“Con sed de prohibida”: los quitapesares de Sor Juana

Creativo


Al Maestro Gabriel García Márquez,

Hacedor de sortilegios y del asombro de leer,

In memoriam.

By morning he looked like a man who had fallen into a twenty-color print

press and been squeezed out, all bright and picturesque.


Ray Bradbury, “The Illustrated Man”

“…su quitapesares era su librería, donde se entraba a consolar con cuatro mil amigos, que tantos eran los libros de que la compuso…” [1] Con estas palabras, el Padre Calleja, S.J., amigo por correspondencia de Sor Juana Inés de la Cruz y su primer biógrafo, describe en la “Aprobación” de Fama y obras póstumas del año 1700 [2], la biblioteca de su amiga y la relación tan cercana de ésta con sus libros. En el Diccionario de la Real Academia Española, el término “quitapesares” es definido, como claramente sugieren las dos palabras que lo componen, “quitar” y “pesares”, de la siguiente manera: “Consuelo o alivio en la pena”.

Como lo testifica la propia Sor Juana, en la Respuesta a Sor Filotea, en cierta ocasión, le prohibió el estudio una madre superiora. En consecuencia, Sor Juana se enfermó y como refiere Calleja en la “Aprobación”, esto fue así a tal extremo que cuando se le permitió volver a sus libros, para aliviarla de su aflicción, lo hizo “con sed de prohibida”. Esta anécdota de la Fénix de Nepantla, suscita la siguiente interrogante: ¿En qué radica el poder de los libros para dar consuelo o alivio en la pena, o sea, para “quitar pesares”?

Esta inveterada relación entre los libros y el alivio que, ante la pena, pueden llegar a dispensar al género humano, puede, a mi ver, pensarse de dos maneras. Sospecho que, por un lado, remite a una relación de continuidad entre cuerpo humano y cuerpo del texto. Por otro lado, me parece que hunde sus raíces en una cuestión filosófica, que tiene que ver con la búsqueda de alivio o consuelo ante el hecho inevitable de la muerte.

El cuento “The Illustrated Man”, de Ray Bradbury, aborda precisamente la cuestión de la relación cuerpo humano-cuerpo del texto, o del cuerpo humano como texto. Nos presenta, como se ve en el epígrafe de este ensayo, a un protagonista con el cuerpo transido de tatuajes. La alegoría del “hombre ilustrado” de Bradbury presenta un fascinante paralelo con la escritura cuneiforme. Como una tablilla de arcilla blanda, el cuerpo de este hombre se encuentra inscrito por tatuajes que no distan mucho de dicha escritura realizada con cuña. [3] Si bien sus tatuajes se encuentran muy lejos de proporcionarle consuelo, sino que, más bien, lo atormentan pues cobran vida durante la noche, este relato ilustra vivamente lo intrincado de la relación cuerpo humano-texto.

Cada vez que agarramos, abrazamos, doblamos, marcamos, manoseamos un libro, como parte del proceso de lectura, se acentúa esa continuidad entre cuerpo y texto. El brazo, con todo y la mano que sostiene al libro, guarda semejanzas con las ramas del árbol del que se sacó el papel. La textura de la piel que acaricia la página, que se pasa con la punta de los dedos, no es tan diferente de la textura del papel en dicha página. Piel y papel son tejidos porosos capaces de absorber la tinta. En esa continuidad entre cuerpo y texto radica el consuelo de saber que no estamos solos, de que nuestro cuerpo es capaz de prolongarse en un empalme de tejidos (piel y papel), que nos absorbe. [4] Piel y papel hacen entonces las veces de parchos en el edredón (en su connotación inglesa de quilt) o sábana de la existencia.

La segunda dimensión a la que remite la relación entre los libros y el consuelo que proveen, obsede la materialidad del libro, a fin de adentrarse en el plano de las ideas transcritas y su habilidad para conmutar nuestra pena de morir. Así sucede con Scheherazade, que transforma su propio cuerpo en hilo que hilvana la materialidad textual de los relatos concatenados y diferidos, que logran salvar su vida en el espacio de mil y una noches. Scheherazade cuenta o cuentea para diferir la muerte que la acecha. Scheherazade, lo que es más, fusiona el tejido del texto oral que cuenta con el tejido de su lengua, materializándose ella misma en lo que cuenta. Cuenteando, Scheherazade conmuta su pena de muerte. A su vez, Sor Juana, enferma de amor por los libros que no le dejan leer, retorna finalmente a ellos “con su sed de prohibida”, lista para saciar su vértigo de vivir, y por ende, para no morir, con su lectura de polímata empedernida. La monja lee vorazmente y al hacerlo, conmuta su pena de muerte, por medio del acto de la lectura. Renace, así, de las cenizas de su furor de saber y de no saberse sola.

Decía el recientemente fenecido “Alquimista de Macondo”, Gabriel García Márquez: “Escribo para que [los lectores] quieran más” [5]. El caso de Sor Juana ofrece el reverso de dicha ecuación: para ella, la lectura se vuelve vía y medio para “querer(se) más”. Esta idea se relaciona con la pregunta retórica de García Márquez, en uno de sus talleres de guiones, en San Antonio de los Baños, en Cuba: “¿Qué clase de misterio es ese que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar y que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?” [6] Esa manía obsesiva de contar puede constatarse en Scheherazade que, como Aracne, entreteje historias, que lleva la cuenta del tiempo con su incesante cuentear, que cuenta para seguir contando, tanto en el sentido de narrar como en el de hacer constar su presencia.

Si, lacanianamente hablando, la escritura, marca el hecho fundamental de nuestra mortalidad al signar metonímicamente la sustitución del objeto, mediante su inscripción en el orden de lo simbólico, la lectura ofrece un resguardo contra el miedo angosto o estrecho (en su acepción inglesa de angst), que este hecho genera. Viene a la mente la imagen siempre tierna de Linus van Pelt (el mejor amigo de Charlie Brown), quien carga a todas partes su manta, su “security blanket”, como objeto que permite negociar la difícil relación entre un mundo exterior que puede ser inhóspito y los miedos y necesidades individuales. Los libros quitan pesares y alivian la pena que experimentamos ante el hecho de nuestra muerte. Los libros son justamente como esa manta que reconforta y acompaña y que entrena para una vida más plena. Llevar un libro que se quiere es antídoto contra la soledad, el hastío y la tristeza. Que un buen libro es un amigo, puede considerarse como una obviedad. Esto, bien lo supo Sor Juana, quien llegó a tener en su celda cuatro mil de estos amigos, con los que confería de continuo, mientras soñaba y era soñada por el sueño infinito de un saber sin límites.

Notas

[1] Un facsímil de Fama y obras póstumas, que incluye la Aprobación del P. Calleja, se consigue en la página de la Universität Bielefeld y se puede acceder a través del siguiente enlace: http://ds.ub.uni-bielefeld.de/viewer/image/1592397/19/.

[2] Esto es, cinco años después de la muerte de Sor Juana, en 1695.

[3] Una paradoja interesante es que, en el cuento de Bradbury, el “hombre ilustrado” toma grandes dosis de sol con la esperanza de quemar o destruir (sin éxito) las ilustraciones en su piel, las cuales tienen el poder de predecir el futuro. En el caso de la escritura cuneiforme, el fuego efectivamente fija y sella los caracteres en la tablilla.

[4] Cabe señalar que, a diferencia de los libros de tapa blanda, los de tapa dura, rehúsan esa ductilidad y vulnerabilidad tan reminiscente de la caricia.

[5] Tomo la cita de “Gabriel García Márquez a través de sus frases”. La opinión de Murcia. http://www.laopiniondemurcia.es/cultura-sociedad/2014/04/17/gabo-traves-frases/552785.html.

[6] La cita figura en “Taller de Guión: García Márquez y Costa-Gravas enseñan a contar historias”. Vertele! http://www.vertele.com/noticias/garcia-marquez-y-costa-gavras-ensenan-a-contar-historias/.

La autora es profesora de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, Wisconsin, U.S.A.