Se espera una vaguada

Creativo

Hoy he estado perdida en el sopor de la canícula de agosto. Un agosto inmisericorde que derrite mi rostro en una inmensa lluvia de sudor. Por las mejillas se corre mi belleza artificial y las líneas de rímel acentúan el deseo de la perpetuidad en este pueblo montañoso. Ya ni sé qué hacer para escuchar o leer la voz digital que trae noticias vagas de un mundo virtual pero muy cercano a mí. Trato de deslizarme por este día calladamente, considerando las enfermedades que de súbito aquejan el transitar de aquellos pasajeros que comparten mi cabina. Pero no logro ni siquiera acercarme a las puertas clausuradas de la privacidad digitalizada que se toma como una limonada con o sin azúcar y a la que nadie le importa si la decisión es tomarla agria.

Y qué hago con este día húmedo de calor intenso, que ha chorreado mis pantaletas, rozado mis muslos hasta producir escozor, y me ha obligado a bañarme muchas veces para sentirme más acalorada. Hasta me he forzado por salir al menguado pueblo brillante y caliente, atestado de cuerpos sudorosos que se repiten a sí mismos en atuendos similares. Veo las mujeres con mahones a la cadera exhibiendo las prominentes barrigas infladas por la levadura de los dulces refinados, manoteando sus móviles con uñas inverosímiles de faquires caribeños sudando sus cabellos hirsutos ahora laceados de un color mazorca seca. Acaso espero cambio alguno en los jóvenes que así mismo se repiten en los bultos de marca, los tenis de lazos de colores, las gorras ladeadas, y el “bling-bling” colgante de los que son cocolos, o los pelos hacia el frente y las uñas negras de los góticos, o los mahones rasgados de los rockeros o las pijamas andróginas y rosadas de los jóvenes que siguen a un conejo malo; pero no, indiscutiblemente la orden implícita, pero contundente es seguir el estatus quo. Quizás los hombres sean diferentes, pero también se repiten, en los recortes, los pantalones, las camisas de rayas. Qué parecen los ahora fundamentalistas pentecostales, que conectan un altoparlante encima de un carrito de vender agua y transmiten una predicación de algún hombre que un día se convirtió a un Cristo que nada tiene que ver con los evangelios que vocifera y quien también repite a los hombres que se convirtieron y comenzaron a predicar, modulando su tono de voz con el jadeo perenne que tienen las vocales arrastradas, los “alabaaaaadoseaaadioooo” y “ayyyypodeeeeren jesuuuuu”.

¿Qué busco en este pueblo? Tal vez matar las horas de los días como este sofocantes y muy radiantes para mi gusto. Ayer un poeta local me dijo que yo era baudelairiana porque me gusta la lluvia y no soy amiga de los días soleados. Tiene razón, una pena que anda con su sombra marital y no puedo sentarme a hablarle de Onetti y de la incursión que hago en sus múltiples personalidades, o de la sangre que corre por las bodas de García Lorca. No, que siempre lo que uno desea lo tiene que hacer medido con minutos contados y nunca con suficiente tiempo para el amor o la amistad. De veras, que tengo ganas de hablar con quien sea sobre las peticiones reiteradas que no se toman en consideración. Ni la nipona sumida en su calabozo metálico del Golden China, entiende que los tostones que se apetecen sin salsa de ajo se quieren también sin la amalgama marrón de salsas soyas y otros líquidos brunos. Y qué estupidez llegar a casa para tratar de comerme unos tostones, ya no tostados, embadurnados en la viscosidad de la salsa de la carne, pensar que ahora son los tostones y mañana será el olvido. Reiterar que necesito saber, es como pedir tonterías que otros se complacen en malograr.

De nada vale comenzar el día corriendo sin que nadie me persiga, bufando y soplando un asma milenaria, subiendo y bajando cuestas para tratar de borrar una celulitis de 30 años, y luego bailar frenéticamente con el difunto Michael Jackson y su voz de falsete castrati, para seguir las horas perdida, enviando mensajes de texto que nadie contesta, o escribiendo mensajes ignorados, poemas que no se relacionan al tema tal vez tan importante, pero no tan importante como para seguirle el hilo de continuidad.

Ha seguido el calor pegajoso como papel matamoscas.  Todo está detenido. Las hojas inmóviles, estancadas en un tiempo de horas que alargan esta temperatura oleaginosa y asfixiante.  “Se espera una vaguada”, me dijo la vecina, y el fenómeno atmosférico es un presagio de otro día sin ver el rostro del olvido. Sin embargo, hay frescura en el alma. Hablar naderías, encontrar mutuas casas en el ordenador del hermano que todo lo ve desde el cielo, planificar travesuras, criticar lo desconocido hace que esta existencia se desmonte de la brida del olvido y se haga evento, memoria, recuerdo cincelado en alguna lápida de nuestros pensamientos.

Aunque siempre hay un espanto que se cierne cual ave que huye a su monte y desde allí atisba el momento para atacar: el sino. Pensar en el futuro es como encontrar una sólida puerta de metal que al intentar abrirla suena como un gong, macizo e impenetrable. Esa es la puerta flanqueada para evitar el paso a un jardín de ensueños y mañanas prometedoras. Despachas la incógnita cual viajera que ha llegado tarde a buscar alojamiento, sin dejarla entrar, saludándola, preguntándole qué necesita, y dándole algo para que busque otro lugar donde pasar la larga noche de los años que alguien robó una década antes de la madurez. Sin prolongación, ni secuencias, así se desliza la vida, inventando cada día, de mil maneras, de una sola; luciérnaga que esconde el brillo de las Perseidas, y lo da a quien no ve el camino de regreso ni siente el olor de las camelias en flor.

Si las lágrimas de la noche me convirtieran en estela, me iría lejos a buscar un lugar verde con una casa perdida al pie de una cascada, para abrir la puerta y pasar la noche, sin temor a aquellos que despiertan y agobian con reclamos y temores infundados. Si pudiera llevar como el águila lleva a su presa entre mis garras sacaría el tumulto y depositaría mi ser en el tor más recóndito para allí escribir el punto que termina la esperanza magullada y darle fin a una esperanza de códigos binarios e imágenes cibernéticas. Querer lo que trae el viento es tratar de amarrar la noche con la ligadura del ocaso. Es quimera empujar la negrura con tonos ocres y malvas. Así cualquier presencia en el sendero, es hermosa para admirar de lejos, pero funesta si me acerco, como tocar las alas de una mariposa cuyos colores son una ilusión de polvo, pintura de tizas de colores, pintada en la acera de los que nunca se detienen a jugar “La peregrina”. Ilusoria es la apariencia en mis manos, una entelequia construida por mis ganas de permanecer con aquello que puede llevarme lejos, muy lejos, donde el dolor se esconda y las tardes se acuesten en las laderas.

Y ahora que las auras han vuelto, frecuentes en la mañana al correr, o cuando estoy meditativa, sigo pensando en la casa perdida en un lugar del campo, pero a la que tal vez nunca llegue, o a lo mejor llegue con mi llave particular los días cuando la vida se me antoje menos grotesca. Definitivamente, hoy me quedo con la lluvia, oyendo su voz, y colgando mi intimidad en el cerro más alto de la isla.