Mónica Puig, Javier Culson: Un pueblo en el discurso de la gloria y la caída

Voces Emergentes

James Cleveland Owens en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Uno podría imaginarse a este atleta perfecto y vivaz como una antorcha, pasearse con sus tres records mundiales ante el respingado proscenio de Adolfo Hitler, Hermann Goring, el esquelético Rudolf Hess, el santiguado Heinrich Himmler, y el siempre campante Joseph Goebbels con una guerra total donde ni él ni su familia sobrevivieron; el suicidio fue su trampa. Uno podría imaginarse al garboso de Hitler, sudando poder con sospechas orgásmicas saludando a los atletas alemanes, arios, diseñados a tijera y diestra antiséptica; y uno goza imaginando a este atleta negro de Oakville, Alabama, hecho de sonrisa perlada y cuerpo mimbrado, rebasar la meta, una, y otra y otra tercera vez, como sortilegio tallado en una burbuja de Jazz-Hitler solo escuchaba a Wagner, porque según él, para entender a Alemania solo se lograba escuchando a Wagner-y ese “extranjero’’ derrotando a sus atletas de manicura, de cuerpos impecables, lozanos como una Valkyria -¿infinita?- en fin lo adusto de Hitler que en verdad era criminal apenas soltó para una sonrisa ante el implacable dios de las pistas, bajo su gran estadio; el prodigio Jesse Owens, en verdad, lo abrumaba.

Once de la mañana. Javier Culson de momento es un boceto puro de calistenia; es un felino donde genuflexiones, curvaturas, puntos de estiramiento denotan maestría, despliegue, poder, y hasta se puede decir victoria. En esa pista de Río de Janeiro rayada casi a mediodía se disputa la carrera final por la presea de oro. Los competidores lucen enfocados en el objetivo. Javier mira el cielo como encontrando la salmodia para sus repeticiones en la gloria. La música tiene que ser perfecta. Se colocan en ecuación de arranque, la medalla está 400 metros más adelante, y con vallas; Culson cree escuchar el disparo y desplaza su gacela estelar rumbo a la conquista; eso, no sucede.

Último set. Mónica Puig, tiene fiebre, tiene vísceras, tiene embate frente a la alemana-¿habrá escuchado a Wagner?-Angelique Kerber; cada bólido ofrecido en servicio es un proyectil que hace la estrategia sagaz, insensible y demoledora. En la toma aérea de la cámara sobre las competidoras vemos a Mónica, fiera y digna despachar sus perdigones contra la Kerber, que, empieza a sentir los estragos; va al camerino una vez, distrae, echa brumas, disloca perspectivas; vuelve al camerino una segunda vez, algo pasa en sus hombros o su espalda.

En el otro lado, como un jaguar purísimo listo para la aniquilación, Mónica espera con sus garras la devolución de guerra-no escuchó a Wagner, sin duda-de la Kerber; varios lances “Match Point” “Deuce” “Break Point” ‘’Advance Point” sudores que caen, gemidos del esfuerzo, intensidad y agonía…pero la gloria era poca en su fusión de estatura con Mónica.

Este escrito no empezaba así. Me atreví, tan caribeño al tuétano, de visitar una vez más la música de Wagner ‘’La Valquiria’’, perteneciente a la segunda ópera de la tetralogía “El anillo del Nibelungo”; la escuché, con la ausencia de Hitler. También empecé a recordar aquella escena de Robert Duvall invadiendo en fuego una villa pobrísima de Vietnam en el filme de Francis Ford Coppola “Apocalypse Now” junto a Martin Sheen que tenía la encomienda de encontrar y darle muerte al (ex) mimado Coronel Kurtz interpretado por Marlon Brando; la escena era ver como en su entrada trágica los helicópteros al ras con las metralletas y el lanzallamas, llevaba inmaculada en su vuelo y con bocinas transgresoras, la música de Wagner, más en serio “La Valquiria”.

Pero más que eso, supe que el discurso estaba escrito. Mónica y Culson componen el rasgado discurso del héroe que se nos embolla. Ambos llevan etiqueta de salvadores en un país que, hace mucho tiempo olvidó salvarse. Ambos discursan la gloria en su lomo y en el mal sueño de la noche. Ambos como Rodrigo Díaz de Vivar “El Cid”’ son iluminación y exilio. Un pueblo, destruyó su rutina y se puso a soñar…en puertorriqueño, nada más que en puertorriqueño, y sin nada cercano al americanismo de todos los días. Mónica lloraba a un pueblo, y un pueblo se la echó a brazos; los brazos de las lágrimas y del casi desmayo de ver nuestra bandera SOLA, subiendo en danza con el himno. Javier no fracasó; la gloria no estuvo ese día para él. Pero él, ha sido gloria a cada orilla de continente que ha pisado. La patria sufrió el colapso del atleta. Se lloró en otra vía. Ese disparo traidor que le hizo avanzar al objetivo y el amanecer no era. Culson lloraba a un pueblo, y un pueblo se olvidó de sí mismo para llorar con él. Creo que fue amor, y el dolor de perderse en la sombra de lo amado. Tanto Mónica como Javier llevan el rastreador del alma boricua; basta una prueba que demuestra si somos “yankees o puertorriqueños’’ esa tarde, de Mónica, fue de un pueblo que despertó, amarró sus malabares y anduvo en línea recta hacia el sol, olvidando la soluciones de la geodesia. Todo tiene las máscaras de la política, y en su baile de disfraces siempre sorprenden con su ignorancia. Nos salvamos y nos caímos. Lo hicimos unidos, lo hicimos juntos. Javier Culson nos empujó a que nos importara el país con la misma intensidad de Mónica, y que, gracias a ese país, él estaba allí esperando el disparo.

Habrá sus criticones, habrá burgueses orondos, con copa de vino en mano, diciendo “se los dije’’ habrá jóvenes burlones, patilargos, ligones, llegando al cinismo y hay en buena milla ignorantes que muy poco les importa patria, le conmueven más el segundo fácil y la gozadera. Pero había un Puerto Rico escondido que al salir afuera, de la mano de Mónica, de la mano de Javier, se mostró, deliró, lloró su himno, sintió pertenencia y esta es una salida que hay que repetir; entonces así la vida es más sabrosa.

Honro a Mónica, a Javier, a los que todavía a esta hora están luchando una medalla; a los que terminaron, porque metieron el pecho y se entregaron a la aspiración de sacar al país afuera en una unidad sin precedentes.

En cuanto al disparo que traicionó a Javier, -como lo imagino-tan solo fue un chasquido con el placer de disiparse y que nadie le recuerde.

La patria estuvo ahí, como milagro.