En cuanto hombre Jesús es como todos los hombres: un trabajador, carpintero como su padre José, y campesino mediterráneo. Ni un superhéroe ni alguien especialmente piadoso que llamase la atención.
Era un hombre de pueblo, un pueblito tan pequeño, Nazaret, que no es citado nunca en todo el Antiguo Testamento; tal vez con unas 15 casas, no más. Participó del destino humillante de su pueblo, sometido por las fuerzas de ocupación romanas. Ningún documento de la época habló de él, fuera de los evangelios. No era conocido en los círculos de Jerusalén ni mucho menos en los de Roma.
Como dice irónicamente el poeta Fernando Pessoa, Jesús no tenía biblioteca y no consta que entendiese de contabilidad. Es un anónimo en medio de la masa del pueblo de Israel.
El hecho de haber sido la encarnación del Hijo de Dios no cambió en nada esa humilde situación. Dios quiso revelarse en ese tipo de oscuridad y no a pesar de ella. Y tenemos que respetar y aceptar este camino escogido por el Altísimo.
La lección es cristalina: cualquier situación, por humilde que sea, es suficientemente buena para encontrar a Dios y para que acojamos su venida en las labores cotidianas.
Jesús, dijo san Pablo, no se avergonzó de ser nuestro hermano. Y efectivamente es nuestro hermano, no solo porque quiso revestirse de nuestra humanidad, sino principalmente por haber participado de nuestra vida cotidiana, tediosa, sin brillo y sin renombre, la vida de la gente anónima.
De todo esto sacamos esta sencilla lección: vale la pena vivir la vida así como es: larga, monótona como el trabajo de cada día, y exigente en paciencia para convivir con los otros, oírlos, comprenderlos, perdonarlos y amarlos así como son.
Es también nuestro hermano mayor, porque dentro de esta vida de luz y de sombra, vivió su humanidad radicalmente hasta el punto de traer a Dios hacia dentro de ella, un Dios próximo, compañero de caminada, energía escondida que no nos deja desesperar frente a los absurdos del mundo.
Por eso, a pesar de tantos pensadores desesperados y escépticos, es necesario reafirmar: el cristianismo no anuncia la muerte de Dios. Anuncia la humanidad, la benevolencia, la jovialidad y el amor incondicional de Dios. Un Dios vivo, niño, que llora y que ríe, y que nos revela la eterna juventud de la vida humana atravesada por la vida divina.