De luto el boxeo nacional con la muerte de Carlos Romero Barceló

Creativo

Pasados los días previos de la muerte del ex gobernador de algunos puertorriqueños, Carlos Romero Barceló, debemos poner y disponer en justa mirilla, el legado o desgajo de tal figura.  De todo lo que hizo en vida, vasto o chicuelo, considerable o desaforado, cerro o maravilla, dependiendo del color que se mira con sobrada miopía o buena puntería, su mayor contribución indisputada reclama e imputa su incursión determinante pero brevísima como púgil de pesos pesados. 

Rozaba el comienzo del año del 2008 cuando unos amigos muy amigotes se juntaban en un restaurante chic para arreglar al mundo de lo mismo que ellos habían desarreglado. El convite, guaynabitos por excelencia, habituaba charlar amigablemente, entre copas y sopas. Pero, una noche, y de buenas a primeras en sus segundas, se armó el sopón. 

La salpimienta que sonó la campana inaugurando el pugilato pugilístico pareció animada por la opinión del ex en relación al presidente norteño, Jorgito Bush. Carlos alegaba, nos imaginamos de forma y sorna reguetonera y soez, de que el presidente de su nación era un bambalán o bobolón al meterse en Irak sin haber sido invitado y a tiro limpio. Raymond Molina, el inesperado contrincante no hizo mutis, más todo lo contrario. El retador del ex se ofendió torrencialmente alegando un asunto de pundonor ya que aseguraba que era amigo, personalísimo, de Jorgito, “matojo” Bush. 

Raudo, le señalo con el dedo desafiante, contestando los improperios y relinchos verbales de Romero. Éste, no se achantó, que figure en la historia de este asalto memorable, para record. Acto seguido, lo seguidito. Agarró con furia el dedito acosador de su rival de amores americuchis como rememorando aquel juego de párvulo de quítame la pajita.  

Y se la quitó, de acuerdo al video de seguridad del come y vete sibarito. 

Raymond, se defendió como pudo de la llave de luchador sumo que inmovilizaba su pobre dedito aprisionado por Romero. Mientras, este último, ultimó un zafarrancho inesperado e impetuoso como oso siberiano, se alzó e izó de la silla. ¡Por mi madre!, parecía que botaba humo y hollín por las narices de su hocico, cual toro de muñequito echando una fumarada de rabia al fajarse contra su rival  

Ah desgraciado, si el dolor te abate… Haz como el toro acorralado: ¡muge! O como el toro que no muge: ¡¡embiste!!, rememoramos el clásico poema de José de Diego en la brecha de la vida y de este cortito artículo. 

El émulo mulo, perdón, equino de Romero, de acuerdo a la leyenda trotada toda su vida política con el sobrenombre de caballo, continuó por breves segundos agarrando férreamente el pobre dedito que ya latía a gritos de que lo zafaran. Un amiguete de turno, fingiendo mas que fungiendo de réferi, logró separar el torniquete entre forcejeos de bailes de tango y traspiés de empujones. 

En la retirada, cual Muhammad Ali en sus mejores tiempos, Molina sacó un soplamocos desde el escondite de un derechazo demoledor que vino a parar en la hinchazón del próximo ojo morado de Carlos Romero Barceló, con la mala pata, pero buena destreza boxística, de dejarlo casi tuerto para el resto de sus días invidentes. 

No hay duda, el momento cumbre de la vida de Carlos Romero Barceló, aquél que puso de pie las gradas de puertorriqueños indignados por la impunidad del politicastro que enriqueció a su familia desde cargos públicos, vengativo, tramposo y fanático como pocos, se produjo aquella noche etílica. Y lo irónico de todo este episodio quedó consignado para la historia porque era la segunda vez en toda su larga vida que la razón le asistía al criticar la sinrazón de un presidente parecido más en su gobierno a un asesino en serie. La primera, evoca la vez cuando en kindergarten alzó la mano para ir hacer pipí al baño y la maestra le concedió el permiso por buenas razones al darse cuenta de la urgencia del muchachito moviendo sus caderitas con desenfreno, a lo Elvis Presley.  

De todos modos, nunca antes en la historia patria un guantazo tan certeramente dado encarnó, descarnadamente, eso de justicia poética o tomar una cucharada de su propia medicina amarga

Tiempo después del clásico nocaut, a los 15 segundo del primer round benemérito e inolvidable, conocí casualmente a Raymond Molina, genio y figura. Salía a sus anchas, junto a un amigo entrañable de un restaurante riopedrense luego de cenar opíparamente. Mi fraterno, tras el saludo de rigor poco riguroso, aderezado con bromas jabeadas al tabique del humor ingenioso, delató al susodicho que hasta ese momento era irreconocido.   

Oye, me dijo, este señor que me acompaña fue el que le propinó el soplamocos a Romero

Lo que ocurrió a partir de esa revelación privilegiada, les aseguro, salió del coxis de mi alma. 

Alcé las manos como un aleluya histriónico en un domingo creyente, y más o menos declaré, emocionado, lo siguiente…  

¡Ahh Don Raymond Molina, el prócer de próceres. La patria se encuentra en deuda con usted. Quéeeee la estatua de Colón. La estatua de Raymond es la que hay que erigir en la entrada de San Juan!  

¡Mire, usted es estadista y admira a Bush, yo soy independentista y admiro al Che. Hagamos en este momento crucial, una tregua y trato. Como decía mi hermanazo del alma, Pepito Marcano, “los pendejulus se dan la mano pero la gente buena se abraza”! 

Y eso hicimos con afecto, ante la vista sobrecogida de la sorpresa. 

Quien diría que, en una isla a la deriva, arrinconada en las Antillas como olvidada por el destino, impaciente paciente de la demencia senil de la historia, iba a borrar de un plumazo a la calenturienta “Guerra Fría”. Y todo eso, gracias a la gracia de un puñetazo al ojo huracanado de un ex gobernador huracán.  

¡Que viva por siempre la memoria de aquel peleón del siglo, machucado, entre el retador, Raymond “Kid” Molina y el defensor de lo indefendible, Carlos, “La Chata” Romero!