¿(Fue / es / será) Puerto Rico parte del Caribe? Parte III

Caribe Hoy

altEl camino a la globalización material y cultural, está lleno de atajos hacia la “identidad”. Pero muchos de esos senderos conducen a la casa del lobo o a un callejón sin salida. Entre 1989 y 1991, la ilusión de que todo se reducía a un conflicto entre capitalistas y comunistas perdió su eficacia.

La seguridad de aquella simplificación, fue sustituida por un huracán de dudas. Ser de izquierda, socialista o progresista o todo lo contrario, ya no significaba lo mismo. Ser caribeño o puertorriqueño, tampoco.

Las voces más visibles de la descolonización en los 1990 fueron los estadoístas. Pedro Roselló González proclamó que el 1990 sería el “decenio de la descolonización”. El PPD y el ELA se habían convertido en obstáculos por superar. El independentismo estaba en crisis y su presencia electoral se reducía. Y los movimientos socialistas, la izquierda de “verdad”, se debatían entre la nostalgia por la era soviética, y la necesidad de ponerse a la altura de la posguerra fría. El esfuerzo más maduro fue el Frente Socialista (1992).

Roselló González añadió al discurso descolonizador otro que insistía en integrar a Puerto Rico a la Asociación de Estados del Caribe (1994). Aquello chocaba con el ELA, condición jurídica anómala producto de la posguerra que, con el deshielo, muchos imaginaban al borde de la tumba. Las lecciones de la década de 1990 son transparentes como la glasnost soviética: cuando la legitimidad de la Estadidad y la Independencia fueron equiparadas, y este país sin soberanía aspiró a ingresar a la AEC como si la tuviera, estábamos en la postmodernidad.

Los discurso que favorecían el cambio, el de la soberanía y el de la caribeñidad, estaban en manos del otro y parecían haber adquirido una “nueva radicalidad”. La impresión que quedaba era que la solución del asunto colonial estaba en manos de los estadoístas y no de los independentistas. Esas cosas suelen pasar en las colonias de la era poscolonial como es el caso de Puerto Rico. Si yo fuera un historiador progresista, no lo soy, diría que mi país es un emblema de la marginalidad que siempre ha estado mirando la Historia desde muy afuera o desde muy adentro.

El estadoísmo soberanista y agresivo de Roselló González tuvo su expresión mediática más acabada a fines de 1999 y principios del 2000 durante las negociaciones para la salida de la Marina de Guerra de Vieques. Sus fortalezas y sus fragilidades quedaron al desnudo: una cosa era el pugilato de la gente que se quemaba al sol en los predios invadidos, y otra la gestión del residente de La Fortaleza. En aquella interfaz espacial, la caribeñidad tomaba un sentido obtuso.

La caribeñidad del 1990 representa la pesadilla de cualquier historiador cultural formado en la década del 1980. Cuando la caribeñidad se convirtió en un discurso del poder y en un programa para la acción su radicalismo subversivo se desinfló. La romántica Antillanidad, la militante Caribeñidad debían ser apropiadas como antecedentes de la Era Global tanto como el Imperio Napoleónico lo era de la Unión Europea. Aún hay más. Hoy día nadie necesita a Rosario Ferré hablando de los maquinolanderos, ni a Carmelo Rodríguez Torres divagando sobre Ti Noel en Vieques. Mucha menos pertinencia tiene Luis Rafael Sánchez contándonos la rítmica vida de Vicente, o Edgardo Rodríguez Juliá haciendo la crónica del caribeño entierro de Cortijo o Muñoz Marín.

A esa (post)caribeñidad le bastaba una Soberanía que podía significar cualquier melindre, llámese ELA culminado o Libre Asociación. Para quien vivió la caribeñidad hardcore de los 1970 y los 1980, aquello generaba migrañas peores que las que producían los debates de la Guerra Fría. La (post)caribeñidad es una conciencia light en la que caribeño debe ajustarse a la condición de proveedor y consumidor de todo tipo de bienes materiales e inmateriales sin complicaciones. En el proceso de proveer y consumir, se afirmaría la identidad.

Producir y consumir el Caribe, es tan sencillo como tomar un crucero por las islas. Donde quiera te aguardan bailarinas de plena con teléfonos móviles a la cintura, orquestas de metales y cueros con sintetizadores Yamaha, y estibas de recuerdos y bisutería afrocaribeña elaboradas por los industriosos obreros chinos. La caribeñidad light es un tipo de caribeñofagia o de canibalismo mercantil: nos “comemos” el Caribe con una tarjeta de crédito y regresamos con la conciencia tranquila.

Los caribeñófagos de la era global no necesitan concienciarse de su etnicidad ni de su raza. Son seres de lo inmediato: no demandan saber su pasado de explotación y discrimen, o imaginar un futuro diferente. A la mayoría les basta con mirar Fox Caribbean cada noche para enterarse de lo que “son”. Los consumidores solo necesitan planificar la fecha del próximo estreno de la secuela de una película o de la venta de una nueva generación de móviles. La destreza de campo más compleja que posee un consumidor hoy, es el instinto para saber donde acomodarse la noche de la madrugadora después de hartarse de pavo en el día de acción de gracias.

En el 2004, las esperanzas de los consumidores colapsaron. Muchos marcan esa fecha como el inicio de la crisis que nos agobia, e identifican la debacle actual con el final de una era feliz donde los servicios esenciales eran baratos y existían puestos en farmacéuticas o empresas de alta tecnología que pagaban por encima del salario mínimo federal. No pongo en duda que la explotación se sentía menos en aquellos lugares que en una pieza de caña o en una fábrica de textiles.

Pero si en 1973 se apeló a la caribeñidad y la independencia para enfrentar la “estagflación”, en el 2013 se sueña con que madure una burguesía nacional fuerte que la evite mientras el estadoísmo crece. Los más vociferantes de esta ilusoria Toma de la Bastilla, son republicanos libertarios del penepé y medianos empresarios populares. Manuel Cidre haría un excelente portavoz del Club Breton en esta revolución. Los Socialistas viven de la nostalgia del Estado Benefactor, y el Nacionalismo se ha reducido a no ser Estadoísta y votar por el PPD cada vez que el PNP está en el poder, y viceversa. En verdad ¿hace falta la caribeñidad?