Luisa

Creativo

(En tránsito y otros relatos; San Juan, Isla Negra, 2002)

A Luisa Nevares Ortiz la llevaban a pie, esposada de sus manos y con un par de grilletes amarrados a cada tobillo, por la calle del Cristo hacia el Castillo del Morro. Tanta presión ejercían dichas torturantes herramientas que hacían que ella sangrara lentamente por su tobillo izquierdo.

Más sin embargo de su rostro no surgía reclamo alguno de dolor o pena: su aura y belleza seguían siendo impecables y se desbordaban frente a la masa humana que se había congregado para verla pasar.

 

Con tan sólo 24 años, su vida le había ensenado a sobrevivir en cada difícil momento y a vivir siempre del recuerdo. Su mente recorría los cañaverales; allá en su infancia a principios de 1880, de su querido pueblo de Humacao. Su padre, un negro artesano venido de Ponce, le había dado desde pequeña toda la seguridad necesaria para afrontar la vida: en particular le enseño desde chica a vivir con dignidad. Además su madre, una hermosa mujer de Adjuntas de tez blanca y cabellos negros hija de campesinos, le había provisto de la dulzura y ternura necesaria para saberse mujer: en específico ser sensible y valiente a la vez.

En más de una ocasión perdió interés por el proceso judicial en el que se le juzgaba de asesinato, agresión y mutilación. Sabía que la justicia, la de ellos, no podía entender sus actos. Comprendió que el cambio de soberanía, en cuanto a asuntos legales, no había alterado el orden de las cosas: seguían defendiendo el mismo sistema de desigualdad que su padre, su madre y ella llevaban más de una vida luchando por cambiar.

El fiscal de apellido Hernández había desfilado toda la prueba que existía en su contra, incluyendo unos viejos expedientes donde se le acusaba de distribuir “información sediciosa contra la corona, invitando a la organización laboral de los campesinos y artesanos”. Se trataba de unos hechos ocurridos en el 1896, cuando trataban de organizar el gremio laboral entre los artesanos del pueblo y los trabajadores de la hacienda de la familia Roig.

Luisa se persignó al pasar frente a la Catedral. No lo hizo pensando en la muerte segura que le esperaba en el castillo, sino pidiéndole fuerzas al Todopoderoso para lograr ascender con dignidad el trecho más difícil de su ultima caminata por la ciudad capital: la empinada que le venia de frente en la calle del Cristo.

Una vez llegaron al castillo, tuvieron que esperar por el Padre Ramírez de la parroquia de la calle Sol, quien luego de más de una hora de espera aún no llegaba. Como todos los procesos finales en al vida, cualquier tiempo que retardara la conclusión de los mismos, creaba una fortuna muy codiciada. Esto lo sabía Luisa, y por algo no había decidido compartir sus ultimas reflexiones cristianas con el reverendo protestante McPherson, que los oficiales de custodia le habían traído.

Todos esperaban y para Luisa se trataba de una espera placentera. La habían acomodado ya en el garrote y sentía la frialdad de la horquilla rozándole todo el cuello, y el roce leve de la punta del punzón que habría de destruirle el comienzo de su espina dorsal. Ella miraba con atención a los oficiales de custodia y al verdugo, quienes se movían con cierto grado de impaciencia por el patio interior del castillo: había que terminar con el negocio que ella representaba lo antes posible.

En los ojos de estos hombres veía la figura de su antiguo amante, el capitán Scott, quien había llegado a Humacao a principio de siglo para organizar la nueva milicia y policía. Lo más que le había gustado de él fueron sus ojos, y la posibilidad de acabar con la policía represiva del municipio controlada por una de las familias “dueñas” del pueblo. Pero habían pasado ya cuatro años de aquel encuentro inicial, que no termino en días muy felices, si no en la muerte violenta del capitán Scott infligida por Luisa y ahora, la pena de muerte para ella, dada por el estado como castigo.

El padre Ramírez, luego de terminar su invocación, le había extendido el rosario para que ella lo besara: su cuerpo estaba totalmente inmovilizando en la silla de la muerte. El padre le pidió al Todopoderoso que la perdonara y le pidió a Luisa que antes de partir al reino de los cielos pidiera perdón por sus lamentables actos.

“No”, gritó Luisa con toda la dignidad y valentía del mundo. El verdugo comenzó a mover lentamente el manipulador del garrote. Una hermosa sonrisa se desbordaba por la cara de ella. En su memoria reflexionaba ante sus últimos actos de libertad: era una noche lluviosa en su pueblo, Scott había llegado borracho con otros dos soldados americanos y habían decidido repartirse a la

“indígena” en forma colectiva; su rapidez mental y física le había permitido usar un cuchillo que había en el comedor, con el que le cercenó el cuello a su amante provocándole la muerte, mientras dejaba tuerto y de labios partidos a los otros dos atacantes.

Se sonreía porque sabía que su justicia en defensa de su dignidad e integridad había sido correcta. El verdugo había terminado de girar el manipulador. A pesar de sus ojos perdidos, Luisa continuaba sonreída.