Habitación propia

Creativo

escribir es reparar la herida fundamental, la desgarradura”

—Alejandra Pizarnik

Cincuenta pastillas después, la muerte ya comienza a besarte la sangre y recuerdos. Dejaste tu carrera como traductora, porque insistes en que necesitas traducir tu espejo. Lo has intentado todo: periodismo, música, pintura, cambiarte de nombre, de amigos, de ciudad, pero solo te hallas en tus cartas y versos. Intentas infructuosamente vaciar tu vida en los libros. No quieres aceptar que los escritores poseemos dos vidas, y posiblemente cientos. Una es la tuya, la que inexorablemente eres; la otra son esas vidas que escribes. El punto entre ambas es cada vez más distante. Aun así, escribes poemas, diarios, historias donde eres otra, más flaca, más bonita, más amada, más definida de género, cuántas más más alternativas, eras menos esas otras, hasta quedarte encerrada en ti. Al fin de cuentas buscabas tener tu propio refugio, tu propia habitación, escribiste poemarios, publicaste tus diarios y fueron tan exitosos, que muchos llenaban sus dolores desplazándolos con los tuyos. Mientras más se vendían, más débil te sentías. Ibas perdiendo las fuerzas hasta para colmarte de miedo, ese terror que te acompañó desde niña. Extenuada pretendiste expulsar todos los infiernos que te quedaban, escribiste hasta desgarrar tu última palabra, solo así saltaste hacia el vacío de ti misma, hasta quedarte con esa inmensa nada y el frasquito de ansiolíticos. Cincuenta pastillas después, llegaste a esa infinita soledad donde se pierde la última inocencia y ya solo eres esa habitación propia, donde alguien pondrá tus diarios sobre la mesita de noche antes de dormir.