Cuento del libro El Caribe en el exilio (1990,. San Juan, Ediciones Coa).

Creativo

 

Querida Elena:

Hace mucho deseaba escribirte.  Tu partida, ten la seguridad, fue desgarradora.  Los espacios que dejaste vacíos serán muy difíciles de llenar, y mi vida, sin tu presencia, carece de sentido.

 

Escribir estas líneas es todo un proyecto.  Se confunden mi deseo de seguir amándote, con tu partida inesperada, traicionera.

He recreado cada momento que vivimos juntas, desde aquel famoso encuentro en la barra discoteca de Amsterdam.  ¡Qué días aquellos! Como siempre te dije, no me impresionó tanto verte cantar y bailar en el escenario lo veía como tu trabajo y lo hacías muy bien.  Lo que sí fue sorprendente fue tu reacción a mi pedido de que bailáramos juntas.  Yo esperaba más de tí, esperaba más de esa cara bonita y de esa sonrisa hermosa, cuando ondulante bailabas el sabroso merengue a tu República Dominicana.

¡Qué dilema fue convocarte a este extraño amor! Comprendía que te resultaba raro: para ti era un problema de culturas distintas.  Por eso sólo podía pedirte que me visitaras en Londres.  Si lo hiciste no fue por tu convencimiento de que podrías iniciar una novedosa relación conmigo, sino, como tantas otras, viniste en busca de auxilio.  Auxilio para aliviar los engaños y desencuentros, los desamores y humillaciones que habías sufrido en la relación con uno distinto a ti: con un hombre.  Aquellos fueron días difíciles.  ¿Los recuerdas? Pensar que la visita de una semana duró casi dos anos.

Han pasado seis meses desde tu partida y todavía sigo luchando conmigo misma para comprenderla, para borrar las ganas de estar contigo y aceptar que te fuiste.

Sé que todo esto es también fuerte para ti.  La dificultad o imposibilidad de no poder comunicar a nadie de los tuyos, en tu isla, tu cambio personal debe ser una carga grande.  Puedo imaginar a tu madre exigiéndote explicaciones por la suerte de tu marido holandés.  Si supiera que hasta tuviste que pagarle para que posara en las fotos de ocasión.  Cuando te imagino a la distancia, te veo barajando y titubeando ante las continuas preguntas y explicaciones sobre tus años en el “Viejo Mundo”.  ¿Dónde están los diplomas y los cursos que habrías de recopilar por acá?  ¿Cómo explicarás la fortuna que generaste y que te permitía enviarlas un “regalito” con cierta regularidad?

No Elena, las contestaciones a esas y a todas las preguntas que seguro te harán las guardo yo, las tengo acá, conmigo.  Tan guardadas las dejaste que  inclusive preferiste dejarme a mí también guardada, en el closet, junto al pasado.  Y no se trata de que, como dices, vengamos de culturas distintas.  Yo también vengo de ese mismo Caribe que te vio nacer.  Tal vez, quise liberarte y darte vida en unas dimensiones que te permitirán ver un mundo nuevo, un mundo de seres iguales sin hostilidades.  Pero sé, y eso es lo más doloroso, que aún hoy no entiendes.  Recuerda, que el que te engañó por dinero en Holanda fue un hombre; recuerda siempre que quienes te usaban cada noche londinense (para que tu queridísima madre pudiera seguir viviendo y comprando sus medicinas) eran hombres.  Y si alguien te forzó, te violó, ése también fue un hombre.

No quiero que pienses que te escribo todo esto para destruirte despiadadamente en estos últimos momentos de tu vida.  La historia al lado tuyo fue hermosa.  ¿Recuerdas aquel pasadía con la comunidad colombiana en el Hyde Park?  Fue  lindo, ¿no es así? ¿Te acuerdas, también, del festival de Salsa, en aquel parque de Highgate, donde bailamos merengue juntas, y nos hicieron una rueda? ¡Qué días aquéllos, Elena! La felicidad era inmensa.

La vida se nos complica y yo acá, en la soledad de este frío invierno, (confrontando día a día este racismo indiscriminado, y ese sexismo machismo de estos anglos), no puedo dejar de pensarte, de recordarte.  Se confunde el amor, el rencor y la miseria.  ¡Elena! ¿Qué hago con todo el amor que te prometí, el que siempre quise expresarte? ¿Qué hago? Cómo puedo resignarme a constatar que por más que trate de explicar, de inducir a que entendieras que el amor no tiene sexo, sino sentimientos y emociones, preferiste marcharte, preferiste irte, sin cuestionarte el orden de las cosas.

Recuerdo cuando fuimos a Brighton, al sur de esta dichosa isla; allí pegadito a mar.  Caminábamos tomadas de la mano, desafiábamos tantas y tantas leyes y valores de este viejo mundo.  ¿Qué hago ahora con todo ese hermoso recuerdo que no sólo guardo en mi memoria sino en un millar de fotografías? ¿Qué hago Elena?

Sé que ahora, allá en Santo Domingo, al lado de la miseria, de tu madre, tus cuatro hermanas y tres hermanos por dónde andarán ahora, Nueva York o Puerto Rico y de tu padre, a quien nunca conociste y nunca quisiste; sé que tratarás una vez más de arrepentirte de tus actos del pasado.  ¡No lo hagas!  Es lo único que me daría cierta felicidad y esperanza.

Elena, ¿qué cultura es esa que no te permitió quererme y devolverme todo lo que te di, y te quise dar?  No creo que se tratara meramente de una cultura de siglos como tu decías la cual te ha hecho mujer para un hombre.  Tampoco es tu herencia católica, en cuyo legado milenario querías amparar tus posiciones.  No sé cuál sea la razón, pero desespero porque veo la imposibilidad de que en este momento intentes regresar, a aquello que fuera tan hermoso.  Mi tiempo ya pasó.  Sé que parezco un mar de pesares, lamentos y recriminaciones.  Tal vez.  Creo que más que nada se trata de un último gesto ante tu ya definitiva partida; para lograr si acaso ahora, una reconciliación que dé eternidad a este amor.  Te amo mucho Elena, y no puedo ni quiero cargar más con esta pena.

He llorado mucho por ti.  Me duele en lo más profundo de mi alma saber que has perdido mucho peso.  Quisiera saber como puedo ayudarte a prolongar más la vida.  No te vayas mi amor, por favor…  He ido a ver varios médicos por acá, pero desafortunadamente tal parece que a estas alturas no hay remedio.  ¿Qué hago ante la impotencia que siento de no poder salvarte? ¿Por qué en esta ocasión no puedo ayudarte? Lo siento demasiado.

Prefiero no continuar, sé que esta carta es muy dolorosa para ambas.  Intenté destruirla en dos ocasiones, pero sentía que necesitaba expresarme.  Por lo pronto, yo seguiré desesperada ente tu partida y más que nada, ante el claro convencimiento de que jamás habrás de volver.  Lo lamento.  Siento mucho toda esta cantaleta.  Pero sabrás que mi amor por ti es grande, muy grande.  Que, como te dije una y mil veces, en ti hallé ese ser humano que me devolvió la paz y la ilusión para amar, seguir amando, y sobre todo ser amada.

A otros niveles la vida transcurre como de costumbre.  Como siempre, me sigo levantando a las cinco de la mañana para ir a limpiar las oficinas.  A las diez sigo para aquella cafetería colombiana, que tanto te gustaba, donde sigo trabajando hasta las seis, y a las siete sigo tomando las clases de ingles, idioma el cual creo que nunca aprenderé ¡tan buena que tú eras para los idiomas, dominabas tanto el inglés como el holandés! Sí, se trata de la misma rutina, que llevo haciendo desde mucho antes de que tú llegaras… y te fueras.

Con mucho dolor tengo que despedirme.  Sólo deseo que ésta no sea la última.  ¿Por qué te fuiste?

A pesar de todo, siempre tuya.

 

Anna

Pd. Me imagino que la carta te la habrán leído… Por más que quise irte a ver en este momento, mis hijos en Venezuela resultan una prioridad impostergable.  Por otro lado, la inmigración de este país no me da la residencia hasta que cumpla un año de haberme “casado”; me faltan aún seis meses.  Tuya siempre, A.