Tiempos de una nueva decadencia en occidente [a partir del colapso EE.UU.]

Política

(San Juan, 12:00 p.m.) Los países centrales del sistema global —Estados Unidos y varios euroccidentales— transitan desde hace años hacia una nueva forma de desorden cuyas consecuencias nadie conoce. Sus ideologías han supuesto el desorden social como la sociedad deseable, de libertad, abundancia y democracia, que debe a toda costa cerrarle el paso a la amenaza 'autoritaria' del comunismo.

Signo de los tiempos, dicen algunos, es un ser humano centrado en su psiquis y su cuerpo. Su identidad desajustada e informe sería ajena a ideas políticas y buscaría satisfacción en el mundo de ambivalencias y discapacidades de su ego. Una subjetividad rebuscada se opone a la presunta persona moderna capaz de someterse a presiones sociales, familiares y morales, alentada por la vida privada pero también por la pública, y ajustada a textos, partidos, la nación y las ideas de cambio colectivo.

Lo íntimo y privado se imponen sobre lo social y público. En el neoliberalismo el examen minucioso del yo contrasta con la escasez de educación política y teoría del estado, como si las cosas pudieran separarse. De cualquier modo, todo esto acontece en pequeños círculos, pues las letras se han alejado de las masas.

Imparte hegemonía a Europa occidental un estado imperialista decadente, Estados Unidos. Es decadente como imperialismo, no necesariamente como nación que podría reconstruirse de otro modo. Es a través de las noticias, entretenimiento y educación de este 'Occidente' que en el ambiente puertorriqueño conocemos el mundo y la realidad.

Asia y 'Oriente' surgen como actores principales en la nueva correlación de fuerzas. Son nombres significantes de numerosas culturas, ricas y antiguas, que abarcan más de la mitad del mundo. Sin embargo, son ignoradas y ninguneadas en los medios de difusión del llamado Occidente. Este último es presa de un peligroso infantilismo y no admite su propia relatividad.

Japón es arrastrado por el sistema financiero y comercial americano-europeo. Dado el recuerdo de las bombas atómicas, resulta lastimosa su humillante alianza subordinada al militarismo racista norteamericano.

Mientras tanto, ascienden China Popular y la Rusia pos-soviética capitalista. No es absoluto su ascenso, sino relativo al declive estadounidense y a la expansión de la institución del estado-nación alrededor del mundo. La descolonización en cierto modo está empezando. No terminó después del desmantelamiento pos-1945 de los imperios europeos. La lucha de numerosas naciones por el desarrollo enfrenta el problema de la deuda.  Luce que la iniciativa de China, Belt and Road, persigue estimular las soberanías tanto como pueda.

La veloz instalación del Talibán en Afganistán, en agosto de 2021, ilustra la decadencia de Estados Unidos. No sólo recuerda la derrota en Vietnam (por las imágenes y reportajes que guían los 'análisis' de los editores de prensa estadounidenses), pues es más revelador: por el carácter rudimentario del Talibán; y por la ridícula ineficiencia del país que dice sin cesar a su audiencia cautiva (sus zonas de influencia) ser líder del mundo. Washington ignoraba el contexto afgano; cientos de billones que destinó a su intervención por veinte años fueron saqueados por la corrupción; su gobierno aliado era un cascarón hueco sin relación orgánica con el país. La hegemonía del dinero desarticula hasta la política imperialista.

En otro extremo está Cuba, que enfrenta el criminal bloqueo comercial. Estados Unidos sigue su tradición de aislar y estrangular, que desata con saña contra los comunistas. Impuso bloqueos a la Rusia soviética en 1918, a China entre 1949 y 1972, a Corea del norte desde 1953 hasta el presente, al norte de Vietnam desde 1948 y después de 1975 al país completo hasta 1995, y a Cuba —más pobre y joven— desde 1960. Estas agresiones han fracasado.

Al forzar más pobreza sobre países previamente pobres por el colonialismo, los bloqueos norteamericanos infunden ímpetu a la nación revolucionaria, pues ésta produce una cultura original que se relaciona de formas nuevas con la pobreza, la riqueza, y el desarrollo económico.

La narrativa occidentalista suponía un progreso lineal de la humanidad centrado en Europa. 'Occidente' incluyó después a Estados Unidos y Japón. Su relato en apariencia cándido disimulaba incontables crímenes. Pero el sistema viene implosionando ante nuestros ojos. Su crisis social se dramatiza en los países dominantes, aunque simulen normalidad e indiferencia. No hay desorden, sugieren, sino el orden de una humanidad naturalmente caótica, codiciosa y violenta.  

Sin embargo, las instituciones se debilitan severamente. La lucha para organizar y desarrollar el estado nacional, incluso mediante ideologías conservadoras en algunos sitios, es una búsqueda de orden en un mundo cuyo desorden atenta contra la sociedad misma. El capital destruye la sociedad, podría decirse, siguiendo el sentido del Manifiesto comunista.

La crisis de los países ricos es autoinducida. Corresponde al carácter contradictorio del capital, simultáneamente creativo y destructivo, pero incluye también la decadencia de economías de especulación, renta, improductividad, deuda privada y pública, e irresponsabilidad respecto a la reproducción social.

El capital exige productividad a los países periféricos y semiperiféricos —de Asia, África, América Latina, Europa oriental, el Caribe, el Mediterráneo—, donde se concentra hoy la producción industrial y agrícola, para que trabajadores con salarios muy bajos generen plusvalor para disfrute y derroche de las sociedades centrales. No tiene interés en generalizar la productividad ni circular la riqueza en el mundo y la sociedad.

En los países centrales, el capital ha desactivado gran parte de su capacidad productiva en función de la especulación financiera, la inseguridad social, la disminución salarial, el desmantelamiento de las soluciones colectivas, y el consumo a base de crédito. Así destruye el proletariado, la ilustración y el ideal de difundir los progresos materiales y culturales, cosas que habían propulsado las ideas de nación y pueblo.

Así pues, en Europa decae la cultura progresista y socialista. Por su influencia histórica en los otros continentes, sobreviene una crisis mundial del socialismo. Se dificulta el hábitat para que la semilla socialista germine, el ambiente que relacionaba clase obrera, intelecto y política alternativa. Este provisional fin de la historia y de la lucha de clases en Occidente responde a impulsos ciegos del capital, pero también parece una estrategia política meditada.  

Entre las décadas de 1940 y 1970 la productividad aumentó grandemente a escala global. La estimularon los países capitalistas dominantes, los esfuerzos de desarrollo de nuevos estados-naciones, y el campo socialista. Se expandieron de forma inédita la educación, el conocimiento, las tecnologías, las culturas nacionales y la conciencia del carácter social e internacional de la vida humana. Estas condiciones dieron impulso a las luchas populares y al socialismo.

En respuesta se desató la agresividad del capital privado. La riqueza resultante del salto productivo se tradujo en finanzas y poder bancario. El estado aprovechó el desorden 'espontáneo' del capital para eliminar espacios culturales y económicos que contribuyeran a ideas comunistas. Empezó una destrucción de los logros sociales.

Sin embargo, el comunismo resurge indirectamente en numerosas luchas populares atizadas por los atropellos del neoliberalismo contra los trabajadores, los pobres, las comunidades oprimidas y la ecología. Abundan indicios de una conciencia anticapitalista y antimperialista, a la cual seguramente ayuda la crisis de legitimidad de los estados capitalistas principales. Millones de gentes claman porque el estado ayude al pueblo y la sociedad, se expandan la salud y la escolaridad, y el pueblo mande, en lugar del dinero y las claques corruptas.  

La política se pone al servicio de las finanzas y el comercio, dando pie a más corrupción, en lugar de desarrollar los recursos productivos. Desarrollar estos recursos óptimamente significaría integrar la población a la educación, el trabajo, la ciencia y tecnología, superar la pobreza y la marginación, y buscar la mejor relación posible con la naturaleza.  

Junto a la deuda está el militarismo. Estados Unidos, potencia guerrerista máxima y país acreedor, es a la vez el más endeudado. La fuerza militar protege un régimen cuya inestabilidad se exacerba precisamente por la hegemonía del dinero. Como la financialización de la economía es internacional, también lo son el estado y el ejército. Puede decirse, por ejemplo, que en el hemisferio americano domina un solo ejército, comandado desde Estados Unidos, que incluye los de Chile, Argentina, Brasil, Colombia, República Dominicana, Honduras, Guatemala, etc.

Es indispensable el estricto control imperialista para que los ejércitos, compuestos mayormente de jóvenes de clase trabajadora, no vayan a volverse contra las clases dominantes o contra el colonialismo, como ha ocurrido en diversos casos, desde la Comuna de París hasta el chavismo en Venezuela.

En Estados Unidos es íntima la unidad entre militarismo, sociedad civil y cultura popular; se reproduce en escuelas, universidades, comunidades, iglesias, películas y videojuegos. No es tanto así en Europa, y he aquí una potencial diferencia con Estados Unidos si se combinara con otros asuntos, por ejemplo, el actual comercio europeo de gas natural con Rusia.

La revolución digital ha posibilitado la nueva dimensión transnacional de la economía y el poder. Junto a la internet, la cultura digital ha contribuido al relato de la 'globalización' como un progreso absoluto al que la humanidad ha llegado por fin, donde la tecnología felizmente hará eterno el Occidente capitalista y universal su democracia simulada.

La digitalización i) acelera de forma inaudita las transacciones financieras y comerciales; ii) posibilita nuevos sistemas transnacionales de vigilancia policial y actividad militar (data, filmación y grabación de poblaciones y espacios); iii) produce entretenimientos que alivian tensiones sociales y nerviosas (juegos, farándula, 'redes sociales', música videos, pornografía, sitios web de personas y chismes, películas); y iv) prevalece a menudo sobre la interacción presencial, el diálogo y las instituciones 'viejas' —familia, escuela, trabajo, salario, libro, comunidad— en la formación de niños y jóvenes.  

El estado actual es en parte esta fusión financista-militar-digital. Difunde la idea de que la sociedad es 'global'. Pero en el globo hay estados-naciones que buscan terminar el capitalismo mientras deben vivir en él y no escapan a sus rasgos. Con otros intereses sociales y morales, los estados con estrategias socialistas deben ser eficientes en lo militar y tecnológico para enfrentar el sistema; asimismo participan en la actividad financiera y comercial, en un proceso contradictorio.

La globalización aparente del poder político, financiero y militar, y una campaña mediática y educativa que lleva treinta años, han generalizado la idea de que es imposible salir del capitalismo, y sobre todo ir hacia el socialismo. El país que se incline hacia el socialismo (i.e. cancelar la propiedad privada sobre los principales medios de producción y cambio) está advertido de que una gran violencia, económica, militar y secreta, podrá caer sobre él. El temor se complementa con la renuncia de muchos comunistas a luchar —por desmoralización u otras causas— y a su bagaje teórico e histórico, quizá el más rico y creativo que ha producido la humanidad moderna.

El capitalismo, pues, logró cancelar la revolución, al menos provisionalmente, si por ella entendemos un movimiento social que saca del poder las clases gobernantes y en que la violencia juega un rol importante en cambiar las relaciones de producción, poder y propiedad.

Los estados-naciones que surgieron en el siglo XX de revoluciones populares-nacionales y anticoloniales dirigidas por partidos comunistas se abstienen de promover la revolución internacional y de criticar a otros gobiernos, con los que tienen relaciones comerciales. Más bien defienden el principio de soberanía y el derecho de las naciones a la autodeterminación. Así mantienen el concepto de Lenin, pero además se protegen del militarismo norteamericano, cuya virulencia anticomunista puede llevarlo a la agresión nuclear.

La lucha entre capitalismo y socialismo en gran medida se dirime ahora en las relaciones entre naciones, y entre los países imperialistas y ricos y los subordinados y pobres.

En varios países (por ejemplo latinoamericanos) movimientos socialistas asumen estrategias electorales y legislativas. Ajustan sus objetivos al sistema de derecho en que operan. Luchan por avanzar electoralmente y conquistar asientos en el parlamento y el poder ejecutivo.

Si lo logran, sobrevendrán serios dilemas. Por ejemplo, si arremeter contra los grandes intereses —terratenientes, bancarios, industriales, corporaciones extranjeras—, algo que requiere movilizar la conciencia y la ira de las clases populares; o limitarse a buscar una redistribución de la riqueza mediante cambios en el presupuesto, expansión de servicios públicos, y nuevos derechos para los obreros, la mujer, comunidades oprimidas y otros grupos. En cualquier caso, Estados Unidos, temeroso de que avancen, moviliza sus aliados y no da tregua.

Por su parte, los estados encabezados por partidos comunistas necesitan financiamiento para llevar a cabo el progreso social. Para modernizar el país requieren intercambiar su excedente por mercancías de otros países, especialmente referentes a maquinaria y tecnología. El capitalismo transnacional les pone trabas.

El imperialismo buscará aislar comercialmente al país alternativo, y éste podrá crear conceptos de desarrollo socioeconómico diferentes a los de los países ricos —de derroche, desperdicio, desigualdad obscena, deuda y publicidad comercial— y más cercanos al ahorro, la conservación, la cooperación, la ecología y la solidaridad social. Si estos conceptos avanzan podrán neutralizar la agresión imperialista, análogamente a como la resistencia pacífica en ocasiones ha neutralizado la violencia represiva.

El imperialismo apuesta a que las limitaciones económicas volverán el pueblo contra el estado de estrategia socialista, mientras éste apuesta a que habrá más gobiernos de izquierda que transformen gradualmente el mercado internacional. Es una guerra de desgaste en que el comunismo quizá se abra paso por vías que sus fundadores teóricos europeos difícilmente imaginarían.