La Caperucita Roja no es tan inocente como aparenta. La abuela le echó un sortilegio, para protegerla del feroz lobo, que quería atacarla. Pero, el mamífero, no contaba con que la traviesa Caperucita, rompió el hechizo que su abuela le hizo para protegerla de todo mal.

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Un día el gato Milkha llegó maullando a la casa.

Se acercó muy cuidadoso y me invitó a acariciarlo.

Amo a los gatos y me di cuenta que a este minino

le hacía mucha falta comer, pues estaba muy flaco.

Solo tenía su piel y sus huesos y un poco de miedo…

Pobre Milkha, mi gato, porque él me adoptó.

Le dije que en casa nunca había leche porque

nací alérgica a ella y como si supiera, maulló con coraje.

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Soy el uno, el que suma dividendos

de los ismos endeudados

y en mi cuna de oro no cuenta la heredad del 99,

ni su mesa, ni su alterada semilla de mostaza.

Sus caminos pobres yacen

en libros soñadores de frutos mágicos

y noches de amantes imantados

en fiestas de gatos simbióticos.

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Estos son los primeros rayitos de sol tomados desde mi balcón esta mañana como a las 7:30 am. Llevo semanas tratando de capturar un amanecer puro y las nubes no me lo permiten. Es el invierno veraneado de mi Puerto Rico que hace que nos despertemos más tarde y que muchas personas asocien las celebraciones navideñas con un estado anímico particular y algunos hasta se depriman.

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En memoria de Domingo Ernesto

(Piro) Mantilla

y Roberto Rohena

“Nunca se supo quien fue su madre

porque la ingrata la abandonó

una viejita lo vio en la calle

y con cariño lo recogió.”

(Canción “El escapulario”, Roberto Roena y su Apollo Sound)

Crecí escuchando y bailando salsa. Con apenas doce años, me colaba en los bailes, porque acompañaba a mis hermanas y sus amigas, a las fiestas patronales de todos los pueblos sureños, para ver tocar a nuestras orquestas preferidas. Apenas era una preadolescente y junto a ellas, no dejábamos recoveco sin recorrer, para escuchar a los mejores exponentes de la salsa gorda. En la década de los ’80, no me perdía ni un baile de muñecas. Eso sí, Mamy Naty me dejaba ir, siempre y cuando cumpliera con unas reglas: “no puedes maquillarte, no puedes bailar boleros y mucho menos, bailar con quienes usaran tenis.” A mis cincuenta y siete años, no comprendo lo de los tenis. No obstante, ella hacía una excepción con dos buenos amigos, que siempre llevaban puestos sus tenis converse blancos. Con ellos dos sí podía bailar porque visitaban nuestra casa y ella los conocía.

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A mis estudiantes

Los primeros años de mi vida era mi abuela quien me criaba pues mis padres y mi abuelo trabajaban. De ella aprendí que el temor de Dios era el principio de la convivencia en armonía con los seres humanos que me rodeaban. Amarás a tu prójimo, no mentirás, no robarás, el resto de los mandamientos y las parábolas y sermones de Cristo, por no dejar de mencionar los salmos y los proverbios que eran su prédica de mujer sabia.

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