Laura, My love

Creativo

altLaura, ilustrada por sus virtudes

y bien celebrada en mi verso,

me apareció por primera vez

durante mi juventud en el año 1327…

— Petrarca

Fijemos la vista en un pequeño pueblo a la orilla del mar en donde en los meses de invierno se escuchan los gemidos de las ballenas en celo. Allí permanecen hasta que paren, porque ese hueco del océano es lo suficientemente profundo como para sentirse protegidas. ¿Habrá disfrutado el almirante de este espectáculo mientras fondeaba por esas orillas?

Ese pedazo de mar moldea una hondanada que establece un arco expandido y ramificado por palmeras, arenas coralinas y una villa con un Ojo de agua decorado con cuatro musas de mármol, del que los vecinos se sienten muy orgullosos. Por algún lugar se ve a una adolescente protegida por su familia: entre las jardineras de las casas alrededor del Ojo de agua: con su traje en inmaculado batista blanco, de cuello alto y encajes; en contraste con la modesta vestimenta de las lavanderas, los peones desaliñados y hambrientos aseando caballos y los pequeñines desnutridos y descalzos correteando por el camino empedrado. Al fondo se nota una procesión funeraria humilde: un par de hombres descalzos con sombreros de paja, ropa raída, cordones por cinturones y descalzos cargan un pequeño ataúd. Es la época en que los parásitos intestinales hacen estragos.

Entonces, todo esto parecía natural. Eran pobres e insignificantes los que morían. Prematuramente envejecidos. Flacos, flaquísimos y por piel una cubierta finísima y transparente a punto de quebrarse toda en azul cadáver… Hollando tantos primores con el pie descalzo de un anémico incapaz de reacciones e imposibilitado por fuerzas vitales. Un manojo de enfermos—el cuerpo de este archipiélago—siendo común, muy común el trajín de procesiones fúnebres sencillas. Sin flores, sin cura para bendecir. Eran, más bien, caminatas rápidas hacia los predios demarcados como camposantos en donde depositaban las cajas de madera.

Hemos dejado a la joven con su traje iluminado—blanco en una esquinita del paisaje. Hemos obviado que acaba de conocer a un joven en la escalinata de una casona de frente al mar. No hemos notado cómo le brillan los ojitos, cómo se ruboriza y trata de camuflajear este momento con sus dedos que pasa nerviosamente por el cuello. Y el joven ensimismado por la belleza de aquella mujercita de pelo y ojos negros, fija los ojos en el espectáculo para enfrentarse a la alegría que quema, al corazón que se incendia, a las neuronas que despiertan de una letanía antiquísima. ¿Cómo verla otra vez? ¿Cómo tenerla cerca?, se preguntaba. Estos dos jóvenes han roto la atmósfera anterior. Aquella pésima visión de fragilidad de los pobres. ¿Habrá alguien notado?

Un espacio posible era este rincón de la tierra, con sus familias bien arrimadas en la calle principal, de frente a la majestuosa bahía y su población de servicio y explotación apretujadas en bohíos en los terrenos de cara a los cerros. Un espacio posible para estos dos jóvenes arrebujados ya el uno en el otro. Ansiosos ahora por verse, por encontrarse en algún mogote sin que los mayores diesen fe. Las mujeres detienen su plática sobre maridos, hijos y enfermedades, creyendo escuchar por los aires algún ruido: algo de pájaros disparados presintiendo lo efímero de la vida que se nos va de lado. De costado. Más lado oscuro, como la propia noche o las avispas que se trasladan en los carruajes de los enamorados… ¿Cómo me he de ir de aquí, si mi corazón queda en esas tapias, y mi cuerpo inerte viene a buscar su centro? Eres mi danza de mil brazos. Suerte de paz con el mundo. Suerte de ángel maravillado. Por haberme despertado. Por haberme enseñado a escuchar el ruido de mosquitos y mimes nocturnos. Con risas de niñitos alrededor. Sin reclamos. Sin turismo.

Mentiría si digo que en algún lugar debe existir un país sin catarros, dolores o venenos conocidos en el alfabeto íntimo: un país autónomo de asesinos o vulgaridades de hombre: mas bien un país sin manchas en las sábanas, con toallas limpísimas y auténticas solidaridades humanas. Un país sin fracasos o abatimientos, sin humillaciones o bochornos: de frente a las enredaderas de trinitarias y sus magníficos aires del atardecer; mas insisto en pensar que esa isla—parte de un archipiélago sublime de aguas y vegetación abundante—fue la excepción. Es difícil, entonces entender tanta enfermedad, tanta muerte: a no ser por el gobierno de déspotas monárquicos, a no ser por los grandes latifundistas, a no ser por la lastra del sistema de esclavitud.

El joven, estudiante de derecho en Barcelona, estaba de regreso por estas aguas, porque la bohemia apretaba, y en donde un día cualquiera del 1885 lo apresó la guardia por publicar una composición en contra de un ministro de la época. ¿He mencionado que este joven es poeta? No le quedó más remedio que ser rescatado por su familia. Salvarlo de esa vida de aventuras, pecadillos, prisión y empeño de enmiendas para volver a reincidir, finalizando en una casona de un amigo en Aguadilla. En este pueblecito las aguas dulces, la pesca, la caña de azúcar y la palma de coco han sido protagonistas, así que puede uno imaginar las cocinas en plena producción del pescao frito, el arroz con coco y almendras o azucarando el café recién hecho. El café que se cosecha en las montañas: una joya de aquellos tiempos y tan bien preparado por las mujeres.

Las mujeres son las dadas a cuidar de los huertos caseros, con sus plantitas tan delicadas requiriendo agua, soporte, guanos fertilizadores, insectos amigos, sol y mimos que besen los troncos de los plátanos y guineos, las raíces de la yuca y la malanga, las hojitas del romero, la yerbabuena y el cilantro. Las mujeres susurrando nanas perdidas en la memoria, porque así el día a día se va acomodando a la paz del momento. El almirante pisó tierra por estas costas ha mucho, y procediendo con la ceremonia de rigor, levantó una gran cruz para tomar posesión de la isla. Unos días más tarde tomó leña y se aprovisonó de agua para continuar viaje. Muchas lunas siguientes el explorador Juan Ponce de León arribó por estas costas colonizando el territorio y construyendo una casa de piedra en donde permaneció una temporada. Escuchando entre los indígenas decenas de historias de aguas curativas, a este explorador se le ocurrió pensar que el Ojo de Agua podía ser esa fuente de la juventud que hacía que un viejecito podría …tomar nueva esposa y engendrar más hijos (asegurado por un cronista de la época). La purita verdad es que los españoles probaron cuantas aguas se toparon en su camino por el gran Caribe hasta el Atlántico buscando esas aguas milagrosas. Todo también asegurado por los cronistas.

Serían alrededor de las cuatro de la tarde cuando despertó el joven de la siesta, se incorporó y buscó en la galería de bebidas de la casona una botella de vino casero. Sobre la mesa de marmol una colección de versos inéditos. El ventanal abierto de par en par brindaba un paisaje de cielo, colinas y mogotes aparejados por un horizonte limpio. En la placita alrededor del Ojo de agua un semillero de caballitos del diablo volaba a cierta distancia de dos sirvientas que se acomodaban las sayas, luego de enjuagarlas en sus aguas. El joven se deleitaba la vista con su copa de vino en mano, mas a pocos segundos esa jovencita estupenda hizo que el joven diera un salto, se calzara, se cepillara el pelo y diera a parar a la placita. Aunque los padres de la jovencita habían imaginado un hermoso casamiento con un distinguido caballero, el Tarot—revelador de la esencia de las cosas—aseguraba desvíos y desvelos. Ya lo dijo San Juan de la Cruz en sus Canciones del alma, Spiritus ubi vult spirat, el viento sopla donde quiere. La cercanía de este joven simpático, locuaz, poeta y además con fama de bohemio no era lo que sus padres habían planificado. Así que su padre, uno de los sultanes de aquellas tierras, al enterarse de estos rondeos, reforzó las salidas de la casa y el patio y dobló e instaló guardias con perros en la entrada de su finca; pero no de esos perros realengos, vulnerables a la lluvia y al viento, a la falta de comida, sino caninos fuertes, cazadores, adiestrados para dar grandes sustos. Luego dio instrucciones a la servidumbre de estar vigilantes a las posibles visitas y regalos que pudiera recibir la jovencita. Todo un operativo de vigilancia a la geografía de su hija para registrar los modos y las formas de su entorno. Ideogramas del espionaje de cualquier sultanato.

Como ya sabemos, la protección del honor y de las riquezas ha estado en manos de las mujeres, esas criaturas irritables y pasionales. La historia anda repleta de niñas cautivas para evitar que pasiones dañineras les revolcasen en el fanguero. (¿Sería este el inicio de su cautivero?) El encierro hizo que la jovencita padeciese de pesadillas. Soñaba una y otra vez con la reina de los oros. La reina en su vestido hilvanado en varias capas de granos irradiando tonalidades ofensivas. Como si una máscara desesperada metiera sus narices dentro de otra y distinta. Otra y la misma. De espaldas a su pecho, el deseo se columpiaba por las masetas del tiempo. Entretando, esos brillos radioactivos se adherían a murallas, tejas, paredes, tapices, alfombras, plazas y caminos. Convertida la villa en bordado aurum pernicioso. Brillo místico que producía tal desesperación que hasta los soldados en las escenas de óleos de casonas lejanas estallaban en llanto al ver la desgracia estrangulando muy fuerte la paz de la isla. Como cualquier reino en estado de guerra. Como cualquier guerra con sus sicarios abanicándose debajo de un guayabal después de haber esparcido cenizas sobre la otra sangre. La joven despertaba sudando y con la respiración entrecortada. En esos momentos se tocaba la cara, la boca, el pelo, los brazos. ¿Qué quedaba de ella? Es cuando la jovencita inquieta, nerviosa por tener noticias de su enamorado amenaza con liberar los secretos de la servidumbre. Es cuando este grupo de gente no le queda otra que colaborarle.

Se trata del amor clandestino, del amor triangular: dos jóvenes desviando y enfrentado a un padre. Ambos de temperamento ardiente y desafiante; a juzgar por los innumerables encuentros y citas en el faro con sus acantilados y pájaros nocturnos enrojecidos por el horizonte, o en el camino de las ánimas durante las primeras claridades nocturnas o en la bahía de frente a la silueta de los botes de pesca arrimados a su orilla como únicos testigos. Se pudo ver a la pareja disfrutar del sonido del canto de la lechuza, pegados uno a otro como los jazmines en las paredes o en las noches de mar serena y brillante tomados de la mano y sus cabezas juntitas mientras él le dedicaba unos versos y disfrutaban de los pedacitos de turrón que él brindaba a la boca de la jovencita. Seis meses duró esta aventura con sus momentos mágicos escondidos del resto de la población. Seis meses divinos en este pedazo de paraíso en donde el fuego en la cueva oscura de todos aquellos que desaprobaban este amorío ardía ferozmente. El fuego de las ambigüedades, tal cual un inmenso planeta que se nos viene encima… Ven, tú, la de negra frente, dulce, amorosa noche, dame a mi Romeo y cuando muera hazlo tuyo y compártelo en pequeñas estrellas: la faz del cielo será por él tan embellecida que el mundo entero se apasionará de la noche y no rendirá más culto al sol esplendente… .

Era el año 1887, la invención de la bombilla de luz afectó la actividad humana, produciéndose una hilera interminable de focos en las principales ciudades del mundo. Desconocemos si en esta orilla se habría producido ese milagro, pero ciertamente el cementerio sería uno de los últimos lugares por alumbrar. El camposanto: un territorio largo y angosto de una sola vereda que colinda al mar, tapiado y cerca de un pequeño acantilado, ahora sobrepoblado. Las gentes bien de estas islas, ante el terror a la muerte, ubicaban los cementerios de frente al océano para que los espíritus no se mezclaran con los vivos e hicieran su camino libre de trabas y sin interferencias. Allí se encuentra la tumba de la madre del joven y las tumbas de los Esteves Völckers, de los Van Derdys Wagenaar y de los Koppisch con su despliegue de status social unido al sentimiento. Es aquí en donde se citan los jóvenes. La sensación de peligro inminente es sobrecogedora. Encontrábanse luego de que sinnúmero de mensajeros de todas las edades se entrecruzaban llevando y trayendo notas de amor en medio de la parada diaria para el recogido de agua. En ese cementerio, precisamente frente a la tumba de la madre del joven, hacen su juramento…Carmen y yo venimos, madre mia, para hacer nuestras bodas en secreto… Allí sellaron su pacto amoroso, allí comenzó el juego de la espera mientras la mayoría de la población parasitada seguía viviendo de a poco junto a la algarabía de las galleras improvisadas, el eco pesado de las carretas de bueyes trasladando barriles y sacos para los amos, y el silencio de la ropa que se seca en los balcones.

Barcelona en su fin de siglo es una ciudad vibrante, optimista, con universidades de primera y mentes inteligentes y elocuentes. Las librerías y los cafés abundan, así como el teatro y la ópera. El espectáculo cubre la Rambla entera que incluye sus mujeres en su variedad de vestidos, abanicos y sombreros engalanados de plumas de aves y sus hombres con largas patillas, sombreros de bombín y aires aristócratas. El deseo lo ilumina todo, en especial el deseo que infla a la manada de estudiantes que vive la ciudad. En un largo epistolario a la mujer de sus sueños, el joven describe su viaje en barco, los compañeros tripulantes, el avistamiento de delfines, las manadas de aguas vivas y bancos de peces, así como el sangriento espectáculo de los barcos balleneros. Le habla sobre los humores del océano, a veces furioso y a veces tan quieto como una manta de hule que pernocta en un techo. En sus cartas le va indicando la ruta del barco, los horarios de arribo, su llegada a Barcelona y ante todo le habla sobre la profunda angustia que siente al haber tenido que separarse de ella…su esposísima…para continuar sus estudios. Pero hay cartas que expresan su malhumor porque ella no responde con rapidez o por la escasez de estas… ¿Por qué no escribes? ¿Qué poco te importan a ti mi impaciencia y mis penas? Se disculpa, pide perdón por ser tan abrupto: Yo podré ser imprudente, esposa mia, pero aquí, en lo hondo, aquí, en lo hondo de mi corazón eres tu señora absoluta y todo lo que allí hay es vasallo tuyo. Le envía poemas: un soneto, un dibujo a pluma de lo que considera será el futuro de la pareja en unos años. El todo un gordo panzudo con doble papilla y ella una señora joven, esbelta, elegante.

¡Cómo le seduce la melodía de su arpa! Describe sus estudios, sus padecimientos, sus fiebres y también la constante sospecha que queda en el aire… Hay algo que yo presiento y que no puedo imaginar. Vuelve la hoja y mira el soneto que te dediqué…Y si quieres convencerte, mira…Tu estarás guapa, muy guapa, yo estoy gordo, muy gordo… para de seguido describir el día a día de aquella ciudad, intercalado con expresiones de sufrimiento por temor a no ser reciprocado. En otras cartas la aconseja como si fuera un padre, un hermano mayor…ah!!!… hombre domesticado por su propia fortuna… Tanto sacrificio he hecho… le escribe. Nervioso, inseguro, este joven continúa escribiendo uno de los más hermosos epistolarios que se hayan producido por estas islas, mucho después, muchisísimo después de enterarse de que la familia de la joven la había comprometido en matrimonio con otra persona…. ¡O, soy el tonto de la fortuna!

La joven, halagada por sus padres, ha asegurado otro triángulo. El padre se puede retirar de la contienda, ya no tiene que andar al acecho de la hija. Ya no anda estudiando cábalas, o pidiendo a su mujer para que rece todos los rosarios que hagan falta y que toda esta maldad desaparezca. El odio es anterior al amor, ha señalado Freud en algún momento. Al joven le repugna, le repele esa telaraña de intrigas partida en pedacitos y que se teje en su nuca. El desaliento es profundo y se deja embrutecer, lanzándose sobre sus propios delirios. .. de esta espantosa realidad, aún dudo y no sé quien me preparó, cobarde, por detrás y a traición, el golpe rudo…La pasión se ha convertido en pesadumbre, la tristeza en duelo, lo que no le permite salir de su habitación de estudiante, tampoco le permite alimentarse o asearse. Hay regiones que rotan hacia el centro del sol generando tormentas solares que producen efectos colaterales en la tierra. ¿Será la melancolía uno de esos efectos? Es, luego del cataclismo que la noticia produce, luego de la enfermedad mortal del ánima, que el joven intenta construirse nuevamente, salvarse, ir a sus orígenes. A contracorrientes y tocando su propia animalidad se gana la integridad humana, se dice. Entonces se alimentó de la ‘Laura’ de Petrarca invocando a su propia ‘Laura’: Laura mía: ya se que no lo eres mas este amor, que ha sido flor de un día, se olvida a solas de que no me quieres y, en medio de mi bárbara agonía ¡te llama....!

De ella no supimos más, a excepción de que se casó y dicen que fue feliz. Su padre fue feliz, su madre fue feliz, hasta que un día se vio por aquel litoral una góndola negra y alguien reconoció a la joven—ahora convertida en mujer. Abordaba la misma para navegar y arribar a un balcón de un pueblo cercano: rígida, queda de razón, mas presa de miedos atroces. Desamparada a la locura, a la pérdida de identidad, indiferente a la vida y dominada por temblores irracionales. El espectáculo de su locura despertó de la siesta a los vecinos. ¿Atraería mucha audiencia? ¿Alguien cuidaría de ella? ¿Habría perdido su capacidad de recordar? ¿O solo se desvió temporeramente a una vereda de montaña poco conocida, con abundantes libélulas y mariposas. ¿Cuál sería su tormento? ¿Una tristeza desproporcionada? ¿Un sentido de culpa lejano? ¿O una manifestación de soledad ingrata? Tal vez, hubo un deterioro de su sensibilidad causado por abusos de terceros. ¿Tal vez no pudo compaginar esa terrible vida de tener que compartir por tantos años su cama con otro, lo cual te obliga a sonreír todo el tiempo y desplazarte por la casa enferma de pena como un espíritu asomado a los pasillos de un hotel encantado, mientras tienes que soportar los exabruptos, las flemas, los hipos, el mal aliento, la peste de quien no amamos y para colmo consumir— consumar el rito de la costumbre. La única realidad palpable es que el espectáculo en aquel balcón continuaba hasta las altas horas y los faroles en la calle iban siendo apagados por el sereno. Hasta que su familia (siempre la familia) tomó la delicada, pero cruel decisión de sacarla del escenario de carnaval y conducirla, con palmaditas en los hombros, hacia el Manicomio Insular.

Unos pocos años antes el League of Social Services, brazo derecho del nuevo imperio, documentaba con sus fotógrafos las carreteras de tierra, los ríos, al vendedor descalzo con un palo entrecruzado por el cuello cargando pescao, los palmares, los entierros, los niños bañándose desnudos en el mar, las fiestas en la plaza, las casuchas con techos de jagua y las cuatro musas de mármol que engalanaban el Ojo de Agua. Precisamente una de esas musas tenía el poder de desprenderse y volar a otras tierras, a otros rincones. Cuando eso sucedía el mar se disparaba unas olas tan altas que cubrían todo el borde de esa punta con un rizado de espumas parecido al tejido hecho por las viejecitas en el centro de la isla. La musa manipulaba y flexibilizaba el ambiente apropiándose del ritmo de los sonidos de los amores imposibles… ¡Entiérrame muy hondo y ten cuidado que los muertos del alma resucitan! El manicomio daba en su planta baja a dos jardines coloniales divididos por inmensas habitaciones. En ambos centros, unas fuentes de piedra con sus macetas de amapolas alrededor de sus columnas adornaban el área. Dos personas debían sujetar las puertas principales del ambiente cada vez que se abrían estas, porque el azote del viento del mar era tan sobrecogedor que atraía a los pacientes conmovidos con los misterios de la vida, a los espíritus desubicados y a la Musa del Ojo de Agua. Unos ochenta locos y unas setenta locas vivían en el lugar, según el informe oficial del Superintendente de Manicomios. Mentes nerviosas, enajenadas, tristemente abandonadas a la fantasía del otro, a los mundos paralelos que surgen de las fiebres de los volcanes… Sombra lejana de un frenesí, antigua sombra que viene y va, pensaba en ella, cuando la vi, pálida y triste como ahora.... La locura, en su crueldad, puede ser un estado solidario, como un desierto sin lunas capaz de producir sapos amables con seis patas o un planeta sin soles en donde emana la sangre de la vida. Sangre hecha de mañana tibia, como el latido de los eclipses. Sustancia tan antigua como el mito de ella. Borbotones rojos por todos lados, cual personaje de ópera italiana.

Ya para la década del 1900, cuando el brasileiro Alberto Santos Dumont decidió recorrer en su dirigible la circunferencia de la torre Eiffel, mientras los magnates del caucho de su país disfrutaban de los placeres de la vida dando fuego a sus habanos con billetes de cien dólares, reaparece el joven en esta historia, echo una figura respetable y hasta legendaria en esa isla, por su carrera política, por su poesía, por su oratoria. Se ha casado, se ve en armonía y en paz consigo mismo. Una tarde mientras dormía la siesta en un diván de su oficina, sopló el viento tan violentamente que una extraordinaria ráfaga abrió los ventanales de aquel recinto trayendo enredada a una de las musas del Ojo de Agua. Cuando despertó, en el gramófono se escuchaba el piano del Souvenir de Porto Rico. Así fue como se enteró de que existía una interna en el manicomio que recitaba una y otra vez estrofas de su poema “A Laura”. Intrigado, escribió una nota al director del hospital pidiendo una reunión de carácter urgente. Al próximo día, desde la oficina del mismo – la que queda adjunta al patio— junto a un par de mujeres flaquísimas que intentaban atrapar con las manos a un grupo de nubes en el infinito, se topó con una mujer pálida, ojerosa y casi vieja. El tiempo es un hilo de sustancia gelatinosa capaz de determinar el momento de los encuentros. El tiempo. No el destino. Es tanto lo que ese hombre recuerda, tanto con lo que tropieza, tanto lo que todavía venera. No en vano en aquel intenso epistolario le manifestó a la hermana de aquella mujer que amará a Carmita como se ama a los muertos, sin esperanza... Como se ama a los muertos, hasta el infinito. En su conversación con el director del hospital le encomienda cuidar mucho a esa paciente, mientras abre su cartera y saca unos billetes. Es así como de ahora en adelante veló por los cuidados de aquella mujer, callada y reservadamente y en memoria de aquel amor, hasta una tarde del año 1910 que la acompañó hasta su última morada: el cementerio de Santa María Magdalena de Pazzis. Sereno y hasta aliviado, el poeta se amparó en la claridad del día y las gotas de agua salada del océano, mientras el resto de la procesión intercambiaba miradas, gestos y comentarios.

Santa María Magdalena de Pazzis fue una monja carmelita proveniente de la alta sociedad, que desde pequeña vivió una serie de experiencias místicas a los que ella llamaba ‘arrebatos de amor’, y que la hacían correr por los terrenos de su palacio y más tarde por el claustro hasta llegar al campanario para hacer repicar las campanas, llamando a todas las almas a amar el amor o pidiendo que todos se entregaran al desnudo padecer. Estos episodios venían acompañados de violentas convulsiones y era en esa bipolaridad, entre el caos y el éctasis que ella expresaba una serie de máximas. Muy bien acompañada quedó la señora junto a su símil de realidad. Por fin: liberada de todo….Aunque nunca sabremos la verdad. ¿Con cuántos velos cubrió su cara? ¿Cuántas máscaras de felicidad tuvo que inventarse? ¿Cuántas falsas leyes tuvo que engendrar hasta hacerse cómplice de todos ellos (a la manera de Freud). Dicen los entendidos que en ese cementerio en noche de vientos fuertes se escuchan los gritos de una mujer. ¿Será ella? Además, cuenta una sobrina—biznieta, que en días de reunión familiar, en una de las paredes de la sala de lo que fue la casona del poeta, hay un cuadro que a una hora precisa, después de lanzar unos destellos (imperceptibles para muchos) se desprende de la pared para caer al piso.

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----Nota: La frase: Hollando tantos primores, es de Manuel Zeno, Gandía. La charca: crónicas de un mundo enfermo. (Ponce, PR, Est. Tip. de M. López, 1894). Las frases: Ven, tú, la de negra frente y ¡O, soy el tonto de la fortuna!, son de William Shakespeare (en traducción). Romeo y Julieta: drama en cinco actos. Todos las otras itálicas son parte de la correspondencia del poeta puertorriqueño José de Diego, así como la ilustración incluida y las citas a la elegía ‘A Laura’.