El neocolonialismo de Puerto Rico: ¿Deseo de su poblacion?

Caribe Hoy

De acuerdo al teórico político Bhikhu Parekh (1995), todo discurso nacionalista contiene supuestos etnocentristas. Sin embargo, cuando se habla de la nación puertorriqueña la cual ha estado históricamente ligada a intereses imperialistas en la región y a diversos modos de incorporación a los Estados Unidos partir de 1898, resulta ser un caso paradigmático en términos de nacionalismo, por un lado, y de nacionalidad por otro.

Retomando a Jorge Duany (2001), si Puerto Rico puede considerarse una “colonia poscolonial” en el sentido de que conserva una identidad muy fuerte pero con pocos deseo de convertirse en un Estado-nación, ¿es el nacionalismo puertorriqueño, entonces, una ideología esencialista y reaccionaria destinada al fracaso? Pero, si la globalización es hoy una expresión del capitalismo moderno y una fase actual de la colonialidad, ¿no es hoy la nacionalidad el valor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo? A lo largo de este ensayo intentare de contestar estas preguntas dialogando con el texto de Parekh El etnocentrismo del discurso nacionalista.

Uno de los tres aspectos más significativos que componen a un Estado moderno es la territorialidad. Según Parekh, “el territorio desempeño un rol marginal y fundamental instrumental en la vida de la comunidad, en las organizaciones políticas no occidentales y occidentales premodernas” (1995:93). No obstante, hoy en el Estado moderno el territorio goza  de un significado moral, político y ontológico sin precedentes. De una u otra forma, nos dice Parekh, el Estado deriva su autoridad de la gente, “la trasmuta en jurisdicción sobre una unidad territorial y ejerce autoridad sobre todos aquellos que residen dentro de ella”. Si quisiéramos ver esta trasmutación en el caso de Puerto Rico, veríamos una imagen confusa y problemática de definir. De acuerdo con Maldonado-Denis (1976), las primeras expresiones del nacionalismo puertorriqueño comienzan a manifestarse a principios del siglo XIX. A pesar de que la Revolución bolivariana deja tenuemente su huella sobre la floreciente conciencia nacional, Puerto Rico permanecerá bajo el dominio colonial español hasta finales de siglo. El Grito de Lares de 1868, considerada la primera gesta insurreccional significativa de Puerto Rico en contra de España, no logró convertir el proyecto de independencia en un auténtico proyecto de liberación nacional por que los hacendados criollos advocados a éste movimiento revolucionario no logran incorporar en el proceso histórico a las clases oprimidas dentro de la sociedad. La propia naturaleza de la superestructura jurídica impuesta por el régimen español inclinaba siempre la balanza del poder político en favor de la burocracia colonial y de los peninsulares que dominaban el crédito y las ventas por mayor (Maldonado-Denis, 1976:800-801).

El territorio de Puerto Rico siempre fue considerado por España un bastión militar, una especie de puesto de vigilancia en el Caribe que además de velar por los intereses del Rey, constituía una especie de frontera que delimitaba el poder soberano frente a las otras potencias imperiales. Ésta denominada “provincia de ultramar” fue gobernada por leyes especiales que favorecieron y conservaron el sistema esclavista en Puerto Rico hasta 1873. Sin embargo, la invasión estadounidense de 1898 obligó a redefinir las nociones de territorio y soberanía mediante “el lenguaje de la ley”, segunda característica diferencial del Estado moderno (Parekh, 1995). La firma del Tratado de París el 10 de diciembre en ese mismo año, en el cual España renuncia todo derecho de soberanía sobre las islas de Cuba y Puerto Rico en calidad de “botín de guerra”, y con el cual se pone fin a la Guerra-hispano-cubana-americana, obligó a que muchos residentes en el territorio adoptaran la nueva nacionalidad a cambio de conservar sus derechos de propiedad y de ejercer su industria. Retomando a Parekh, “el territorio define la identidad corporativa de sus miembros”, y por lo tanto, “es también la base de la representación política” (1995:94). A través de los famosos “Casos Insulares” a principios del siglo XX, el gobierno de Estados Unidos determinó que Puerto Rico pasaría a ser un “territorio no incorporado” de los EE.UU. En pocas palabras, Puerto Rico “pertenece pero no es parte de”, está afuera pero al mismo tiempo adentro de la jurisdicción de los Estados Unidos. Sin embargo, debido a que los puertorriqueños no podían gobernarse a sí mismo, el Congreso de los Estados Unidos resolvió retener la soberanía del territorio mientras el proyecto de americanización sobre la nueva posesión (de ultramar) generaba individuos que adoptaran la lengua y los valores de la nación anglosajona logrando que la población se incorporara a la “civilización”. Por supuesto, esto tuvo una serie de implicaciones político-económicas que se tradujeron en un nuevo lenguaje jurídico y jurisdiccional en donde la presencia del Estado metropolitano era clave fundamental para el orden y el progreso de los puertorriqueños. Si bien es cierto que los EE.UU. reconoció la existencia de una “diferencia cultural” con respecto a los habitantes de Puerto Rico al considerarlos como “otros” internos, léase “individuos infantiles” (Rodríguez, 2002; Thompson, 2007), subestimó la capacidad que podían tener como Estado-nación independiente obviando la historia política de la isla, su carácter caribeño, y la influencia que podía tener el discurso nacionalista al interior de la clase criolla.

La expresión del nacionalismo puertorriqueño es una forma de nacionalismo que expresa tanto el rechazo de la presencia colonial y la afirmación de la antillanidad proyectada hacia un esquema político federativo en el Caribe (Arpini, 2008-2009). La divisa “Antilla para los Antillanos” utilizada por Ramón E. Betances[1] durante la primera gesta de revolución social bajo el dominio español en Puerto Rico, y que, además de responder a las iniciativas del Destino Manifiesto, sintetizaba en gran parte “el afán de construcción de una identidad común respetuosa de las diferencias, los proyectos sociales vinculados a la abolición de la esclavitud, a la educación común y a la justicia social” (169). Así, nos dice Arpini (2008-2009) El Antillanismo va a ser “un conjunto orgánico de ideas políticas, sociales, jurídicas, pedagógicas y filosóficas estrechamente vinculadas al proceso independentista antillano y la necesidad de fortalecer la unión de las islas ante el peligro del expansionismo de los Estados Unidos” (170). Después de 1898, y de consumada la ocupación militar de EE.UU. en la isla, el nacionalismo puertorriqueño retomara esta idea de Confederación Antillana para reafirmar una identidad y una cultura en común con América Latina y el Caribe. Así, por ejemplo, Pedro Albizu Campos líder del Partido Nacionalista, le imparte al nacionalismo puertorriqueño durante las primeras décadas del siglo XX una teoría netamente anti-imperialista pero que ideológicamente es una amalgama de corrientes que oscilan entre el radicalismo y el conservadurismo. El nacionalismo albizuista es una ideología contradictoria producto de una clase contradictoria (Maldonado Denis, 1976:804). Su incapacidad para vincularse a las clases trabajadoras fue quizás nuevamente el obstáculo para que el discurso nacionalista pudiera atraer a las grandes masas de puertorriqueños que vivían alrededor de una economía azucarera bajo el signo del capital norteamericano, y que al mismo tiempo experimentaban la incipiente manifestación  de un “Estado del bienestar”. Esta última buscaba estratégicamente contrarrestar la influencia del Partido Nacionalista y su proyecto de independencia política. El Nuevo Trato en la década de 1930, en plena Gran Depresión, comenzaba a extender sus políticas de asistencia social, programas de higiene, planificación  urbana y asistencia pública trataban de crear nueva imagen del “Estado metropolitano del bienestar” (Rodríguez, 2002) al mismo tiempo que autorizaba y legitimaba las instituciones gubernamentales que operaban localmente y que en el fondo representaban el poder de la bandera y  la Constitución de EE.UU. en esos territorios insulares. Esto coincide con el tercer rasgo del Estado moderno, el “monopolio de la violencia no es solo de facto sino también primordialmente de jure” (Parekh, 1995). La encarcelación del liderato nacionalista fue suficiente para desmoralizar el movimiento de liberación y socavar la creación de un Estado puertorriqueño con carácter Latinoamericano y caribeño

Ahora bien, se deduce que la aparición de éste Estado metropolitano (y moderno) del bienestar, al transformar la relación colonial entre Estados Unidos y Puerto Rico, también transformó el discurso nacionalista. Hacia 1950, el debate sobre la identidad nacional se ha visto articulado y polemizado dentro del marco de las políticas institucionales del gobierno en la isla. A partir de entonces, comienza a instaurarse en el sentido común la noción de que la afiliación política y económica a los Estados Unidos se desvincula en la práctica jurídica de las afecciones patriótico-culturales. Con la creación del “Estado Libre Asociado” en 1952, se va a redefinir el concepto de nacionalismo puertorriqueño al reorientar sus objetivos: de soberanía política a soberanía cultural (Pabón, 1995). No obstante, como argumenta Parekeh (1995), “una comunidad puede ser culturalmente homogénea, pero no es una nación si carece de otros rasgos o está interesada en acomodar diversidades culturales profundas o es hospitalaria con ellas. Por el contrario, una nación puede admitir extranjeros pero no cesa de ser una sola si sólo los admite bajo compulsiones económicas o de otro orden, resiente sus diferencias y los asimila vigorosamente a la cultura dominante” (101). Ejemplo de ello ha sido la incorporación de “lo puertorriqueño”, en términos de raza, a la nación norteamericana. No fue hasta 1952, que la “cultura puertorriqueña” se institucionaliza dando lugar a “un discurso hegemónico que disemina la especificidad de ‘lo puertorriqueño’ articulándose como posición de resistencia a la creciente asimilación cultural por parte de los Estado Unidos” (Dávila, 1997:233). Debido a que Puerto Rico poseía un “árbol genealógico indescifrable”, a través de las políticas culturales del “Instituto de Cultura Puertorriqueña” (ICP), según Dávila, se ha elaborado “un marco de referencia demarcado por imágenes idealizadas de los legados español e indígena, excluyéndose la dimensión africana del pasado” (1997:233). Dicha institucionalización de la cultura “ha contribuido a despolitizar y neutralizar las construcciones de identidad puertorriqueña, fomentando un imaginario consensual y no contestatario” (251). La democracia racial, en tanto imaginario moderno y colonial, neutralizó la idea de ver a la nación como una unidad cultural homogénea, mientras que la retórica del nacionalismo cultural hacía más fácil aceptar la dependencia económica  que ofreció los Estados Unidos a cambio de mayor autonomía sobre los asuntos internos de Puerto Rico. Sin embargo, en años recientes se ha señalado que el nacionalismo cultural se ha tornado un fenómeno más bien discursivo densamente atravesado por una lógica comercial del consumismo (Pabón, 1995; Flores, 2000). Es decir, los debates  que oponen lo “cultural” a lo “comercial” y que constituyen “una nueva inflexión de la pugna entre el concepto reificado de la autenticidad y lo no auténtico, o sea, lo legítimamente puertorriqueño y aquello que no lo es, apunta a la persistencia de esencialismo identitarios basados en premisas racistas cuyo objeto es perpetuar jerarquías a sociales” (Dávila 1997:247). Desde esta perspectiva, el nacionalismo cultural puede contribuir a un tipo de movilización política que sea catalizadora de posicionamientos políticos estratégicos, sin que tenga que verse implicada en dinámicas de soberanía política de un estado nacional pero que lleva a la esfera pública el debate de cómo se construye y representa la cultura y la puertorriqueñidad (Juhasz, 2003).

Finalmente, Parekh va a sostener que: “El nacionalismo es una doctrina intelectual incoherente, con un potencial considerable para el mal, sin importar que sea occidental u orienta, civil o étnico, viejo o nuevo, y debe ser idealmente evitado”. “Sin embargo, continua Parekh, “en la vida política las creencias intelectual y moralmente sospechosas tienen un valioso rol histórico y político. Antes que condenar el nacionalismo en términos morales y abstractos”, nos dice el autor, “debemos ubicarlo en un contexto histórico, apreciar la compleja naturaleza del bien y el mal político, y articular instituciones capaces de acomodar y regular las legítimas aspiraciones que encuentran una expresión patológica en el nacionalismo” (1995:120). Recientemente, Puerto Rico tuvo dos manifestaciones de un mismo nacionalismo. Por una parte, unas diez banderas de Estados Unidos alteradas con 51 estrellas y una línea adicional fueron colocadas en diferentes puntos del país por estadistas que celebran el Día de la Bandera estadounidense ("Flag Day"). De acuerdo a un comunicado de prensa “hoy conmemoramos el día de la bandera de la nación americana, a la que pertenecemos”. La bandera cuenta con una franja azul identificando a Puerto Rico como el estado 51, representa la última colonia bajo la autoridad del Congreso de Estados Unidos”[2]. El movimiento que encabezó ésta manifestación busca “educar sobre los beneficios y responsabilidades que conlleva el que Puerto Rico se convierta en estado 51 de la nación americana. Apoyamos y promovemos todas las iniciativas por la igualdad de los ciudadanos americanos residentes en Puerto Rico a nivel local y federal.” (Ibídem). Por otra parte, y al mismo tiempo, un grupo de puertorriqueños ha puesto en marcha una campaña para reclamar que la isla caribeña rompa los vínculos políticos que mantiene con EE.UU. y se una de nuevo a España. “Los estadounidenses han tergiversado siempre la historia para que creamos que fue España la que no nos quiso”, afirmó el portavoz del movimiento, “Queremos volver a ser españoles; ser la comunidad autónoma número 18 de un país que nunca quisimos abandonar”.[3] Ambos movimientos no niegan la existencia de una identidad independiente como la puertorriqueña. No obstante, en garantía de que esa nacionalidad sea vigente, ambos movimientos aspiran a tener vínculos políticos con un Estado moderno pero que adentro de él se les reconozca como iguales, como una “comunidad autónoma” y/o como “territorio soberano”. Es decir, tal y como advierte Parekh, no toda nación intenta convertirse en Estado pero “dado que el nacionalismo implica la definición de las fronteras de la nación en el espacio y en el tiempo, el nacionalismo presupone una cultura en la cual la memoria disfruta de una dignidad epistemológica (1995:109).

Evidentemente, muchos puertorriqueños no tienen la intención de crear un Estado nacionalista, pero si muchos están conscientes de que la condición neocolonial bajo EE.UU. implica desigualdad. Sea con España o con EE.UU., la nación puertorriqueña quiere ser redefinida en los términos que presupone el lenguaje de la ley. Quizás esta forma de neonacionalismo, considerado por muchos como el avatar posmoderno de la puertorriqueñidad, además de poder interpelar “al Estado” sobre políticas de identidad a desde un nivel nacional e incluso hasta regional, pueda redefinir categorías como las de territorio y soberanía que hoy hacen a las naciones pensarse a sí mismas como espacial y geográficamente determinadas.




[1] Ramón Emeterio Betances (1827-1898 ) es considerado el “Padre de la Patria” puertorriqueña. Si bien es cierto que su idea de una “nacionalidad antillana” y de una “nación Antillana” confederada constituía un proyecto político ambicioso, Betances entendía que existía una guerra de “razas y naciones”. El conflicto en el Caribe no era local, “sino que afectaba intereses económicos y políticos de las metrópolis coloniales, y provocaba un desequilibrio en las relaciones del poder mundial” (Arpini, 2008-2009:186). Para Betances, los puertorriqueños no querían separarse de España sino que querían la unión y la paz en base a un contrato en donde los contratantes mutuamente se reconozcan como iguales. Por ello, la abolición de la esclavitud y la defensa de la raza negra figuraban como ideas centrales y constitutivas de la igualdad entre los hombres.

[2] http://www.elnuevodia.com/colocanbanderasdeestadosunidoscon51estrellasalrededordelaisla-1793407.html

[3] http://actualidad.rt.com/actualidad/view/130743-puerto-rico-unirse-espana-eeuu