La ausencia omnipresente: El Islam en América

Historia

Pensemos en una cultura que influenció decisivamente en las sociedades ibéricas que protagonizaron la exploración y conquista de América. Consideremos una convivencia y una lucha que creó unos valores, y un tipo de comportamientos, que fue trasladado al Nuevo Mundo. Recordemos quien era el enemigo de esos mismos conquistadores, cuya representación no sólo condicionó su percepción del Mundo, sino que el enfrentamiento se pensaba en términos apocalípticos, de un enfrentamiento religioso de dimensiones cósmicas. No olvidemos la situación geopolítica, militar y comercial que contribuyó a alentar los proyectos de exploración de nuevas rutas.

La respuesta a todas las preguntas anteriores es obvia. La sociedad formada en la mal llamada reconquista e influenciada por el islam andalusí es la que se implanta y pretende continuar sus lógicas guerreras en América. Las expediciones colombinas no se entienden sin las expectativas apocalípticas, ligadas a la rivalidad religiosa con el islam. La motivación comercial de las exploraciones en África y el Nuevo Mundo se relaciona, al menos en parte, con la potencia e importancia estratégica del poder otomano, que era el principal rival político, militar e ideológico de la monarquía hispánica, pero a la vez el intermediario ineludible en el comercio con Oriente. Por eso no es raro que las expediciones colombinas se proveyeran de intérpretes de árabe, considerada una de las grandes lenguas, o al menos una de aquellas que podrían conocer en el Extremo Oriente. Finalmente, también es curioso que siendo el "otro" por excelencia, esa alteridad se trasladara a América con una implícita equiparación entre las poblaciones amerindias y los musulmanes del Viejo Mundo, como cuando los castellanos llaman mezquitas a los templos que encuentran en el Nuevo Mundo. Y, sorprendente aunque comprensible, que las raíces del requerimiento, la ceremonia en la que se solicitaba formalmente a los nativos la conversión o, en la alternativa, que se prepararan para la conquista violenta, haya que buscarlas en la jurisprudencia islámica. Como tantas veces, el enfrentamiento y la convivencia, y por tanto influencia, estuvieron unidos, de manera que los cristianos peninsulares acabaron siendo mucho más herederos del Islam de lo que quisieron reconocer.

Las causas de la ausencia, de la aparente invisibilidad, del Islam en América, son múltiples. Estas líneas toman como base y excusa la interesante presentación del Dr. Michael A. Gómez, y la amable invitación del Dr. Umberto García Muñiz para comentarla. En una primera instancia, como sucederá me imagino con muchos lectores, pensé que, bajo el título “Musulmanes africanos en el Caribe y América Latina” se iba a desarrollar una reflexión sobre la presencia de individuos pertenecientes a esa religión monoteísta durante la época reciente, como mucho a partir del siglo XIX. Es decir, esperaba inmigrantes y diásporas, la Nación del Islam norteamericana, inmigración de sirios y libaneses a diferentes países latinoamericanos, establecimientos de musulmanes de la India en el Caribe,… La sorpresa, relativa pues ya conocía algo de esa presencia temprana, fue que el profesor Gómez comenzó, en orden cronológico, prácticamente en el momento del primer contacto europeo en América. No se trataba tampoco exactamente de lo que apunto al principio del texto, de que el Islam estaba presente en la mentalidad, la cultura y la visión del mundo de los conquistadores, sino que un número considerable de esclavos y otras personas que fueron traídas de manera forzada a América eran de religión musulmana, un hecho la mayoría de las veces ignorado o minusvalorado.

El silencio acerca de los musulmanes y árabes en las Américas tiene diversas explicaciones. La monarquía hispánica pretendió limitar el acceso de conversos y no cristianos a sus territorios ultramarinos. Paradójicamente, sin embargo, los mismos documentos que emanan de su burocracia demuestran la presencia de musulmanes y magrebíes de diferente procedencia en un momento muy temprano. Sin embargo, las especializaciones de los historiadores y las visiones distorsionadas de la realidad que hemos heredado inadvertidamente de los vencedores de entonces (y del colonialismo eurocéntrico posterior), nos han llevado a oscurecer notablemente esa parte de la realidad. En efecto, escribimos y hablamos todavía, aún en ambientes académicos, de “reconquista”, “descubrimiento” o “Nuevo Mundo”, dejando a un lado o minimizando sobremanera a los que “estaban ahí”, a aquellos que habían desarrollado autónomamente civilizaciones y visiones del universo valiosas y en nada dependientes de Europa.

A lo largo del siglo XX, han surgido nuevas visiones e interpretaciones, especialmente las que han querido revisar, o dar el punto de vista, de los subalternos, los colonizados, los esclavizados o marginados. Éstas, evidentemente, han aportado mucho a nuestro conocimiento e interpretación del pasado, además del cuestionamiento de la visión académica oficial, eurocéntrica y orientalista. Sin embargo, y quizás era casi inevitable, el convertir en elemento central a los esclavos, lo africano o la negritud, se tiende a ignorar u oscurecer las peculiaridades, subdivisiones y matices, entre ellas la presencia de árabes y musulmanes en el seno de unos colectivos humanos que estaban lejos de la homogeneidad. Especialmente interesante es la información que nos aporta Michael A. Gómez acerca de "esclavas blancas" en México, aparentemente de origen árabe o bereber, en todo caso musulmanas. La categoría de los forzados matiza también el origen de muchos de los no blancos que en algún momento se establecieron o pasaron por las Américas. No eran exactamente esclavos, sino condenados por un tiempo limitado a servir en los navíos militares, y sus nombres delatan claramente el origen norteafricano o islámico de buena parte de ellos.

Decía Walter Benjamín que "es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de los personas célebres", y añadía que “la construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre". Precisamente es ésa la más notable contribución de Gómez, quien la sustenta en una notable erudición, en un conocimiento extenso de las fuentes primarias y secundarias. No sólo se trata de destacar o mencionar la presencia de musulmanes en la América colonial, sino de darles nombre y personalidad, de pensar en ellos como individuos con su pasado, sus raíces, sus historias personales.

Asimismo, como el propio conferenciante indica, el rescatar del olvido esos individuos es también importante para las nuevas migraciones y conversos de religión musulmana que hoy viven en Las Américas. Si no son exactamente sus raíces, son al menos sus precedentes y justifican que sus creencias no son algo completamente ajeno, reciente o exótico en el Hemisferio Occidental, sino todo lo contrario. Y se trata de una herencia en buena medida contradictoria. En la mente del colonizador, los musulmanes, o al menos aquellos con cierto grado de alfabetización, eran superiores al resto de los esclavos, una especie de estrato superior de la población africana que podía ser utilizado en beneficio propio. Sin embargo, en ocasiones ciertos individuos musulmanes fueron protagonistas activos de la organización de rebeliones y grupos cimarrones. Estas personas de religión islámica mostraron en varias ocasiones una capacidad de resistencia notable, tanto activa como pasiva, incluso fueron capaces de organizar ciertas formas de autonomía. El aspirar a continuar practicando el islam, así como la posibilidad de mantener los lazos con sus correligionarios africanos, era un logro evidente, una destacable forma de resistencia pasiva frente a la sociedad colonial y esclavista. El mencionado contacto con África es muy interesante, y demuestra la persistencia de redes de contacto, y un interés de unos por otros a través del Atlántico, que superó el control europeo y se mantuvo al margen de éste. Finalmente, los propios musulmanes americanos organizaron redes de asistencia recíproca y lograron emancipar a unos cuantos centenares de sus correligionarios, lo que demuestra un grado de solidaridad y de conciencia colectiva, además de ciertas formas de organización autónomas, que resultan sorprendentes en el contexto colonial del Nuevo Mundo, mucho más todavía entre la población esclavizada.

Es una lástima que, en su necesariamente limitada exposición, el profesor Gómez no pudiera profundizar mucho más en los detalles de la vida de muchos de los individuos que menciona (frecuentemente, tampoco las fuentes disponibles permiten ir mucho más allá). En efecto, parece haber mucho de cercano, y de moderno o posmoderno en esas personas que intentaron vivir de otra manera, persistir en lo que entendían que debía ser su forma de vida en un entorno que no lo favorecía, incluso mantener su contacto, siquiera limitado a lo simbólico o en el ámbito religioso, con sus lugares de origen, con sus raíces, que el hombre blanco pretendía borrar o suplantar con una nueva identidad. Para finalizar me pregunto, tanto para estos musulmanes americanos como para colectivos como los moriscos exiliados que tan bien ha estudiado nuestra colega Luce Lópe-Baralt, no si nuestros conceptos y teorías acerca de la diáspora, las identidades múltiples y el exilio son pertinentes respecto a ellos, como, por el contrario, si el estudio de esas situaciones del pasado no nos proporcionaría nuevas luces para reconsiderar nuestro presente, el vocabulario y los marcos teóricos a los que recurrimos para interpretar nuestro presente.