Mi nieta se llama Igualdad

Creativo

altCuando el teniente terminó de lustrar sus zapatos de charol, se acordó que ya había terminado con la guerra y que apenas era un ciudadano más. Luego de tres años en el frente de guerra en Francia, defendiendo, como él siempre decía la democracia y la libertad, había vuelto a la vida civil, como uno más. Como veterano de la Segunda Guerra Mundial del ejército de los EE.UU, él sabía que volver a Puerto Rico no sería fácil.

Para él los recuerdos de la guerra pesaban en su memoria. Estuvo dos años defendiendo al Reino Unido, en una base am americana al este del país, donde continuamente eran atacados por las fuerzas nazis. Pero cuando llegó la invasión de Normandía, y tuvieron que ir a pelear cuerpo a cuerpo contra las tropas alemanas, se acordó que su fuerza era tan buena como la de los otros. Curiosamente fue en el ejército donde el Primer Teniente, Rafael Muriel, un negro oricha del barrio San Mateo de Santurce, había sentido que el trato respetuoso y digno le había llegado.

Las anécdotas de la guerra siempre salían a relucir los domingos, cuando su hijo Carlos Enrique venía con sus nietecitos, en particular con Alejandra I, quien se sentaba en la falda de su abuelo a hurgar por los viejos recuerdos de éste. “Hay mi nieta querida, que en la guerra todos los muertos son iguales, humanos. Un cuerpo ahí tira´o no tiene rasa. Es un cuerpo no más¨. Muriel se sentía orgulloso de su pequeña nieta, quien era su querendona, toda vez que solo habían tenido un hijo, y era la única niña que tenía su hijo.

La pequeña niña simplemente veía en el abuelo un recuerdo de un mundo al cual ella no tenía más acceso que la historia que éste le contara. Metida en una casa de urbanización en el llamado sector de Cupey, para Alejandra I., los vecinos eran vecinos, y la gente era gente.

Pero al irse la nieta, el abuelo regresaba a sus recuerdos. En particular a las memorias de su vida luego de la guerra, y sobre todo a los tiempos difíciles que había vivido. Y porque no aceptarlo, luego de la guerra, sus condecoraciones y todo el prestigio militar que había desarrollado, su vida como negro santurcino seguía siendo ardua. Eran tiempos difíciles en el Puerto Rico después de la guerra, pues los que se fueron no volvieron iguales. Regresaron todos con ideas nuevas y con un fuerte sentido de ser tratados de forma igual.

Pero el pobre Chapo, como le decían los que le querían en el barrio, siempre que el día se detenía, volvía a la década del 40, y luego continuaba por la década del 1950, para recordar aquellos tiempos. Si eran días de los septetos y cuartetos que se expandían como espuma por todos sitios. Eran los días del Escambrón Beach Club donde vieron a todas las grandes orquestas tocar. Eran los días en que emergía la voz de una negra encantadora, ponceña, llamada Ruth Fernández.

Eran otros días, cuando ser negro en Puerto Rico, y más aún después de la guerra, no era todavía un asunto muy fácil de manejar. Se trataba de un Puerto Rico muy racista, el cual Chapo tuvo que combatir junto a los suyos. En su soledad el pobre Chapo hablaba en vos alta y volvía al mismo cuento, “cuando termine de brillar los zapatos de salir, yo sabia que iba para el night club, para el Esquife en la avenida Lutz en Santurce. Y me lo dije aquella noche, al que se meta con el negro Muriel, le voy a partir la cara”.

Así las cosas volvía a la terrible noche del 14 de agosto de 1943, cuando apenas dos meses luego de haber regresado de la guerra, de haber peleado en Normandía, le había dicho a su mujer, Paula Olavarría, que quería ir a bailar al Esquife con su amigo del alma y hermano de la guerra, el Capitán Rafael Pérez García y su esposa Juanita Velásquez. Se trata de amigos profundos quienes habían superado el entramado de la negrura santurcina de San Mateo, con la blancura mestiza de la montaña de Barranquitas. Eran amistades que no se veían entre lo negro y el mulataje de la montaña, sino como seres humanos.

“Oye Rafa” le decía Chapo con ese dejo que solo los negros de la costa tienen, “que tal si vamos mañana en la noche al Esquife, que el Cesar Concepción toca y le va a dar a los panderos para ponernos a gozar”, se reía cuando terminaba su pensamiento oral, y veía la alegría en la cara de su compañero de batallas, literalmente hablando. Así las cosas pactaron el compromiso, e invitaron a otras amistades para combinar llegar juntas al club, y sobre todo pasarlo bien.

Como soldados condecorados, y sin tener que planificarlo, tanto Muriel como Rafael, se pusieron su mejor ropa militar, y sus respectivas esposas se vistieron para la ocasión. No era para menos, sobre todo que Cesar Concepción estaría allí cantándole la plena a Elena.

Cuando subieron las escaleras el Esquife, el portero Julio Díaz se impresionó al ver dos soldados elegantemente vestidos, con zapatos lustrados, y las barras de sus respectivos rangos puestos en los hombros. Pero, Julio entendía el mensaje, eran soldados uno jabao y el otro negro, y la política del Esquife, según le había indicado el administrador y dueño, Salvador Suazo, era que los negros sólo entraban a limpiar y por la puerta de atrás.

Al escuchar que no podían entrar, Muriel cerró su puño y pensó para sus adentros que luego de tres años en combate, el país seguía siendo igualito. No titubeo en decirle al portero “con el permiso, pero nosotros somos gente decente, veteranos de la guerra y del ejercito de los EE.UU, el racismo ya no va con nosotros”. El portero lo miró, y miró a Pérez y su esposa Juanita, y les dije “pero los señores si pueden entrar, esto es un club privado y nos reservamos el derecho de admisión, para mantener la calidad”.

La reacción del Teniente Primero y el Capitán fue similar: se enlistaron para el combate, Muriel al frente y Pérez detrás. Al verlos tan determinados, salió corriendo gritando “auxilio”. A los pocos segundos regresaban Suazo, el portero Díaz, y el gentío de los parroquianos presentes en el club, que confundieron el grito de auxilio con la probalidad de que estuvieran asaltando el negocio.

Suazo al ver dos soldados impecablemente vestidos, pensó que se trataba de una trifulca de borrachos venidos de la guerra, y desenfundó su 38, Smith & Wesson apuntando a Muriel en el rostro. Este se quedó quieto y pensó que lo peor había pasado en Normandía, que el resto era siempre manejable. Así las cosas, el atrevido de Suaso no vio cuando Rafa, se movió de su posición resguardo propinándole un golpe en su rostro, lo que le permitió a Muriel tomar control de la mano y el arma, a la cual antes de cambiar de dueño, se le disparó un tiro. El gentío se tornó en estampida y la gente comenzó a salir del Esquife tanto por la escalera trasera como por la parte del frente.

El resto, pensaba Muriel mientras seguía repasando los eventos, se hizo historia. Suazo salió culpable de agresión racista y luego fue demandado tanto por Muriel como por el resto de los allí presentes. Se trató de su gran victoria, pues se dio a respetar en un momento en que el país necesitaba que los negros fueran reconocidos y tratados como iguales. Cada vez que lo pensaba y volvía a aquella noche, Muriel, como al final de la jornada en 1943, se sonreía.

Muchos años después de su muerte, su nieta, Alejandra I, se acordaba de las palabras de su abuelo, el Primer Teniente Rafael Muriel. Sobre todo que se acordaba de esté, mientras participaba en las lucha por la equidad, en particular de la comunidad LGTTB.

Se acordaba del abuelo que un día, cuando en la década de 1990, fue arrestada por ser encontrada basándose con otra mujer en una calle marginal del Viejo San Juan. Recordaba como su abuelo a los 84 años, vino a rescatarla del entuerto. En particular pues ella le había confesado a éste sobre sus preferencias, aunque guardaba silencio ante su padre.

Mientras eran custodiadas en un cuartel de la policía, se acordaba que vio llegar al abuelo con la dignidad de un veterano de guerra, de todas las guerras. “Dónde está mi nieta”, le preguntó Muriel al retén del cuartel. Meléndez, el retén de turno que vivía con sus propios prejuicios, tan sólo le contesto “las patas están en la celda. ¿Le traigo a la cachaperas?”

El negro Muriel volvió a cerrar el puño, y a pesar de edad y el deterioro normal el cuerpo, se aproximó al policía, y lo aguantó por el cuello con toda la fuerza que aún le quedaba. En ese momento, su vos se escuchó con toda claridad decir “Mire oficial”, le hablaba con fuerza y sin soltarle el cuello de donde lo tenía aguantado, “usted me trae a mi nieta, que ella se llama Igualdad”.

Solo al pronunciar el segundo nombre de su nieta, Alejandra Igualdad, fue que Muriel soltó al policía. Entonces, ahí, volvió a sonreír como en aquella noche gloriosa de 1943 en el Esquife Night Club.