Buscando a Mercedes

Creativo


Era difícil discernir entre ellas la muñeca. En ocasiones, la intensidad de la ausencia en los ojos de ambas llegaba a ser comparable. La primera, con sus largas piernas plásticas envueltas en satén, miraba hacia el horizonte fijamente desde la mesa de centro de la sala. La segunda, Mercedes, mi tía abuela, sentada sobre el sofá rojo, su torso jorobado tendiendo hacia la izquierda, concentraba también la mirada en un punto lejano. En aquella ocasión, dio cuenta de nuestra presencia tan solo después de haber recibido nuestro beso en su mejilla. Le preguntó a mi madre si había sabido de mi abuela y de mi padre, y cómo se encontraba la nena. “¿Cuál nena?”, le respondió mi madre. “La tuya”, agregó Mercedes. Me apresuré a asegurarle que era yo la nena de la cual indagaba, y ella, como en cámara lenta, luego de alinear su rostro con el mío, auscultó los iris de mis ojos en busca de una memoria trampolina.

Tal vez desarrolló un pequeño temblor en su manos, se tornaron algo rígidos o se hicieron más lentos sus movimientos. Quizás perdía el equilibrio con mayor frecuencia. Lo cierto es que nadie notó la enfermedad estableciendo residencia poco a poco en Mercedes. De su cerebro vino a apoderarse la enfermedad de Parkinson.

Arrodillada junto al sofá rojo, colocaba mi oído derecho justo la lado de los labios de Mercedes con la esperanza de escuchar mejor lo que murmuraba esta. En esa posición permanecía durante el transcurso de mi visita a la casa de envejecientes donde residió Mercedes durante los últimos años de su vida. No sería demasiado injusto decir que ya casi nadie le prestaba atención cuando hablaba. “Es que ya no es la misma”, decía mi madre, quien había dejado de usar el tradicional Doña, título de deferencia otorgado a los envejecientes en la cultura puertorriqueña, para referirse a mi tía. Para mi madre, la mujer frente a nosotros era una impostora, un ente extraño a quien no conocíamos y que había venido a usurpar el lugar de mi tía abuela.

Mientras contemplaba los ojos de Mercedes hubiese jurado estar observando la misma presencia que reconozco en cualquier otra persona consciente, pensante y en salud. Ante la duda de otros, sin embargo, me preguntaba si era posible que tan solo anduviera inventando a mi tía, siquiera porque aun recordaba cómo era. ¿Cuánto de la identidad de una persona, me preguntaba entonces -y todavía- está asociado a su memoria, en especial durante la enfermedad?

Treinta por ciento de las neuronas en la llamada sustancia negra del cerebro de Mercedes desaparecieron antes de experimentar siquiera las primeras señales de la enfermedad. A cinco años de su diagnóstico, cincuenta por ciento de sus neuronas habrían muerto y, de acuerdo a algunos investigadores en neurociencia, cada año siguiente, mientras planchaba sus vestidos o cocinaba, mientras asistía a la iglesia, mientras conversaba con su comadre, otro siete por ciento de sus neuronas perdía, inevitablemente, la batalla contra la enfermedad.

De modo cognoscitivo soy capaz de entender la devastación causada por la muerte y degeneración de tantas células y estructuras cerebrales: la pérdida de información es avasalladora. Emocionalmente, si tuviere mérito hacer la distinción, me resultaba difícil aceptar que Mercedes desaparecía un poco más con el paso de los días. No resultaba fácil aplacar la incomodidad de sentirme una pieza de tres libras meramente:  un cerebro ambulante, deambulante y vulnerable. Contemplando a mi tía, a menudo se me escapaba un suspiro, un suspiro sordo de ansiedad y desamparo, no tan distinto al que deben haber emitido muchos luego de que el galeno William Harvey declarara en 1628, que el corazón no es más que una bomba de sangre, en vez de la máquina creadora del espíritu humano que todos pensaban que era.

Los investigadores en neurociencia han explorado el interior de cerebros que padecen la misma aflicción que el de Mercedes. Saben bien que durante las enfermedades de demencia, de modo similar a lo que ocurre durante el envejecimiento normal, pero de manera magnificada, las células cerebrales perecen. Las conexiones entre ellas se deshacen borrando en el proceso todo lo que sus interacciones habrían construido alguna vez – memorias, personalidad, información, motivaciones.  El acto es tan destructivo como el movimiento de las olas de un tsunami sobre una villa costera. Todo lo destruye a su paso. El cerebro puede soportar dicha pérdida durante años y, sin embargo, al cabo de la pérdida suficiente de células, la comunicación normal entre las restantes se obstaculiza, previniendo el envío usual de sus mensajes electroquímicos. Este principio refleja una verdad esencial sobre el funcionamiento del cerebro, tanto el de Mercedes como el nuestro. Durante la década de los noventa, cuando Mercedes aún estaba conectada plenamente a la vida, su mente ostensiblemente intacta, un científico de nombre Marsel Mesulam, propuso que el cerebro se organiza en redes a gran escala. La actividad de las diversas áreas que lo conforman depende de las conexiones existentes entre estas últimas, de sus redes celulares, tanto locales como distantes. Decía Mesulam que un insulto físico al cerebro, por ejemplo, una enfermedad como el Parkinson o el Alzheimer, es capaz de desestabilizar estas redes. Mesulam tenía razón, se sabe hoy día. Cada enfermedad degenerativa desencadena un patrón de muerte celular capaz de dañar una red particular y específica. Es como si la mente de Mercedes, el antes intrincado ovillo neuronal, hubiese estado deshaciéndose lentamente; como si los puentes que unen las partes de una ciudad unas a otras, no solo colapsaran sino simplemente dejasen de existir. Con el tiempo, los bloquecitos neuronales que constituían su cerebro, y todas esas redes, marcadores y transportadores de memorias, y quizás, escultores también, en su charla unos con otros, de lo que hacía que Mercedes fuera Mercedes, hubiesen desaparecido.

“Eres la tía más hermosa del mundo”, le decía. Mercedes sonreía, y una muestra de incredulidad asomaba en su rostro al hacerlo. “¿Yo?”, me preguntaba seguido, como había hecho siempre cada vez que alguien le regalaba un piropo. Todo era fragmentos de lo que había sido ella, de aquello a lo que llamamos personalidad y que el paso de la enfermedad transformaba en algo nuevo. En momentos como aquel me preguntaba si lo que escuchaba era solo una réplica engañosa, un artefacto elaborado por mi consciencia, la lucha de mis neuronas por recordar a Mercedes, tejiendo en cada esfuerzo, y a partir de hilos sueltos y discontinuos, la tela que más se asemejara a la memoria que habían almacenado una vez sobre la textura de su voz, la calidad de su risa.

La enfermedad de Mercedes era aislante. La sumergía en mundos pasados a los cuales no teníamos acceso. Era por eso, quizás, que quienes la interpelábamos la juzgábamos perdida. A veces me parecía intuirla buscando su camino de vuelta a casa. La confusión en su rostro me provocaba imaginarla en una pequeña cabina de teléfono escuchando voces familiares hablar al otro lado del auricular, sospechando la presencia física de los interlocutores al otro lado de la puerta, sospechando la presencia del umbral, sin poder girar la manija porque se ha caído. Escuchándola, luchaba por colocarla en contexto sabiendo imposible el ejercicio pues no era yo el único repositorio de sus memorias.

“La gente vieja tiene pesadillas todo el tiempo, de cosas que son extrañas”, era el universo caótico que habitaba Mercedes. Quizás, en esencia, no fui tan distinta en ese entonces a lo que debió haber sido un anticoperniano en su momento: aun conociendo lo que descubre la ciencia, aceptaba los comentarios de Mercedes como demostraciones cabales e indiscutibles de que algo en ella era capaz de reconocer su propia ausencia.  “La gente vieja es niña”, decía, “porque no sabe muchas cosas, pero con las que sabe no puede hacer nada”.  Suena como siempre, pensaba entonces. Aún esta allí, me repetía a mí misma, aún anda pensando y compartiendo el mundo conmigo.

Tal vez, lo que determina lo que llamamos identidad, no solo durante la enfermedad sino siempre, no se trate de la habilidad de un individuo para recordar, sino el recuerdo con el que se haya acurrucado a sí mismo en la memoria de otro. Así, Mercedes no fue simplemente el producto de su propia consciencia de ella misma, sino de la mía también, en cohesión a la suya. Quizás lo que supe de ella, lo que de ella grabó mi cerebro en sus neuronas, en sus propias redes y los enlaces entre ellas, es tan solo otra creación de las muchas de las que soy capaz como ser humano, y que acepté y acepto como Mercedes, una identidad que su enfermedad alteraba continuamente y mucho más rápido de lo que alcanzaba yo a recrearla. Es posible que “Mercedes” se encontrase contenida dentro de mí; que existiese como parte de mi identidad. Tal vez la identidad de un individuo no sea más que un simple puente forjado entre dos personas.

Me remonto al momento es que la miré por última vez, deseando que hubiese algo que quedara. Una especie de unidad de conciencia incondicional, indivisible, capaz de permanecer intacta sin importar lo fragmentado o interrumpido que estuviese su entorno. Cuando le aseguraba a Mercedes que la amábamos, ella sonreía. Me aseguraba entonces que siempre me querría, que me recordaría. Invocaba la  bendición de la que ella era creyente. Yo, mientras tanto, confiaba en que algo de ella permanecería, aunque biológicamente no fuera esto plausible.  Decidí en aquel último momento que aun cuando el mundo la asumiera perdida, y sí estuviera verdaderamente desapareciendo, lo mejor que podía hacer era escuchar lo que sí quedaba en ella, en honor a todo lo que de ella habitaba aún en mí.

Mercedes nunca desapareció.