Somos el Poder

Creativo

Al pueblo revolucionario de Cuba,

al que quiero tanto.

A Gwen Sullivan.

Caía la tarde en la Habana. Se trataba de un atardecer revolucionario. Cada ser humano, compañero, mujer y hombre, niño y niña, anciana o anciano regresaba a su hogar, luego de un difícil día de trabajo.

Humberto Cepero regresaba también. Todos los lunes era difícil regresar a casa. Ese lunes había sido más arduo que todos los anteriores; su antesala, el fin de semana, estuvo colmado de un sábado largo, 8 horas de trabajo, y un domingo de entrenamiento militar bajo la consigna de “la Habana está lista para la defensa”.

El día no finalizaba aún. Como en tantas casualidades que ya se habían hecho cotidianas, era un día más sin agua en el proyecto de micro brigadas de Alamar. Bertico, como le decían los que le querían en el vecindario, meditaba desde el balcón de su apartamiento si se trataba de un problema con la sequía o si era un problema de organización. “Quién sabe”, se decía entre una bocanada de humo de sus “Populares”’.

“Bertico, no hay agua”, le decía Mercedes a través del balcón vecino. Humberto se encogió los hombros, como si de esa forma respondiera que no se encontraba en sus posibilidades resolver dicho problema. Más aun, pensaba para sí qué coño podía hacer él para resolver ese asunto. A fin de cuentas, él era un simple obrero del Combinado Siderúrgico de Provincia Habana. Su quehacer primario en la vida tenía que ver con metales, nada con el agua.

Caía la tarde. En el viejo televisor soviético, sus niños veían un programa infantil sobre la flora y fauna caribeña. Era un recuento de la inmensidad del Caribe a través de dibujos animados. Su esposa, Marcela, refunfuñaba en al cocina y echaba maldiciones por no tener pimientos ni cebollas para adobar frijoles. “Bertico, mañana a la hora de almuerzo mira a ver si das una vuelta por el mercadito de Habana Vieja y consigues…”. Bertico oía el grito de Marcela mientras competía con el volumen del televisor y dibujos de iguanas y lagartos. Mientras mordía la punta del cigarrillo, Bertico meditaba cuánto tardaría en tomar la guagua número 167, cruzar el túnel, llegar al mercado, hacer cola, y entonces tener la suerte de que quedara aquello que buscaba; para luego volver a tomar la guagua, cruzar el túnel, y llegar a su combinado de trabajo. Necesitaría ausentarse de su trabajo toda la tarde para poder hacer todo esto. Pero, mientras pensaba en su nuevo deber, Marcela volvía a gritarle: “Viejo, es que no puedo mañana, es día de la evaluación quincenal en el taller.” Bertico volvía a chupar de su cigarrillo, sólo miraba caer la tarde entre la maleza que cubría el terreno frente al edificio.

Simplemente pensaba que él no era responsable de la falta de pimientos y cebollas. Eso era asunto de los pequeños agricultores, del estado, la falta de congeladores, bueno, en fin, el bloqueo, el imperialismo; pero sobre todo, él no era responsable. Se desesperó ante estas reflexiones, volvió a mirar la maleza del terreno; se volvió y vio el machete en una de las esquinas del balcón. Decidió iniciar una nueva jornada de trabajo voluntario.

Marcela sólo oyó cuando gritó algo, pero ya era muy tarde: la puerta se había cerrado y sólo quedaban los sonidos de los dibujos animados.

Cuando bajaba las escaleras, Mercedes abría la puerta de su apartamiento y le decía: “Bertico la pipa ya está en camino.” Bertico ilusionado, sólo pudo responder: “¿Qué pipa?”. “Qué pipa va a ser Bertico, la del agua”, respondió Mercedes un poco desorientada ante esa pregunta. El asunto del agua ya lo tenía sin cuidado, era cotidiano y era mejor acostumbrarse a no tener que preocuparse por si había agua o no. El prefería desahogar su coraje mientras chapisteaba el monte.

Se quitó la camisa y empezó a cortar la yerba mala. En cada movimiento de fuerza se iba cada una de sus preocupaciones: que si lograr producir la cuota de producción para el 30 aniversario; que si lograr que el combinado ganase por segundo ano consecutivo la distinción de centro de producción de mayor eficiencia, que si lograr ganar la distinción del CDR* del año, que si las cebollas y pimientos, que si el agua. Pero estas preocupaciones quedaban en el trabajo voluntario: mientras tanto, los otros compañeros se preparaban para una dominada, las mujeres cocinaban y los dibujos animados retumbaban.

En esos momentos llegaba él. Venía en un moderno camión húngaro de almacenaje de agua. Como si se tratase de un recibimiento esperado y planeado, Mercedes se asomó al balcón y gritó “aquí está el Pipero”. Bertico no detuvo su obra. El salió de su inmenso vehículo y preguntó dónde estaba la cisterna. Ante esta pregunta, una de las compañeras respondió que había dos: una en la azotea, pero no servía la bomba; otra en la planta baja, pero no había la manga necesaria para llevar el agua. Frente a estos inesperados obstáculos, el Pipero prefirió prender su pipa y darse una fumada de buen tabaco cubano.

Bertico decidió acercarse. Al llegar vio al Pipero recostado ante su inmenso camión como si esperara que alguien hiciera su trabajo. Preguntó qué pasaba, una vez más, Mercedes tuvo la precisión y el avance para dar una respuesta. Se desconcertó un poco, aunque se dio la vuelta y prefirió volver a su trabajo solitario, voluntario.

La inmovilidad provocó la movilidad. Como si el agua fuera poderosa para detener la acción, las fichas dejaron de moverse, las cocinas de humear, y los dibujos animados de resonar. La noche ya entraba. Bertico sólo miraba al gentío que se arremolinaba junto al poderoso Pipero, mientras continuaba su chapisteada.

Inesperadamente surgieron uno, dos, tres, diez, quince machetes. Era una congregación de hombres cansados, obreros fatigados, que se arremolinaban junto a su compañero solitario frente a la maleza. Blancos, negros, mulatos, todos hacían vibrar las hojas de la maleza cada vez que las azotaban con un machetazo. Era de noche. Como si se tratara de diminutos luceros, los niños se mezclaban entre maleza, machetes y hombres, y recogían los pedazos cortados. Era su labor, también voluntaria. Bertico detuvo su marcha, los miraba, se preguntaba quien coño los había llamado.

Al otro lado de la maleza estaban las mujeres, estaban otros compañeros que no cortaban; estaba el inmenso camión, estaba el aún poderoso Pipero. Eran mujeres comunes, eran otros hombres comunes, eran obreros y obreras, era gente del Partido, eran todos sin agua y un poderoso Pipero. Rápidamente surgieron los científicos e ingenieras hidráulicos. Cómo llevar el agua de la pipa a la cisterna era el problema. Mientras tanto el Pipero seguía fumando de su pipa. La noche avanzaba. No hubo mucho que esperar. La extensión necesaria fue improvisada gracias a la ingeniosidad de una de las compañeras del cuarto piso; el Pipero se limitó a abrir la válvula de salida del agua. Todo ya caminaba en esta noche de trabajo voluntario.

Eran casi las nueve. Bertico y sus quince acompañantes ya finalizaban la chapisteada heroica de más de 400 metros cuadrados. Los niños habían cumplido su deber, lo cortado estaba apiñado. Al otro lado, entre mujeres y hombres, ancianos y ancianas, había derrivado al pipero. Ya había agua en la cisterna, en menos de una hora cada casa tendría agua de nuevo. El pipero no fumaba más de su pipa.

Bertico caminaba lentamente en dirección al camión-pipa. Estaba cansado, se trataba de una larga semana de un lugar comenzar, pero sin un terminar. Todavía tenía presente en su mente aquello del 30 aniversario, aquello del centro de producción destacado, el CDR, las cebollas y los pimientos. El pipero cerraba la válvula de salida del ya vació camión-pipa. Bertico se detuvo ante él, lo miró, miró los 400 metros cuadrados de terreno chapisteado, miró las columnas de maleza apiñada, oyó la bomba de la cisterna trabajando; volvió a mirar al pipero y le dio una palmada en el hombro. Bertico pensó en dónde estaría el poder. Simplemente sonrió.