“Con esa tristeza del desterrado que es desterrado de su destierro”.
-Reinaldo Arenas
Marioantonio Rosa
Creo que lo vi desterrado, terminándose el exilio, con esos intentos que las palabras no dejan descubrir, y sin embargo existen, y matan. Creo que lo vi en aquél Nueva York de 1990, donde se acorralan muchas voces, se ahogan otras, se canibalizan los buenos sueños y el alma es considerada innecesaria. Se fue hacia la muerte, Reinaldo, con su verbo inconcluso. Su apellido, Arenas, quedaba en la comisura de las playas de una Cuba prohibida para su esencia, y a donde nunca regresó. Contemporáneo y amigo de José Lezama Lima y Virgilio Piñera, fue encarcelado y torturado, llegando a admitir lo inconfesable y a renegar de sí mismo. Le robaron su espejo, lo trizaron y ni siquiera hubo esperanza de cenizas. Como Boris Pasternak, en su gólgota personal, adolorido ante el paredón de Vladímir Semichastny, quien, en campaña de descrédito se atrevió a decir, muy serenamente que, "Si comparamos a Pasternak con un cerdo, un cerdo no haría lo que él ha hecho, porque un cerdo jamás defeca allá donde come" frase ruin que destrozó al genial poeta autor de “Dr. Zchivago” casi lanzándolo al suicidio. Con Reinaldo Arenas se dio la misma fórmula, las palabras malditas, los azogues amargos, el castigo contra el espíritu, la herida irredenta. Peor aún, Reinaldo Arenas no resistió el aquelarre marxista, y luego de una carta emotiva a la intelectualidad cubana en el exilio, donde se despedía, decide suicidarse. Ya la vida lo había estrangulado, y esa soledad de un escritor cumbre de la Literatura Caribeña e Hispanoamericana, no era esa soledad donde San Juan de la Cruz, echaba su contemplación al Amado, sino que era la soledad de los sepulcros, de los andares de insomnio y calaveras, de esa navaja que se siente traspasando el atrio del alma y los vivido, de manera fugaz, e inquisidora. La historia de la literatura universal está marcada por el amor, desamor, la política, los salones de la envidia, los crímenes de odio-aún clama Federico, en su barrica de Víznar-y el otro odio, ése, el fiel a la sonrisa y el silencio, y que de espaldas, calcina y vuelve a dar el frente, con un ramo de esmeraldas.