Paseo con Leo 32: Aquella pancarta que decía “AQUÍ SOMOS FELICES”

Caribe Imaginado

Tengo en mi cabeza la imagen de un niño flotando en el agua, boca abajo. Un niño de los míos, de mi sangre. De momento toda la algarabía de la fiesta se torna en gritos. Lo agarran, boca arriba, boca abajo, como conejo tomado de los pies, un golpe certero en la espalda. El niño comienza a botar agua, mucha agua de la boca. Sus ojos hacia atrás. Idos. Luego, su llanto. Otro nacer.

Recordé de inmediato aquella otra niña africana que flotaba en las aguas de tantos ahogados. Niñita negra vestida con colores alegres. Parecía una bandera. Aquella no regresó. A mi memoria llegan las muertes de tantos niños, fotos que vemos de tantos países. Niñas que se entrenan para ser niñas-bombas y también explotan. Toda la celebración de la vida acaba, cuando sabemos de la certeza de estas muertes.

Ayer, un niño abrió los ojos y regresó de esas aguas que tragaba. Un segundo de distracción y puede cambiar el curso de una vida. Difícil regresar a la alegría de la fiesta de cumpleaños de mi niño mago. Porque la mente-máquina comienza su trabajo. Y qué hubiera pasado si en cinco segundos más, nadie lo saca del agua. Mi madre anciana y sin poder hablar, miraba el escenario. Tengo su rostro pegado a mis ojos como una estampa. El sol en pleno apogeo hacía cristales sus ojos color miel. Ella lo vio todo. Y no podía hablar ni gritar para alertar a nadie. Mi madre sentada en su silla de andar, tal impotencia me da ganas de llorar hasta rabiar. Saber que así, después de haber levantado a esta familia que ahora celebra, no puede salvar a nadie, ni a sí misma.

Cómo detener la máquina de la mente. Retroceder en el evento de las cosas. Llevo un mes cantándole Cumpleaño feliz para que en su celebración mi niño no llorara cuando tanta gente le cantara. Y así fue. No lloró. Cantamos como se canta al gran amor. Un año de nacido, un año de paseos, un año que nos cambió la vida este niño mago que llegó de sorpresa. Comenzó a aplaudir, ojos muy abiertos, cejas levantadas, boquita apretada, como él hace. Su madre buena lo acercó al bizcocho para soplar. La mano maga de mi niño agarró uno de los muñecos, el más grande, comenzó a chupar el frostin y le gustó. Fuimos muy felices en ese instante.

En la puerta de entrada a mi casa hay un letrero: AQUÍ SOMOS FELICES. Lo coloqué hace años como un conjuro para ahuyentar las malas vibras. Quién que ve un letrero así, puede entrar con el ceño fruncido. Viajaba por Cuba a mediados de los años 90, íbamos tierra adentro por la tierra natal de Nicolás Guillén en Camagüey. Pasando la plaza y sobre una edificación, vi una enorme pancarta: AQUÍ SOMOS FELICES. Era una escuela, pero no como conocemos a las escuelas al otro lado de ese mar. Esta escuelita tenía el patio de tierra, en un estado muy deplorable. Y sin embargo ahí, decían, “somos felices”. Esa fue mi lección de aquel viaje. Cuba siempre es una meditación. La vemos y el tiempo se detiene.

Me asalta al oído la música de un xilófono que le han obsequiado a mi niño. Tengo la puerta cerrada, no puedo verlo, lo escucho. Y ya eso es demasiada distracción. Porque mi mente-máquina viaja años luz y recuerda a otro niño pequeño, de pelo negro abundante y encrespado, sentado en la banca de un piano. Sus torpes deditos intentaban Mozart. Sabía de la música clásica porque en cada viaje hacia la montaña, íbamos escuchando esa tonada de los países fríos. Sin darme cuenta, mi pequeño grababa las notas musicales. Algunos años más tarde, ya crecido, le preguntaron cómo se había hecho pianista, y eso respondió, escuchar la música clásica de ida y vuelta al campo los fines de semana. Pero de él contaré si se me antoja en otros paseos, las cosas que le brindamos para hacerlo un hombre sensible y alerta a su mundo.

Pasear con mi niño mago es también estar alerta. Cruzar la calle, picar en pedacitos pequeños los trozos de alimento, sacar las cosas que haría que se tropiece, despertar para que su mundo sea de libertad. El mar siempre estará en nuestra ventana. Es una imagen para mirar, entender o no entender tanto azul. Sin embargo, ese mar terrible que no tiene piedad, es también ese mar azul y majestuoso. Tocarlo o huirle. Esa es la gran lección que aprendemos en este transitar, que no es un ensayo de la vida.

Crédito foto: Ahmed Sinan, www.flickr.com, bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/)