Yo soy abogado

Caribe Imaginado

Pasó hace 40 años. El hombre, alto, flaco, lánguido, vestido con ropas mustias y gastadas que parecían trapos, me pidió ver la palma de mi mano. La observó, sin ceremonias ni misticismo, acostumbrado. Mientras leía cada línea, el adivinador me dijo: veo muchos papeles, muchos libros, te veo escribiendo, hablando en nombre de otros. Ya yo había decidido que no quería ser médico, no me había gustado el ambiente ni la gente en la Facultad de Ciencias Naturales, eso, eso no era para mí. Todavía, sin embargo, no sabía que sería abogado. Eso vino después. Hoy, ya hace 25 años que, diariamente ando sumergido entre papeles, leyendo, escribiendo y hablando en nombre de otros.

Consultor, canónico, acusador, defensor, de Dios, del Diablo, de oficio, del Estado, laboralista, de pobres, de corporaciones, de sucesiones, titular, de beneficencia, de récord, civilista, penalista, federalista, de Familia, secano… ¿qué es ser abogado?

Ulpiano, quien desde el Siglo III nos legó que “la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su propio derecho”, también nos instruyó a que el derecho estaba constituido por tres principios básicos: vivir honestamente, no dañar a los demás, y dar a cada uno lo suyo.

Dar a cada uno lo suyo. Concebida como virtud humana, la justicia es principalmente equidad, dar y permitir igual acceso a iguales oportunidades. Que cada niño, cada niña y cada adolescente, tenga exactamente el mismo acceso a la misma oportunidad de educarse, el mismo acceso a la misma oportunidad de disponer de una computadora, de internet de banda ancha y calidad, a los mismos textos y materiales, a la misma computadora desde la cual servirse, a la misma información, a las mismas condiciones. Y si cierto es que el igual acceso no garantiza iguales resultados, es claro que, como cuestión de justicia, garantiza su propio derecho.

En ocasiones no es fácil determinar qué es lo suyo, porque lo suyo, lo que le corresponda a alguien, puede ser la privación de la libertad, la pérdida de un bien, la terminación de una relación, la horrible prohibición de relaciones paterno o materno filiales. El Derecho, mal administrado, puede causar violencia, dolor y sufrimiento, y hasta constituirse en escenario de revictimización, como cuando se priva a una madre o a un padre, injustificadamente, de relacionarse segura y saludablemente con sus hijos. Los abogados, como los jueces y las juezas, tenemos que poder dormir, reposando la cabeza en la almohada, sin preocupación alguna de que los trámites de la Justicia han sido manipulados por quienes tienen interés en ellos.

Ser abogado es mirar, procurar, entender, defender, gritar, pelear porque a cada uno se le de lo suyo.

No dañar a los demás. La clave principal, el paso crítico medular para observar el principio de no dañar a los demás, es realmente muy básico, extraordinariamente elemental, pensar antes de hablar. Porque las palabras, son como las balas que, después que se disparan, después de que ese cilindro metálico del tambor ha girado alrededor de su eje y la munición ha salido disparada de su recámara, no hay vuelta atrás. Pero hay algo más con las palabras, una sola palabra puede hacer más daño que mil balas. Porque hay palabras que nunca podrán ser olvidadas, hay palabras que, aunque creamos profundamente en las indulgencias, será muy difícil perdonarlas.

La murmuración y la critica atroz, cruel e inhumana, provocan daño grave, muchas veces irreparable. Un abogado herido por su situación personal podrá convertir en revólver su boca y decir palabras que nunca quiso disparar. Cuando se está herido, o cuando se piensa infundadamente que algo está corroído, se le puede hacer daño a los demás. Cuando el abogado no logra desbridar su propia vida de la vida de su cliente, cuando no puede distinguir los filamentos que separan su opinión de la de otra persona, podría ignorarlo y peor que eso, ofender, ridiculizar, atropellar a los demás. Cuando no tenemos claro los objetivos de nuestra obligación, cuando subsumimos nuestras propias frustraciones y tragedias, en vez de contribuir a la solución justa y rápida de las causas, podemos ser verdaderos muros de contención que obstaculicemos el acceso rápido, eficiente y equitativo a la Justicia. Vivir honestamente. La honradez supone el cumplimiento estricto de las obligaciones. La rectitud, la derechura. La belleza de vivir honestamente es que no se perjudica a nadie, pues se dice y se obra de la misma manera. Pero tiene un grave reto la honestidad, que no se puede ser parcialmente honesto, que por muy maniqueo que pueda sonar, se es honesto o se es deshonesto, no hay puntos medios.

Vivir honestamente supone decencia y recato, pudor y decoro. Pocos podrán prescindir de un abogado como Sócrates, quien cuando tuvo que defender ante los jueces sus opiniones sobre la religión, no quiso leer el alegato que le escribió Lisias. Cuando se es la voz de otro, la honestidad se impone como un impulso irresistible, como un puente que une distancias y que nos recuerda con palabras que deben retumbar como gran estruendo, que los abogados no somos parte en los pleitos.

Nada puede sustituir la alegría de vivir honestamente, transparentemente, sin trucos ni tapujos, sin mentir ni engañar. Solo las buenas costumbres nos permitirán dar a cada uno lo suyo sin ofender a los demás, porque vivir honestamente no puede hacerle daño a nadie.

Vivir honestamente nos impone respetar el orden social, ser tolerantes y tener paciencia, evitar la obstinada seducción de querer alargar, estirar y obstaculizar la más rápida y eficiente administración de la Justicia con burdas estrategias de dilación y frustración de actos procesales.

Me siento extraordinariamente orgulloso de ser abogado. Pero más importante, me siento feliz y satisfecho de haber podido en estos 25 años, vivir honestamente, sin dañar a los demás y dando a cada uno lo suyo, pudiendo dedicar parte de estas dos décadas y media a las causas que creo más importantes, particularmente a la defensa por los derechos humanos de las niñas, niños y adolescentes. Doy gracias a mis hijos Sebastián y Lorenzo y a mi esposa Yanira, por caminar junto a mi.

Este Ilustre Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico, que ahora cumple 180 años, ha sido el vivero donde germinaron las semillas que habían sido sembradas en mi casa. Donde entendí que la salvación, si puede ser individual para muchos, además, puede ser colectiva y comunitaria para otros.

De aquí, de estos salones, dentro de estas paredes donde, a través del tiempo, han habitado y conspirado –de la buena manera– grandes mujeres y hombres, brotaron las hojas y las flores que me hicieron entender con absoluta claridad que, así como no se puede comprar el mar, el cielo o la felicidad, tampoco se pueden comprar la limpieza, la transparencia, el honor y la dignidad, porque esas, esas no están en el mercado a ningún precio.