad crónica. Análoga al alcoholismo, mata silenciosamente a su víctima, mientras éste se encuentra en medio de una euforia. El que la padece constantemente niega los estragos que le ocasiona en su cuerpo y su vida. De igual forma, no es hasta que un evento catastrófico los obliga a “tocar fondo” que admiten considerar apartarse del vicio. No obstante, en el umbral del colapso económico que inexorablemente ocasiona este sistema político, dos pilares de su estructura de poder facilitan al cantinero imperial prolongar la agonía de sus clientes, para seguir vendiéndoles su veneno. El primero es la prostitución de las funciones de los partidos políticos del territorio y el segundo la transformación de su prensa en un mero espectáculo mediático.

En una colonia el sistema electoral propicia el ascenso a los cargos públicos de las elites íntimamente relacionadas al sostenimiento del régimen. Esto se refleja operativamente en la imposibilidad de desterrar esquemas de “compra de influencias” de las normas sobre financiamiento de campañas. Este invisible renglón de costos mantiene el ambiente de negocios favorable para la potencia dominante. Como resultado de ello, en las colonias no existe com¬petencia real entre los partidos políticos. Estos últimos para sobrevivir, re¬nuncian a denunciar sus aspectos opresivos. Cualquier investigación que impugne la validez del sistema es vedada, mientras se proscribe la entrega de información pública. Este acomodo al régimen impide el funcionamiento racional del ascenso al poder dentro de sus nomenclaturas. En consecuencia, las jerarquías partidistas superiores tienden a estar plagadas de familiares y amigos. A veces, estas están interconectadas entre los distintos partidos en un cerrado círculo de nepotismo. Mientras tanto, el patronato y el clientelismo son las únicas formas de estabilidad para los rangos inferiores. Estas contradicciones impiden cobrar fuerza a la disidencia interna en cada uno. Al final, la clase política se convierte en una sola entidad social, más allá de banderas o ideologías, pendiente únicamente de su supervivencia.

Dentro de este apretado paradigma social, la prensa queda como rehén de un precario sistema económico y de una clase política corrupta. La iniquidad de esta situación se acentúa debido a que deben funcionar dentro de un orden legal impuesto desde el exterior. Privada de medios de comunicación auténticamente independientes, el periodismo de fiscalización se convierte en una mera apariencia. La competencia desleal entre medios por los escasos auspicios, favorece el ingreso a esas lides de una pléyade de personajes que fungen como analistas imparciales sin serlo. Los reporteros adoptan los métodos de sus colegas en la industria del entretenimiento. En estas condiciones, la potencia imperial aduce que su permanencia en el territorio obedece a la incapacidad de sus habitantes para gobernarse. Vale la pena preguntarse, ¿Quiénes son los verdaderos salvajes?