A punto de caramelo: un viaje al reencuentro con la intimidad

Caribe Hoy

altUna lectura de la poesía de Antonia Maestre

Leer a Antonia Maestre es un viaje a la intimidad, la existencial, la sensorial, la identitaria.  Es regresar en el tiempo a explorar sensaciones vedadas por los cánones que regulan, ordenan y sanitizan toda relación al margen de sus preceptos.

Antonia descarta toda expectativa ajena al descubrimiento de su esencia femenina, y convoca a sublevar los sentidos que trastocan las brújulas sociales, a despojarse de los pudores y entregarse a ese desenfreno cardiaco que antecede al amor.

En cada verso, descubre a la otra que la habita, le explora y degusta su intimidad.  La otra es espejo y encarnación de sus sentidos; sujeto y objeto de su pasión.  Su entrega derrumba el templo de su antigua verdad y la hace libre.

Hay una frescura en esta voz poética que ni reniega de la ingenuidad ni se permite inhibiciones.  Con osada candidez exhibe una suculenta sexualidad que lejos de ofender, seduce; nos hace sonrojar con la discreta complicidad de nuestros propios secretos, nuestros juegos de manos, esas recurrentes fantasías.

Así escribe Antonia, con versos claros, sencillos, libres de pretensiones e inhibiciones; con una voz tan propia como nuestra, como un espejo en que nos descubrimos tan desnudos como ella en el suyo.  El contrapunteo de sus pasiones oscila entre extremos: el odio y el deseo; el éxtasis y el miedo; la humedad y la vergüenza; la celda y la libertad; el suspenso y la decepción; la pérdida del himen:

“la burbuja de cristal en la que guardaba con celos mi felicidad”, se convierte

en “un recuerdo en mi memoria cristalina …para unas manos tan sucias…”

Antonia nos amarra al péndulo de sus contradicciones, descartando puntos medios, imantada por los precipicios de la soledad, desesperadamente buscando lunas de nuevos comienzos, para regresarnos al destierro helado del amor no correspondido:

“Descubrí que la luna

no es más que un satélite sin luz propia”.

La versatilidad de su versificación no la exime de recurrir a unas mismas divisas, a una simbología interna que el lector se apropia.  Su tono alterna desconcierto y euforia cada vez que a una caricia le sigue un abandono, a cada penetración, un vacío.  Sus combinaciones antónimas develan la búsqueda de sentido ante tanto amoroso fracaso.

El poemario se inaugura con un reclamo lapidario.  "Odio lo que tocas", es un primer encuentro con el objeto húmedo del deseo.  La poeta miente envidias, odios y violencia provocados por los celos. La perreta adolescente reprocha su enjaulamiento en la distancia, la huida aterrada "ahuyentado su propio fantasma", la resignación a la renuncia.

Sus "Pequeños terremotos" prometen resquebrajar los muros del temor si la tocase ahí, donde el pudor sucumbe ante al éxtasis.  En su "Declaración femenina", se emancipa de la hipócrita castidad, renuncia al "pulcro sepulcro de la intimidad solitaria" obligada a "no pedir más", y advierte desde un "alma encerrada en redondos senos":

"¡Sepan todos que rompo el fino cristal del tabú femenino,

y al tope de mi garganta exclamo que sí quiero más!

Tengo un clítoris carnoso y a punto de caramelo,

pero sobre todo,

para completarme,

tengo un cerebro."

Esta crónica de desafíos desemboca en “Un miércoles más” en que “el deseo indebido”, le libera de la máscara con que disfraza “este ser al que trato de dar la vida verosímil, que tanto detesto”.  Y, obviando los “hermosos cuerpos viriles que caminan a [su] lado” vuelve a desear unos senos, ese “aroma de mujer que siempre ha despertado [sus] sentidos… ese delicioso sabor a sirena” que la entrega a la “muerte y el pecado”.

Todo primer amor está condenado al abandono.  La ilusión sucumbe ante el desengaño.  La infatuación se vuelve asedio; desesperación anticipando el encuentro, desvelo rememorando caricias, sed carnal, exploración con los dedos.  Pero el desamor devasta la razón y trastorna el equilibrio. ¿Vivir sin amor, para qué?

A la más primigenia pregunta existencial le acompañan otras vulnerabilidades, ausencias, causales de muerte.  El azar le ha asestado una herida que atraviesa su sangre.  El hermano amado agoniza, liviano entre sus brazos que le rescatan del dolor y le cargan hasta el sepulcro.  ¿Qué hacer sino retar al Dios tan indiferente al suplicio del abandono, a la inmensidad del vacío, a la traición de la desolación?  Ya no se trata de la petit mort de cuya resurrección renace la razón de ser.  La vida ha perdido sentido y la muerte hereda todas sus atenciones, sus sinrazones, sus desatinos.

Entonces llega otro amor, que una vez más se aleja.  La soledad regresa con sus maletas.  Y con diáfana introspección sobre este mundo compartido, sentencia que solo le resta cometer “el pecado mayor para una mujer: envejecer”.

Leer a Antonia Maestre es un viaje indispensable de íntima complicidad entre lector y poeta.