El reloj

Creativo

Sonaron seis campanadas del reloj, eran las mismas que sonaban diariamente, solo la luna o el sol indicaban si era la hora de despertar o la hora de dormir.

Emilia, abrió los ojos, observaba el mismo techo por los últimos cincuenta años, las mismas campanadas, la misma cama, el mismo cuarto, lo único diferente era el aroma a vacío de la mañana, la falta del beso de José María, que extrañaba al despertar. Apenas recuerda sus labios rancios al despertar, veinte años tratando que no se le fuera el último beso que se dieron.

Sonaron siete campanadas del reloj. Era la hora del café, tenía que levantarse. A los ochenta años el cuerpo tardaba en despertar, aunque sus pensamientos estuvieran despiertos. La misma rutina de ponerse las sandalias y caminar al baño, diez pasos desde la cama al baño, como los presos conocía a perfección la distancia del espacio en que vivía. Miro el rostro en el espejo, se veía envejecido, aunque para Emilia tenía la misma juventud. Era el espejo el que envejecía, no ella.

Se cambió la bata de dormir, se puso la bata de la casa, porque a esa edad toda la ropa eran batas, las de dormir, las de la casa, las de salir, para las pocas veces que salía. El único vestido era negro, para visitar el funeral de las amigas, ya le quedaban pocos funerales.

Sonaron ocho campanadas. Emilia siente que estuvo mucho más tiempo en el baño. Pasé rato observándome en el espejo, se dijo, el tiempo pasa más lento a esta edad. El vapor de la cafetera anunciaba que ya estaba lista. El café sin azúcar era el fiel amigo. A veces se preguntaba si extrañaría el café, de la misma forma que extrañaba a José María del que tanta falta le hacían las manías de viejo y los pellizcos al azar en las nalgas. Se le dibujó una sonrisa pícara .

Se sentó en la mecedora sorbiendo el café, la misma mecedora, el mismo balcón, las mismas nubes, la casa del frente con sus árboles, que al igual que ella habían envejecido. Todos los días la mirada lánguida hacia un vacío indefinido, el mismo pensamiento, la visita de los dos hijos. Desde que José María murió apenas la visitaban o la llamaban. Como si José María los hubiera parido. Ese día esperaba que la visitarán.

Sonó una campanada. Cómo pasan las horas. Me toca el almuerzo. Quince pasos del balcón a la cocina. Sacó de la nevera un envase plástico con una comida que no recordaba el tiempo que llevaba, pero para ella, cualquier cosa le servía de alimento. Con poco llenaba su barriga, después de todo los viejos comen poco. Recordó los grandes almuerzos que le preparaba a José María y lo que decía que como jefe de la familia tenía que ser bien servido con una comida completa. Eran unas viandas con un poco de bacalao. Comida de pobres, pensaba.

Caminó a la marquesina, veinte pasos, necesitaba regar las plantas, los hijos de las mismas plantas que treinta años atrás sembró en los mismos tiestos y que no abandonan a sus madres. Las amigas que nunca mueren, pese a sequías, tormentas y huracanes. Observa cómo se refrescan y abren sus hojas en señal de saludos.

Sonaron cuatro campanadas. El tiempo no se detiene como se paralizan los pensamientos. Recordaba en la mecedora la llegada de los hijos de la escuela. La algarabía que formaban frente al silencio y la soledad del hogar. Las sonrisas por las incidencias en la escuela, las frustraciones ante el fracaso en algún examen escolar, las peleas por el programa de televisión a ver, los pedidos cómplices ante ella por la terquedad de José María que ellos entendían que no los complacía en sus antojos. Lo que nunca entendieron era que José María trabaja fuerte para apenas sostener a su familia. El silencio apagó sus pensamientos. El vació lo llenaron la soledad y la tristeza frente a la ausencia de los hijos. Era la hora de comer. Quince pasos del balcón a la cocina. Las mismas viandas el mismo bacalao.

Sonaron siete campanadas. Diez pasos del baño a la cama. La misma bata de dormir. El mismo aroma a tiempo pasado y húmedo. La misma cama, la misma soledad, el mismo vació, la misma frialdad. El mismo techo que observaba al despertar que de noche se transformaba porque no se veían las telarañas ante la tenue iluminación de la lámpara de noche.

Sonaron ocho campanadas. Hora de dormir. Buenas noches, José María, mañana sí vendrán nuestros hijos. Te amo. Y un beso flotó sin rumbo en el aire.

Sonaron once largas campanadas que quebrantaron el silencio de la oscuridad. Aún Emilia no conciliaba el sueño como en todas las noches, pensando por qué los hijos eran tan ingratos con ella. La almohada se humedecía, con las mismas lágrimas.