Tras el inmensurable dolor de sus heridas, una calma de luz anaranjada iba cubriéndole el rostro y luego las extremidades y luego el torso. Veía como sus dedos se despegaban de sus manos con ese mismo color de incendio mientras escuchaba decir a las cuidadoras que se había muerto. – Estoy vivo aún. Entonces, un rostro conocido con cara barbuda de ángel se le acerca y le dice que la lucha terrenal se había acabado. De repente, aquella sensación de bienestar general desaparecía y Pedro lloraba desconsoladamente como si el dolor se concentrara en un solo instante… Patria, Patria, Patria…

Pablo pasaba horas a solas recordando su activismo tronchado por el amor que le dio sus buenos frutos. Quería desfilar con los cadetes, pero se lo llevaron de Ponce con todo e hijos. Vivía con un vacío y casi con ganas de morirse por la vida que no vivió. Eso sucedería poco tiempo después de la muerte de Pedro debido a la falta de descanso y a las extrañas pesadillas en las que oía a Pedro hablar.

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El cielo estaba repleto de nubes de distintas formas y colores.  Toda una nueva cepa de niños se agrupaba en el batey en espera de la cacica para escuchar las historias de los dioses, cercana su temporada de castigo a la isla; mientras, algunos naborias, les servían bocaditos de casabe a los niños. La variedad de nubes en el cielo era perfecta para la clase que les daría a los pequeños; entre los que se encontraban los inquietos Urayoán y Yolacaona.

Arrrggg, trummmm, traaaaas, yo soy Guataubá, el dios de las centellas y los truenos, decía Urayoán. Mientras, Yolacaona afirmaba ser la temible Juracán.

-Sálvese el que pueda de mis largos brazos furiosos, gritaba Yolacaona.

-Cállense, que ya viene la cacica con una cesta de arena y una vara de guayabo. No se muevan. Quédense quietos ya.

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La azafata interrumpe mi lectura con una pregunta:

“¿quiere que le encienda la lámpara?” En ese instante

me doy cuenta de mi cuerpo inclinado sobre el libro y

la oscuridad de la cabina. Le contesto que sí.

Luis Avilés

 

MAYO; a principios del mes, en el norte de Ohio, las clases en la Universidad de Bowling Green terminaron el 30 de abril. Corregidos exámenes y trabajos finales, encaro el mes de mayo con tiempo y deseos de saldar cuentas viejas, viejísimas, con un clásico de la poesía boricua, Hugo Margenat (1933-57), cuyas OBRAS COMPLETAS (1974) no había leído:

 

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Estos son los primeros rayitos de sol tomados desde mi balcón esta mañana como a las 7:30 am. Llevo semanas tratando de capturar un amanecer puro y las nubes no me lo permiten. Es el invierno veraneado de mi Puerto Rico que hace que nos despertemos más tarde y que muchas personas asocien las celebraciones navideñas con un estado anímico particular y algunos hasta se depriman.

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A Mónica Puig

Una memoria lejana regresa
a mi isla
en forma de olimpo y amazona
no es una chapa, no se menosprecia
es la señal que de luz
nos inunda la mirada que se eleva
en estima férrea de Yunque.
Es un GUANÍN,

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háblame, dime cómo se pierde la voz y el epicentro de la fruta en la máxima expresión de los gusanos.

Los gusanos del verso compartido, el gusano de los adolescentes placeres del clítoris: agrio y blando; armonizado con el libro y el cigarro agraz de tu indolencia.

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«sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte»

Xavier Villaurrutia

La niebla y esta estación abandonada son mi nuevo hogar. Partió el último tren hace algunas semanas, quizá más tiempo. Tampoco he vuelto a encontrarme con ningún otro humano. Solo permanecemos aquí mi silueta (por llamar de alguna manera a lo que me ocurre, pues siento que poco a poco me difumino) y conmigo, mi gato Nico. Habitamos entre esta boira silente solo interrumpida por los zumbidos de las voces tal vez muertas, como aquellos planetas que vemos en la noche, pero ya no están.

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