Octavitas en tiempo de pasteles

Fogón Caribeño
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Todo lo que comemos está influenciado por la geografía, economía y tradición. Es el caso de los pasteles: una mixtura entre lo americano (en el sentido original de la palabra), africano y español. El pastel, ayaca o tamal, en las regiones de habla española de nuestra América, cumple el trabajo de unir muchos métodos de cocción milenarios en un platillo que de tan sabroso --y complicado de preparar- se reserva usualmente para ocasiones especiales. En la Cuenca del Caribe, generalmente se utiliza la masa de plátano, guineo o yuca, mientras en las cunas de las civilizaciones americanas más avanzadas, como México y Perú, se utiliza el maíz. La envoltura también varía y va desde la hoja de plátano, pasando por la de maíz y hasta la de bijao.


Una docena de pasteles hechos en casa fue lo primero que metí en la maleta para mi viaje de regreso al Perú. Habia estado más de un año sin pasar las Navidad en la Isla, y luego de haber participado en la preparación de los mismos, no podía contentarme con los tres o cuatro que había disfrutado en las fiestas.

Doce pasteles que me los voy comiendo sin prisa, alargando cada bocado, recogiendo con el tenedor toda esa masa que, como película, se adhiere a los bordes de la hoja y que para mí se ha convertido en un rito. La hoja siempre la descarto limpia; todo el empeño puesto en la preparación de la masa de guineítos, calabaza, yautía, plátano y calabaza, no puede ser desperdiciada.

En los meses de noviembre a enero, temporada de pasteles, mi padre, que es limeño, siempre se desayunaba los domingos uno o dos, junto con su pan y, si se podía, con la llamada salsa o sarsa criolla que se utiliza en una gran variedad de platos peruanos.  Al principio no me cabía la idea de meterme al cuerpo pasteles tan temprano en la mañana, algo que en el Perú es muy común, pero con los tamales criollos, hechos de harina de maíz, escasamente rellenos con un pedazo de carne de chancho o pollo, huevo duro, ají, maní y aceituna de botija. Con el tiempo, en mi casa fuimos adoptando la tradición de desayunar pasteles.

Ya el calendario hace cuenta de tres fines de semana de vuelta a tierras limeñas y en dos ocasiones me he hervido mis pasteles y los he comido con un gusto especial. El sabor que da la hoja ligeramente ahumada, la combinación de viandas, el infaltable pimiento morrón y el guiso de la carne es un pasaje directo la mejor época del año: la Navidad.

En noviembre pasado, llegó a Lima un cargamento de pasteles de Naranjito, junto a unas morcillas. El grupo de boricuas nos juntamos para prepararnos para la Navidad. En el último de los encuentros, antes de los viajes de finales de diciembre al terruño, les propuse, a falta de gandules, acompañar el pastel (por lo menos a ḿí me encanta juntar el pastel con el arroz con gandules y comerlo juntos) con arroz chaufa. Esto no es sino la versión peruanizada del arroz frito chino que conocemos en todos lados, pero acá lo hacen en un wok a temperaturas infernales, lo que le da un toque especial de la cocina tradicional cantonesa. El arroz chaufa, morcillas y pasteles fue un hit. El lechón ya es insustituible, así que con eso celebramos nuestra Navidad, junto con chilcanos de pisco a falta de coquito, Don Q y pitorro, y con sus buenos LP’s de salsa de la gorda. Boricuas al fin, esto de la música es cosa seria, pero a mí ya me ha convencido que los platos típicos acortan distancias y vienen todos acompañados del soundtrack de nuestra cultura. Así pues, mis desayunos con pasteles son siempre una fiesta.