Pasados los días previos de la muerte del ex gobernador de algunos puertorriqueños, Carlos Romero Barceló, debemos poner y disponer en justa mirilla, el legado o desgajo de tal figura.  De todo lo que hizo en vida, vasto o chicuelo, considerable o desaforado, cerro o maravilla, dependiendo del color que se mira con sobrada miopía o buena puntería, su mayor contribución indisputada reclama e imputa su incursión determinante pero brevísima como púgil de pesos pesados. 

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El viejo maestro frente al espejo refleja su rostro agotado. Según llega a la jubilación, las calles se alargan confusas camino a la escuela. Comienza a olvidar los planes de clase, los nombre de sus alumnos, y hasta dónde demonios están sus espejuelos. Siempre había sido muy memorioso, ahora una fuerza extraña le evapora las palabras.

 

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El viejo y obeso doctor llegaba siempre a la oficina a la misma hora con su maletín en la mano derecha y en la izquierda el periódico. Todos los días, se levantaba a lascinco de la mañana, y tomaba una ducha fría que hacía que la somnolencia desapareciera. Luego, el ritual consistía en prender la cafetera para prepararse un rico café colombiano. A esa hora no podía desayunar porque cualquier alimento que ingiriera le iba a caer mal. Mientras esperaba que su espeso café negro estuviera listo, se vestía para salir a trabajar. Echaba la bebida caliente en un recipiente para llevar; apagaba las luces, cerraba la puerta, abría el portón eléctrico con el control, se montaba en su auto y se dirigía tranquilamente, a escuchar los secretos que sus pacientes en confesión le narraban.Cada vez que llegaba a la oficina había más pacientes, la mayoría de ellos con depresión porque ahora todos están deprimidos.

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Estos son los primeros rayitos de sol tomados desde mi balcón esta mañana como a las 7:30 am. Llevo semanas tratando de capturar un amanecer puro y las nubes no me lo permiten. Es el invierno veraneado de mi Puerto Rico que hace que nos despertemos más tarde y que muchas personas asocien las celebraciones navideñas con un estado anímico particular y algunos hasta se depriman. El resto del año es diferente, el sol nos despierta y somos más productivos. Esto me

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Ese era el nombre de la gata que llegó a la casona familiar hace cincuenta años. Un animal sigiloso, de colores brillantes y ojos verdes. Mi abuelo se encariñó con ella a tal extremo que olvidó que, a mi abuela, no le gustaban los gatos. Él, una vez llegaba de trabajar, se daba un baño, cambiaba de ropa y salía a llamarla. Su voz resuena en mis oídos al unísono cuando repetía: Mifufa, Mifufa, Mifufa. La gata sabía que era la hora de alimentarla. Llegaba cabizbaja al encuentro, con una humildad cuasi humana. Yo la miraba desde la puerta de la cocina, pero no me acercaba, porque como ya dije, a mi abuela los felinos no le atraían.

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Creo que todos, alguna vez en la vida, preparamos una lista de cosas para hacer antes de morir. La famosa bucket list.  ¡Por lo menos yo lo he hecho! Pienso tanto en la muerte que me asusto; al cumplir los cincuenta, el miedo a morirme está latente desde que me levanto hasta que me acuesto. Le pregunto a mis amigos si les pasa igual y me contestan que no. Mi Psiquiatra, un gordito simpaticón, me ha dicho: “Tiene que alejar esos malos pensamientos cuando vengan a su mente.” Al mismo tiempo, escribe en la receta zoloft y klonapin.  Sin embargo, la vida se nos escapa en un santiamén; aunque resulte un cliché hoy estamos aquí y mañana no sabemos que pasará.

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En la madrugada, el eco de los sueños puede tornarse en graznido de cuervos. Lucas se revuelca en la cama. Los gritos del infernal pajarraco devoran sus recuerdos. Comienza a rendirse esperando por su novia María, que permanece en la capital terminando su tesis.  Los sueños de ella compiten con los de Lucas, quien teme a la soledad en tal extremo, que su mente comienza a filtrarse a través de pequeños rotos, rellenándose de interferencias y silencios. A María le queda un mes para presentar la tesis, pero le envía cada noche un mensaje de amor y alguna anécdota. Él responde enamorado junto a largos mensajes recomendándole libros, pero sus palabras se reducen paulatinamente.

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Conozco la dueña. Conozco el ambiente, conozco la promiscuidad de la incumbente. No importa, no es importante; el tiempo corre, apremia, el calor del día aprieta. Le busco conversación al ingrávido que atiende y el hombre se abre como una flor de calabaza.

Miro alrededor, miro el espejo de la barra, que está frente a mí, y observo que por el ángulo derecho de mi vista, en la retrovisión de los quehaceres humanos, está el epílogo de mis andanzas. Sudo, carraspeo y miro al programa del Guitarreño.   

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