La página de su cuaderno seguía en blanco. Todos los días era el mismo ritual; iba a su biblioteca, miraba entre los anaqueles y ojeaba los libros que descansaban sobre la madera de cedro. Repasaba sus títulos, el orden en que estaban colocados, sacaba uno del estante, lo olía, acariciaba, trataba de recordar dónde lo había comprado y luego, lo devolvía a su lugar. Siempre se detenía en uno en particular porque le atraía aquella edición francesa de 1913, donde se combinaban en la portada el color gris con un fino estampado de flores rojas. Flores de penitencia así se llamaba el texto que la atrapó desde aquella vez que lo vio en la Librería de Ávila en Buenos Aires. Recordó que el encuentro entre ambos no fue casual ya que ir a Buenos Aires y no entrar en una librería antigua, era como viajar a París y no subir a la Torre Eiffel. Por lo menos, así lo creía ella.  Insistía que ir a Buenos Aires y no asistir a una obra teatral, era lo mismo que estar en Broadway y pasar de largo sin mirar sus teatros. Por eso, la noche anterior a ir de librerías, decidió entrar al Teatro Ópera en la Avenida Corrientes para disfrutar de una obra. Aunque suene absurdo, fue en Buenos Aires que vio el musical Los miserables.

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Ercalú Notovsky era un experto en planificación urbana computadorizada y tenía a su cargo, muy merecidamente, la encomienda de diseñar la destrucción de las antiguas zonas residenciales, ya obsoletas por el exceso poblacional, así como de la construcción de los nuevos complejos de vivienda horizontal y carreteras multipisos que prometían resolver un poco el desmesurado hacinamiento citadino.

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Tras la muerte de la joven hija de una amiga se cuestionó ¿cuál había sido el detonante que la llevó a tomar esa fatal decisión con apenas diecinueve años? A esa edad se supone que uno es feliz y no tiene problemas. A esa edad se comparte con amistades, se trazan metas, uno se enamora y desenamora fácilmente. A esa edad no hay tiempo para pensar en la muerte porque simplemente se vive. Pero ese no fue el caso de la hija de su amiga a quien quería como si fuera suya.

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“El hambre es violencia. Es una jauría de perros salvajes

que todos los años devora a tres millones de niños.

El aborto clandestino es violencia. Es una jauría de perros salvajes

que todos los años devora setenta mil mujeres.

La pederastia es violencia. Es una jauría de perros salvajes

que todos los años devora a miles de niños.

Eddie

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El 21 y 22 de julio de 2021, se celebra en la Ciudad de Guatemala virtualmente, el IV Congreso Internacional Nuevo Reencuentro con Enrique Gómez Carrillo y su obra, auspiciado por la Universidad Mesoamericana y la Asociación Enrique Gómez Carrillo, ambas con sede en el país centroamericano.

Enrique Gómez Carrillo fue un escritor que nació en Guatemala el 27 de febrero de 1873, y murió en París el 29 de noviembre de 1927, con apenas cincuenta y cuatro años. Es autor de una vasta obra literaria que sobrepasa los ochenta libros. Murió muy joven, pero vivió intensamente la bohemia parisina y la línea decadente, dentro del movimiento literario conocido como el Modernismo. Apenas tenía veintidós años cuando comencé, en 1986, mis estudios de maestría en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico. En el 1987, me matriculé en el curso Literatura Guatemalteca del Siglo XX, dictado por el Dr. Ramón Luis Acevedo, y fue así, que conocí algunas crónicas de Enrique Gómez Carrillo, un total desconocido para mí. El doctor Ramón Luis Acevedo, había sido profesor visitante en la Universidad de San Carlos (la USAC) en Guatemala, invitado por su amigo el académico y gran crítico literario guatemalteco, el Dr. Francisco Albizúrez Palma (1935-2014) q.e.p.d. De esa amistad, surgió la idea de dictar cursos graduados en la Universidad de Puerto Rico, sobre la literatura centroamericana.

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Por el momento, lo importante aquí es entender  
que nuestra identidad [boricua] como pueblo proviene de  
una memoria colectiva que compartimos con otras  
islas del Caribe. 
Arelis Valentín 
 
No se pude tomar la sopa de la democracia con 
el tenedor de la división. 
Jean-Bertrand Aristide 
 
Y parece que fue ayer que Don Pedro [Albizu Campos] se quitó el 
sombrero ante las estatuas de Dessalines  y Loverture en el 
Campo de Marte haitiano. 
Ana Lydia Vega 
 

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Ese era el nombre de la gata que llegó a la casona familiar hace cincuenta años. Un animal sigiloso, de colores brillantes y ojos verdes. Mi abuelo se encariñó con ella a tal extremo que olvidó que, a mi abuela, no le gustaban los gatos. Él, una vez llegaba de trabajar, se daba un baño, cambiaba de ropa y salía a llamarla. Su voz resuena en mis oídos al unísono cuando repetía: Mifufa, Mifufa, Mifufa. La gata sabía que era la hora de alimentarla. Llegaba cabizbaja al encuentro, con una humildad cuasi humana. Yo la miraba desde la puerta de la cocina, pero no me acercaba, porque como ya dije, a mi abuela los felinos no le atraían.

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