Ternura y vigor en una silla de hospital

Crítica literaria
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altEl arte de dormir en una silla de hospital, con un título tan meridianamente sobrio como hermoso, es que el escritor puertorriqueño Edgardo Sanabria Santaliz nos entrega su primer poemario, publicado por Editorial Plaza Mayor en el año 2005. [1] En este libro, [2] cada poema funciona como una delicada filigrana, hecha, empero, no de oro sino de arcilla.

Porque rezuma el verbo de Sanabria Santaliz la serena, si bien no por ello menos adolorida, sabiduría de un alma contemplativa frente a su propia mortalidad, y más significativamente, la de sus seres queridos. Pero, muy en particular, El arte de dormir en una silla de hospital es una elegía a la figura del padre.

Se recrea la figura paterna, envejecida en el presente, primeramente muriente y luego muerta, a partir de un contraste con la figura paterna más joven y flagrantemente maltratante. En el poema “Dedo largo” se revela, por ejemplo, en tono de perdonadora y perturbadora meditación el maltrato tan físico como emocional del que fuera blanco el hablante en su niñez:

Sus miedos mi padre siempre

solía canalizarlos

fumando nubes continuas

y dándole al ron belicoso;

también percutía el bongó

de mi cuero y del ajeno,

sacando ayes resonantes

que nos hacían bailar

hasta el alba de los llantos

y las aves de la huida. (14)

La imagen del padre alcoholizado que percute el bongó del “cuero” o piel del niño, exuda una fina sensibilidad estética que choca con lo descarnado del abuso doméstico. Incluso se expresa, aunque muy sutilmente, la posibilidad de que el padre haya llegado a golpear a la madre del hablante, en una de sus borracheras, cuando se dice que no sólo percutió “el cuero del bongó” de la piel del niño, sino “del ajeno”.  Dolorosamente repercuten los ayes que desembocan en dos versos finales de alto vuelo lírico, con imágenes como “alba de los llantos” y “aves de la huida”. Son imágenes éstas que revelan la tragedia del abuso familiar y el deseo de escapar ese vicioso círculo.

En el presente de la enunciación del hablante, el padre ha sido, no obstante, obsedido por la fragilidad senil de una vejez que lo aboca hacia una “cierta inevitable muerte”, para apropiarme del título de un libro de relatos del propio Sanabria Santaliz. En los versos que cito a continuación (también del poema “Dedo largo”) se ve dicha metamorfosis:

Hoy mi padre ha abandonado

su piel antigua de lobo.

Siempre un corderito fue

aunque no lo aparentara.

Se acuna en la mecedora

mientras contempla la lluvia,

ríe como un bebé,

duerme casi todo el día,

se deja abrazar y abraza,

disparata al conversar,

se emociona y llora quedo,

como pidiendo perdón. (14)

Ni héroe ni dios a pesar de tener “el dedo del pie—vecino del dedo grueso—/más largo que los  restantes” (13), lo que según lo leído por el hablante es símbolo de tal estirpe privilegiada; el hombre moribundo enfrente suyo simplemente es su padre, “si no el mejor,/ el único que he tenido”(15).

En el poema titulado “Cuatro palabras”, uno de los más bellos de toda la colección, ha recibido el hablante una “recomendación del psicólogo” (16) en referencia a su padre: “Debía perdonarle sus pasados errores/ y decirle cuánto lo amaba” (16). Sentado ante un padre “ya casi senil” (16) y conteniendo palabras que mantiene “ocultas/ bajo la lengua/ como úlceras que ardían y no dejaban comer” (16), hace acopio de valor y profiere las cuatro palabras; ¿acaso “Papi, yo te amo”? No sabremos con certeza los lectores. Comedidamente concluye el poema con una imagen de devastación: “Después nos miramos a los ojos/ como se hubieran mirado dos ciegos,/ de haber podido mirarse (18)”. Por entre esa mutua ceguera pletórica de visiones de amor y de odio, refulgen, a una vez, imágenes del maltrato (“En los nudos de su dedo anular/ ya no descollaba la sortija de níquel/ con que quebraba el cascarón de mi cabeza,/ librando el húmedo polluelo de la congoja” (17)); del odio (“Padre (hubiera querido decirle),/ yo te odio todavía” (17); de la rabia contenida (“mi corazón es un montículo de hormigas bravas” (17)); y del amor (“Hubiera querido tomar/ una de sus manos de ave entre las mías” (17)).

Pero El arte de dormir en una silla de hospital es mucho más que una elegía a la figura del padre. Es, asimismo, un canto de la paternidad y maternidad por parte del hijo que cuida ahora de sus progenitores envejecidos y enfermos. Por ejemplo, en el poema “ángel de la guarda” dice el hablante: “A veces/ entro al dormitorio para ver/ si aún respiran (19)”. Luego rememora que con similar solicitud angélica sus padres cuidaban de él cuando era un niño: “se levantaban a la medianoche/ para comprobar que el ángel de la guarda/ había posado un ala bajo mi oreja” (19). Concluye de modo desoladoramente hermoso con la siguiente reflexión:

Mientras tanto,

extiendo sobre ellos mis alas,

una bajo las cabezas canosas,

otra sobre sus cuerpos desmoronadizos,

para que sigan soñando. (20)

En el poema “Signos” llega a admitir que “al presente soy papá y mamá/ de los que fueron míos,/ abrazo para su despedida” (21). “Casa vacía” es un poema de título de sabor vallejiano, que hace pensar en la “cocina a oscuras, la miseria de amor” en los afamados versos del vate peruano. Sin embargo, en el poema de Sanabria Santaliz, cuando el hablante abre los ojos, tras haberlos cerrado “para imaginar la casa vacía” (22): “Siguen allí las cosas./ Pero con el respiro de alivio que doy,/ empiezan a difuminarse  (23)”.

La sobria elegancia del título de este primer poemario de Sanabria Santaliz trae a la mente el título, también hermoso, del libro del teólogo católico brasileño Leonardo Boff, San Francisco de Asís: ternura y vigor (Editorial Sal Terrae, Santander, 1981). Es que la poética sanabrina destila la ternura y el vigor de quien ha abrazado plenamente “la nostalgia de lo que estuvo allí”, así como el “miedo de no saber situarse” (Sanabria Santaliz 22), en particular, ante la muerte. En “Latines”, por ejemplo,  el sujeto poético ofrece un fluir de conciencia que lo sitúa entre el ubi sunt? (“¿dónde están?” – las cosas que han desaparecido) y el carpe diem (“aprovecha el día”), mientras que “los árboles y los pájaros y un atardecer” (27), mecen, con “sus dedos evanescentes” (27), el sillón de la existencia “hasta que llegue la noche” (27).

El arte de dormir en una silla de hospital bien pudiera ser El arte de amar sanabrino, con un amor de oblación que trazuma suave y tristemente “el corazón y el espíritu de delicadeza” que constituyen para Boff “la realidad central del ser humano y de una cultura humanizante”  (32). Se humanizan en los versos de Sanabria Santaliz la vejez, el proceso de envejecimiento y la muerte. En virtud de un Eros, entendido en el sentido clásico que le da Boff: “aquella fuerza que nos hace buscar con entusiasmo, alegría y pasión la unión con las cosas que sentimos y apreciamos” (27), se procura con denuedo: “La ternura [que] es ternura porque encierra el vigor dentro de sí” (Boff 31). Tal vigor genera una poesía de madurez, sufrientemente luminosa desde la oblatividad del amor que se dona por entero y llega a trascender el dolor incluso de la más profunda de las heridas, la de la muerte de los seres amados.

Se asienta en la silla de hospital de los versos de Sanabria Santaliz el vigor apalabrado de un Logos que ha sido domesticado por Eros, en su sentido más vasto de fuerza amatoria pujantemente encauzada por la palabra, pero que la excede infinitamente en su cariñosa solicitud [3]. Es que estamos ante la terneza de un sujeto que presta atención a la estructura vital de quienes ama, que llora la muerte de su padre con el pathos de un Jorge Manrique, en ese bello poema “Coplas por la muerte de su padre”; que llora la muerte de la abuela; y también la de la amiga, esta última en la bella elegía a la poeta y narradora puertorriqueña, Olga Nolla, titulada “Olga declama”(“Olga hecha de madreperla y lino,/ Olga riente y clamorosa por la vida,/ no ya tuya esa vida,/ sino de todos/ los que nos hemos quedado sin ella”(46)).

La muerte no es meramente la cesación de la vida del cuerpo, sino más trágicamente “esta soledad en que quedamos” (Sanabria Santaliz 47) los vivos. Una muerte hay, “una sola” (título de uno de los últimos poemas de la colección), que siega parejo ya no con una hoz sino con “una flamante cortadora” de grama (50). Es “destructora, incandescente, sañuda descarga”, versos éstos de un precioso furor, “que fulmina a todos los que bajo un mismo árbol,/ aguardamos que pase el torbellino”(51). Esta imagen aterradora delata nuestra frágil condición de quienes habitamos una tierra “oscura, apretada, misteriosa” (Sanabria Santaliz 56) habitada por la vida y por la muerte. “Uno mira la tierra y no lo entiende”, como concluye con tenue y dulce gravedad el último poema de esta exquisita colección de filigranas.

La autora de la reseña es escritora y profesora de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, WI, U.S.A.

Notas

[1] Este libro ganó ex aequo, en el 2002, el premio del Instituto Cervantes, Concurso Juan Rulfo.

[2] Que cierra con el colofón de un cuento titulado “Bajo la cama”, el cual está “asociado temática y estilísticamente a los poemas”, como reza el comentario de contraportada.

[3] Ver la página 31 del libro de Boff para una discusión de esta dialéctica entre Eros y Logos, por él descrita como “una…de las más arduas y dramáticas de la historia del espíritu” (29).