¿(Fue / es / será) Puerto Rico parte del Caribe? Parte II

Caribe Hoy

altLa conciencia caribeña en la década de 1970 en Puerto Rico fue un arma política. En eso radicaba su carácter subversivo. No se hacía historiografía o literatura por la mera complacencia. Se confiaba en que, con ello, se abonaba al cambio social. Pero no debe pasarse por alto que la maduración de la caribeñidad fue la expresión tropical del espíritu rebelde de la década de 1960.

La juventudes sediciosas de 1960 fueron capaces de romper con el orden ideológico impuesto tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. El poder de aquel discurso, identificado en occidente con el liberalismo y el capitalismo, se sostenía sobre el temor del regreso del fascismo. La generación de la Segunda Guerra, testigo de holocausto, poseía una legitimidad a toda prueba: cuestionarla era un acto de insubordinación. En el contexto del 1945 fue que se consolidó el Puerto Rico inventado por los populares.

Lo más impresionante de los años que van del 1945 al 1989, fue el poder de convicción que tuvieron las teorías conspirativas que provenían de “arriba”. La confianza ciega en la dialéctica de los bloques opuestos, minaba la estabilidad de quienes aceptaban aquel imaginario a pie juntillas. Eso explica que los compañeros que en la víspera celebraban tu compromiso, al otro día te expulsaban del redil por traidor. La ansiedad por el “fin de la historia” -es decir, el fin de la Guerra Fría en favor del socialismo o el capitalismo- penetró a la militancia de los dos extremos.

Durante la década del 1960, sin embargo, el lenguaje dualista y maniqueo de la Guerra Fría fue puesto en entredicho. En el mundo capitalista, se luchó contra un sistema que se apoyaba en el egoísmo y la competencia. En el socialismo real, se cuestionó el autoritarismo que minaba la individualidad en nombre de un colectivismo engañoso. Ambas quejas se articulaban en nombre de la libertad personal, concepto que, en la mente de los jóvenes, desconfiaba lo mismo de la democracia liberal que del centralismo democrático. El hecho de la rebelión no conoció fronteras geográficas. Kent University, Praga, Moscú o Ciudad de México: nadie parecía darle crédito a la simplificación que reducía las relaciones internacionales a la Guerra Fría.

El Puerto Rico la situación era peculiar. La caribeñidad en la cual me formé a fines de los 1970 y principios de los 1980, crecía en el entramado de la segunda posguerra. Pero su vinculación con las luchas de las minorías afroamericanas por el reconocimiento de sus derechos ciudadanos y con las luchas anticoloniales de trasfondo nacionalista, era enorme. Puerto Rico seguía siendo un territorio colonial a pesar de la Carta del Atlántico y la Organización de Naciones Unidas. Mucho peor, se trataba de una colonia pobre con ínfulas de Primer Mundo y autoimagen de líder de las Antillas Mayores.

La relación con Estados Unidos, convirtió a las vanguardias puertorriqueñas que se concienciaron en la caribeñidad, en testigos de privilegio de aquel proceso, por lo que caribeñidad se desenvolvió como un discurso de la resistencia.

La otra peculiaridad es que la memoria de la Segunda Guerra era bastante nebulosa. La conflagración se asociaba a Luis Muñoz Marín, al populismo radical rumbo a su moderación, y al crecimiento económico dependiente. Y la posguerra, lo que nos había dejado era un curioso Estado Libre Asociado que mimetizaba un Pacto de Libre Asociación. La isla llegó a ser considerada uno de los “milagros económicos” y una “excepción jurídica” digna de que algún jurista de Harvard la analizara.

Hoy todos sabemos que los portentos del Plan Marshall en la Europa devastada y en trópico mulato y pobre, se habían hecho con dólares y bajo la vigilancia cuidadosa de la Fuerzas Armadas de Estados Unidos. En Puerto Rico nadie quería reconocer que, al crecimiento que se celebraba, había que descontarle la emigración masiva, auspiciada por el estado, un desempleo estructural que nunca se vencía, y el “problema” de la superpoblación que autorizó a a esterilizar miles de mujeres y experimentar con las píldoras anticonceptivas como si la población fuese una masa de conejillos de Indias. El costo del crecimiento ilusorio dependía de que fuésemos menos.

Del mismo modo, para el puertorriqueño común la Segunda Guerra se reducía a un borrador: el holocausto era un fenómeno que le recordaban de vez en cuando las páginas de El mundo o El imparcial o en los programas de PBS que transmitían las televisoras públicas. Para los sectores más informados, las paces representaban el incumplimiento de la promesa de autodeterminación e independencia. En 1952, una Asamblea Constituyente dejó al país sin Soberanía pero con una Constitución casi perfecta: las Asambleas Constituyentes también pueden conducir a un callejón sin salida.

La caribeñidad, en su polisemia, fue el nicho en que la raza, la conciencia étnica, la voluntad rebelde del 1960 y el anticolonialismo convergieron. La polisemia tenía que ver con la apropiación del pasado y los atolladeros del presente. Pero lo cierto era que ser caribeño en Cuba no era lo mismo que serlo en Puerto Rico.