Sigo caminando desde un sábado. Esta vez el tránsito viene acompañado de un calor de fuego incendiario. Pienso en el vapor casi soportable de la casa y quisiera no haber salido. Por los costados y un poco antes y después y yo desde mi espacio móvil, nosotros, esta masa colectiva, andamos hacia el propósito de la visita al Paseo de Diego.

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Era difícil discernir entre ellas la muñeca. En ocasiones, la intensidad de la ausencia en los ojos de ambas llegaba a ser comparable. La primera, con sus largas piernas plásticas envueltas en satén, miraba hacia el horizonte fijamente desde la mesa de centro de la sala. La segunda, Mercedes, mi tía abuela, sentada sobre el sofá rojo, su torso jorobado tendiendo hacia la izquierda, concentraba también la mirada en un punto lejano. En aquella ocasión, dio cuenta de nuestra presencia tan solo después de haber recibido nuestro beso en su mejilla. Le preguntó a mi madre si había sabido de mi abuela y de mi padre, y cómo se encontraba la nena. “¿Cuál nena?”, le respondió mi madre. “La tuya”, agregó Mercedes. Me apresuré a asegurarle que era yo la nena de la cual indagaba, y ella, como en cámara lenta, luego de alinear su rostro con el mío, auscultó los iris de mis ojos en busca de una memoria trampolina.

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Solo escucho el aliento y mi fuego se va desierto.

Solo siento el murmullo y mi sueño huye desnudo.

Solo veo sus lágrimas y mil océanos hunden miradas.

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