Edgardo Molina

Creativo


Sentado frente a la entrada de los baños públicos, pensaba en los años que tejían su existencia con aquel lugar. Abandonó la idea de cuantificar. Era suficiente con saber que aquellos bancos habían sentido sus nalgas centenas de veces. Suficientes como para ayudarlo a bosquejar un fugaz croquis de su vida en la ciudad.

Las cuantiosas sentadas abrían las puertas para otra serie de incontables eventos, cada uno acompañado de un alto grado de permutaciones. Digamos que Edgardo Molina intentaba la laboriosa tarea de absorber en un solo instante, la realidad de que mitad de su vida estaba en aquella ciudad.

Contrastaba la variedad de lo vivido con la inmutable urbe y aquella estación de tren. El presente momento muy bien podía ser cualquier punto años atrás, pues todos los elementos de aquel lugar, como si centro de la vorágine del tiempo, habitaban en un soplo suspendido donde pasado y presente perdían significado.

Era un jovenzuelo recién llegado cuando se enteró que aquel baño de hombres, punto de encuentro entre la estación del tren urbano y el otro tren de alta velocidad que conecta con todas las grandes ciudades del país, era también el punto de encuentro favorito de algunos homosexuales de la localidad. Desde que supo esto evitaba el lugar, excepto en ocasiones en donde la necesidad vencía los temores. Entraba entonces con mucha aprensión y con todos los sentidos en alerta, siempre tratando de avanzar lo más posible y salir a toda prisa.

Ahora, muchos años después, y con su pequeño hijo sentado a su lado, veía la acostumbrada camada que merodeando el territorio, esperaba a que los incautos varones mordieran el insospechado anzuelo de la necesidad, y entraran al lugar en donde la inevitable muestra de sus miembros servía de punto de partida para la imaginación de los siempre presentes.

Un grito advirtió la salida de la pareja. Todos en la estación enfocaron los ojos en un hombre negro, fornido, sospechó Edgardo que en sus cuarenta, articulando frases de incierta sintaxis, y persiguiendo a otro hombre, blanco, como de también unos cuarenta, que ahora se encorvaba, cual si presintiendo lo terrible porvenir, mientras recibía par de bofetadas.

El agresor, inmerso en un escabroso lenguaje de lejano código, se aseguraba que la palabra “fagot”, la cual usaba como látigo justiciero frente a una audiencia petrificada, se distinguiese con cristalina claridad. Despertando del momentáneo asombro, Edgardo Molina le ofrecía la protección de sus brazos a su hijo, un espacio que pensó seguro.

Nuestro verdugo regresaba al baño, y junto al abofeteado que lentamente se recuperaba y seguía su camino, pudo Edgardo Molina distinguir una audiencia que continuaba con sus lecturas, sus textos, sus mensajes, sus llamadas, y conversaciones, en un mundo paralelo al nuestro, y al cual las repercusiones de lo acaecido no llegaban.

Edgardo Molina, aún respirando la frescura de lo recién visto, se aprestaba a ponderar las implicaciones del evento, con la firme certeza de no ser un individuo de tan violenta calaña. Es entonces parado en seco por las palabras de su pequeño hijo, que aun entre sus brazos y con inesperada agudeza le decía, “He did not listen Daddy. He did not listen.”


Laura-Elizabeth

Crédito foto: Laura-Elizabeth, bajo licencia de dominio público