Llego, siempre llego tarde, al "pegao" del caldero. Se acerca un muchachillo al puesto de gasolina, en una guagua parecida a un tanque militar. Presume de gorila de espalda plateada. Vocifera, se encojona, pone el gesto de los guapos torpes. El asunto es como un cuadro de Pablo Picasso.
Cúbicamente inexplicable y lindo. Es una goma (llanta) vacía y el culiflojo no sabe cambiarla. Entran y salen clientes. El público mira; nadie se acerca por su actitud. Se baja la madre, la esposa, la hija, la hermana y el hombre es una pieza de roca de pedernal. Sigo mirando la maldad, la moña del cannabis y a una mariposa amarilla que tiembla en la antena de mi carro. Me fascina ver la poquedad de los seres humanos; esa sordidez que tiene la miseria, el agua de fregadero y los besos de la costumbre.
El muchachuelo no le queda de otra. Tiene que mirar a los concurrentes; como si estuviera pidiendo el esquife de la salvación. Pero insiste en el manejo de sus herramientas, con una ineptitud sublime. Lo miro y me dan ganas de comer jueyes crudos en el carapacho. Sus acompañantes no tienen culpa. El macharan es él.
El cielo se nubla, pero llega un alma compasiva. Siempre hay gente buena. Esos seres que caminan como si fueran sambos, pero se comportan como los artesanos de las flores y el polen. Miro, lo sigo mirando; no me quiero perder esa pieza de millennials o quizás un influencer millonario. Pido una medalla de botella y le pido otra a un cachetero de oficio y le digo: qué te parece el individuo?
El hombre me pone cara de pendejo de carretera sin asfalto. Trastabilleo, me agarro del zafacón y el mundo se me ha convertido en las cataratas del Iguazú. Vuelvo a poner la cadena de mi motor del tiempo en el diente preciso. El señorito sigue en la faena. Le resuelven el problema y me mira, con rostro de conciliación: “Es que yo tengo un problema con el hombro izquierdo....” No le sonrío, ni le digo nada. Miro a su hija y la niña sonríe y dice para sus adentros: ay papi, siempre lo mismo.......