Soy puertorriqueña, caribeña y latinoamericana; una sopa de piedras

de gente de casi todas partes del mundo.

Eso dicen mis genes.

Me dieron la cara pálida

y para equilibrar la cosa tengo caderas nigerianas.

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Probable en la escala de las ballenas posible en el viaje de la luz doblada en el espacio y repetitivo en el beso si poblada de ternura de agua vital si secada con la brisa de caricias si surcida con el hilo de amapolas…
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Con nostalgia recuerdo, que cuando era adolescente, me aumentaba la edad porque quería ser grande. Ahora que soy grande, descubrí que llegué a esa edad, donde las citas dejaron de ser amorosas para convertirse en médicas.
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Derramé el horizonte de la piel

                         inmersa en tus labios

incienso de asomos por consumir

desde las raíces

hasta el florecimiento de mis pechos

 

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Después de saber que tengo presión alta y la carótida izquierda tapada con colesterol en un cincuenta por ciento, decidí seguir los consejos del Cardiólogo: “Para tu tranquilidad, elimina de tu vida aquellas personas y cosas que te provocan estrés. Manda pal carajo en el subconsciente a todos esos individuos que alteran tu paz interior.” Aunque la asignación no era fácil, porque son tantos a los que quiero mandar al famoso lugar, tampoco fue tarea imposible.
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La eternidad de Julia “Negra, caribeña, poeta… nadie te recordará.” La patria isleña defendida intentó desterrar su voz. Su poesía fluía empoderada, más el frío exilio marchitó su ruta. Falleció anónimamente sola. Días después, un río de versos infinitos fluyó desde su cuerpo hacia las rocas de su archipiélago, poblándose de su nombre: Julia.
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                                          esa mujer desangra amor

por las venas clausuradas de odio y olvido

lucha contra su piel ajada

clava su llanto en un manto de silencio

hoy

mañana

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Hoy he estado perdida en el sopor de la canícula de agosto. Un agosto inmisericorde que derrite mi rostro en una inmensa lluvia de sudor. Por las mejillas se corre mi belleza artificial y las líneas de rímel acentúan el deseo de la perpetuidad en este pueblo montañoso. Ya ni sé qué hacer para escuchar o leer la voz digital que trae noticias vagas de un mundo virtual pero muy cercano a mí. Trato de deslizarme por este día calladamente, considerando las enfermedades que de súbito aquejan el transitar de aquellos pasajeros que comparten mi cabina. Pero no logro ni siquiera acercarme a las puertas clausuradas de la privacidad digitalizada que se toma como una limonada con o sin azúcar y a la que nadie le importa si la decisión es tomarla agria.

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