Crónica cervecera

Cultura

(San Juan, 11:00 a.m.) Entro en una barra de cuarta clase o de mala muerte, no sé.  Conozco la dueña. Conozco el ambiente, conozco la promiscuidad de la incumbente. No importa, no es importante; el tiempo corre, apremia, el calor del día aprieta. Le busco conversación al ingrávido que atiende y el hombre se abre como una flor de calabaza.

Miro alrededor, miro el espejo de la barra, que está frente a mí, y observo por el ángulo derecho de mi vista, la retrovisión de los quehaceres humanos.  Un hombre gesticula y da a entender que hay moros en la costa de Islote.  Me quedo sereno, como el que está seguro que la muerte le va a llegar bebiendo Medalla. Carraspeo, sigo mirando por el espejo y me digo: pide una cerveza y pídele una a él.  Se acerca, me da el puño requerido en los tiempos de pandemia y yo le sonrío con mascarilla.

El hombre es de cuidado, le comento algo insustancial, pido una cerveza y le digo a la dueña: dele una al caballero.  Tiene la camisa desabotonada y tiene un gesto de  perdona vidas. Yo amugo, como caballo viejo y vuelvo a preguntar una cosa inconsecuente.  El hijo, de los poderes del hemisferio norte, me mira y hay es que me digo:  cogieron fuego los cañaverales Claudio.  ¿Anoche llovió mucho amigo? 

El hombre no contesta, pero me mira y piensa: este es un pendejo de mierda, tiene que ser un blanquito de la banda de allá del río. Pero ahí fue que me llegó el valor de los caídos.  ¿Qué hora será?, le digo, con gesto de jodedor. El día es una pomarrosa roja y absoluta.  Nadie me contesta.  Reviso el bolsillo de mi pantalón y toco la llave de la guagua. Te pegaste en la lotería Claudio.