¿(Fue / es / será) Puerto Rico parte del Caribe? Parte I

Caribe Hoy

altA mediados de la década de 1970, no parecía haber duda sobre la dirección en la cual caminaba el debate en torno a la identidad puertorriqueña.  Incluso en la frontera del fin de la Guerra Fría, los consensos del 1970 conservaban su legitimidad.

En el debate cultural puertorriqueño, la identidad había generado una “conciencia política” instrumental para la cual la experiencia cubana de 1959 seguía siendo útil. Todo parecía estar en su lugar.

Aquella situación conllevó ciertos costos. La identidad puertorriqueña del 1970  se levantó sobre las ruinas de buena parte del edificio ideológico de la Generación del 1930 y su secuela más digna, la del 1947 o el 1950. Aquel proceso de revisión de conciencia apareció como respuesta a la imagen de la “nave al garete” que había impuesto el nunca bien criticado clásico Insularismo: los intelectuales del 1970, a pesar del coloniaje y la crisis,  podían asegurar que se había arribado a un puerto seguro. Ese puerto seguro era el Caribe y la Caribeñidad.

Lo cierto es que el discurso cultural del 1930 y el 1950, a pesar de todas las excepciones que puedan señalárseles, seguían teniendo el sabor del “Nuevo Trato” y la “Operación Manos a la Obra” y, precisamente por ello, recordaban el discurso de la dependencia que se había entronizado desde antes del 1898. El Caribe y la Caribeñidad sabían a otra cosa y aspiraban reformular aquella situación en una dirección nueva.

El fenómeno de la Caribeñidad se afianzó como una forma de la resistencia en medio de la debacle del modelo de “industrialización por invitación” que había dominado la economía colonial desde 1947. Para los intelectuales de aquel momento, la Caribeñidad era una aporía. La tabla de salvación de la “nave al garete” implicaba anclarse en la bahía de la Civilización Euopeo-Americana. La “descaribeñización” -Puerto Rico nunca había sido “caribeño” después de todo- se había apoyado en el placebo adictivo de la “americanización” en todas sus formas.

La crisis del modelo de “industrialización por invitación” tuvo un efecto terapéutico. A fines de la década de 1970 se reconocía que el PPD,  la “Operación Manos a la Obra” y el ELA, habían garantizado crecimiento económico y dependencia en nuestro país. Aquel aserto fue responsable, en parte, del emborronamiento de la pertenencia de Puerto Rico a las islas que pueblan el Caribe. El otro pasado colonial, el hispano europeo, había sido tachado de la memoria. El Caribe, como Hispanoamérica, se habían convertido en el siglo 20 en el patio trasero de Estados Unidos.

El edificio que tanto había costado construir desde 1940 se vino abajo con la crisis económica de 1973. Desde entonces el mundo no ha sido el mismo. El PPD, lo que quedó de “Operación Manos a la Obra” reinventado en el código de un reglamento -la Sección 936- y el ELA, siguieron sorprendiendo al observador. Desde 1973 a esta parte, demostraron que, en la Post Guerra Fría, también podían producir estancamiento, decrecimiento y más dependencia.

La respuesta cultural del 1970 fue volverse al Caribe, pero para ello hubo que dejar atrás algunos atavismos. Se tuvo que olvidar con reverencia el lenguaje de la Antillanidad. La Antillanidad era un remedo de la Hispanidad y el Occidentalismo, olía a abogados intelectuales -José de Diego y Pedro Albizu Campos- a la vez que se apoyaba en los valores más cuestionables de la Hispanidad: la Raza y la Religión. Recordaba la pureza del lenguaje y la cultura emocional del mítico Ariel. En cierto modo, el 1970 le dio la espalda a una imagen de la historia que se enseñoreaba en el aristocratismo y no se ajustaba a la conflictividad de su tiempo.

La Caribeñidad incorporaba elementos nuevos: la otra cara de la historia, la olvidada, la que no encajaba en el pasado hispánico ni en el presente americano. La vieja negritud del 1930 se apartó del vanguardismo palesianismo y se reorganizó alrededor de la negritud. Caribeñidad y Negritud se oponían el imaginario nacionalista de fundamentos hispanos; olían a clase obrera y a abogados sindicalistas cargando piquetes y cantando consignas, a la vez que se apoyaban en lo que la Hispanidad había interpretado como antivalores: la condición negra, la sensualidad, el instinto, el origen popular y la impureza del “abajo social”.

No conozco promoción cultural más agresiva y original que aquella: la Caribeñidad, una construcción que celebraba la alteridad y convertía el desprecio del otro en un motivo de orgullo, se convirtió en un arma eficaz para enfrentar una crisis. Lo que pasó en la literatura, en las ciencias sociales, en la historiografía y en las artes en aquel periodo fue una verdadera revolución cultural que todavía no ha sido apropiada en su conjunto.

¿Qué pasó con la Caribeñidad después de 1990? ¿Es posible ser Caribeños en la Era Global? ¿En qué términos apropiamos la Caribeñidad a la altura del 2013? A reflexionar sobre ese asunto me dedicaré en otro momento.